★★★1/2 Entre los seres humanos, ¿existe una relación más cercana y compleja que la que se origina entre una madre y su hijo? En “La pipa de la paz”, escrita por la dramaturga argentina Alicia Muñoz (1940), el conflicto muestra una de las tantas aristas que pueden plantearse entre una progenitora que reclama atención y un retoño dispuesto a escuchar. La autora, profunda conocedora de la idiosincrasia nacional, con raíces profundas en la inmigración española e italiana, demostró en obras como “Justo en la mejor de mi vida”, o “Soñar en Boedo”, que maneja los hilos de los personajes con ironía y un leve toque de sensiblería que siempre sienta bien cuando se trata de representar lo que ocurre en un hogar porteño. En esta pieza, estrenada originalmente en 1999 con la recordada Mabel Manzotti y Carlos Potaluppi, lo revalida.
Felisa (Betiana Blum), es una adulta mayor que vive en soledad, en la antigua casa que compartió con Vicente, su esposo, fallecido hace seis años. Su única compañía son las cenizas que conserva en una especie de altar pagano y con las que dialoga constantemente. Está enemistada con Marina y Griselda, sus dos hijas mujeres, y mantiene contacto telefónico con Dani (Sergio Surraco), el único vástago varón que, tal vez por sensibilidad o culpa, atiende sus demandas y escucha sus quejas. El problema es que él vive en Nueva York, donde trabaja para las Naciones Unidas, como mediador de un conflicto bélico en África y formó su propia familia al casarse con Carol. El conflicto estallará cuando la madre, llamada telefónica mediante, le transmita preocupación y logre que él, de manera inmediata, regrese a Buenos Aires, creyendo que la señora tiene alguna enfermedad seria y requiere atención especial. El esmero de ese muchacho por recomponer el vínculo familiar con sus hermanas pondrá en juego su paciencia y tolerancia porque como dice la protagonista: “A un perro viejo no se le cambia la cucha".
Aunque el desarrollo de la trama resulta un tanto previsible, no revelaremos aquí cómo continúa la historia. Sólo acotaremos que para encarnar semejante química sobre el escenario hacen falta actores de fuste. Blum, es tan excelente actriz que debería ser declarada Patrimonio Cultural de todos los argentinos. Surraco, uno de los mejores de su generación, no le va en zaga como el atribulado hombre que sólo busca la felicidad de la quejosa y demandante mujer.
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