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MUNDO | 21-04-2016 17:23

El papa Francisco y el sexo: el celibato a debate

Los pasos que ha dado Jorge Bergoglio abordan el tabú de la sexualidad de los sacerdotes. Las fobias en la Iglesia.

Lorenzo de Medici recibió en su lecho de muerte una horrible maldición, por parte del monje al que había llamado para que le dispense la extremaunción. Ese monje era Girolamo Savonarola y la razón de semejante ensañamiento con el moribundo, es que había propiciado como mecenas a pintores que, como Botticelli, retrataban desnudos humanos cargados de sensualidad.

Lorenzo murió abrumado por la maldición con que  lo despidió el sacerdote que quemaba en la “hoguera de las vanidades” los libros de Boccaccio, y toda expresión artística que resaltara la belleza de la sexualidad. A renglón seguido, Botticelli lanzó a la fogata “purificadora” sus frescos con desnudos y se dedicó a pintar los lúgubres motivos religiosos que aprobaba el clero.

Aquel capítulo del renacimiento muestra un extremo de la “sexofobia” que dominó la historia de la iglesia, a pesar de que en la intimidad de las recámaras pontificias proliferaban las depravaciones y lujurias. A esa fobia que gravita tan fuertemente sobre la religión católica y su estructura jerárquica, desafía la exhortación apostólica en la que el Papa Francisco admite que el “erotismo” es “una manifestación específicamente humana de la sexualidad”.

Tardó la iglesia en percibir que ningún otro animal comparte con el ser humano ese rasgo cultural y sensorial de la sexualidad. Una demora basada en lucubraciones teológicas moldeadas en cuestiones históricas y políticas, devenidas en la hipócrita “sexofobia” que desvirtuó el accionar y la vida interna de la iglesia.

Es por eso que el paso dado el pontífice argentino es de una valiosa osadía y no puede tener otra intención que no sea avanzar en revisiones necesarias para reconectar la iglesia con la realidad humana. De tal modo, la exhortación apostólica de Francisco sobre la dimensión erótica del amor y la importancia del sexo en el matrimonio implica una de las revisiones del pasado y rectificaciones hacia el futuro más relevantes que se hayan planteado en la iglesia.

Al fin de cuentas, admitir que “la corporeidad sexuada no sólo es fuente de fecundidad y procreación, sino que posee la capacidad de expresar amor”, implica una profunda revisión de posiciones eclesiásticas sostenidas durante la mayor parte de su historia.

Como las demás religiones, el catolicismo no consideró al amor como fundamento principal del matrimonio. De hecho, ese fundamento principal era asignado a la procreación y la crianza de la prole. Por eso, sin remordimientos teológicos, impartía hasta hace poco el sacramento del matrimonio a príncipes cuyas uniones eran pactadas políticamente entre distintas casas reales.

Que en los hechos el amor no constituyera para la religión la razón fundamental del matrimonio, parece explicar la eterna negación del divorcio como un derecho necesario y natural de las personas.

Siempre ha resultado obvio, salvo para la iglesia, que un hombre puede dejar de amar a su mujer y viceversa, sin embargo el clero siguió repitiendo que “el hombre no puede separar lo que Dios ha unido”. No le importaba que ya no existiera el amor entre marido y mujer, ni siquiera que uno de ellos, o ambos, se hubiesen enamorado de otras personas. Ergo, la negación del divorcio era consecuencia de la subvaloración del amor en el vínculo matrimonial.

De hecho, el primer matrimonio enamorado de la historia no aparece en un texto sagrado, sino en la Odisea, escrito por Homero diez siglos antes de Cristo. Es el amor entre Ulises y Penélope.

La subvaluación del amor en el matrimonio, que la iglesia practicó a lo largo de casi toda su historia, impartiendo el sacramento a parejas pactadas por reinos, clanes y familias, y rechazando obstinadamente el divorcio, es fácilmente rebatible incluso en términos teológicos. La sacralidad, u origen divino del vínculo entre dos personas, debe radicar en el acontecimiento del amor, y no en el ritual por el cual el sacerdote “consagra el matrimonio”.

Admitir en el amor como fundamento principal del vínculo matrimonial conduce, necesariamente, a la admisión de la dimensión erótica de la sexualidad como una manifestación esencialmente humana. Y también a admitir, además del divorcio, el derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo. En definitiva, es la realidad la que prueba que el amor y el deseo sexual existen también entre dos hombres y entre dos mujeres.

Esa cadena de consecuencias muestra la dimensión del giro que implica la exhortación apostólica de Francisco. Haberse atrevido a dar semejante paso, debiera ponerlo en posición de dar otro paso que debiera considerarse imprescindible: la apertura del debate sobre el celibato. Admitir los rasgos naturales de la sexualidad humana, lleva necesariamente a admitir su ímpetu incontenible. Ergo, todo lo que intente su negación absoluta, es antinatural. El rasgo contra-natura del celibato permite sospechar que este aspecto de la vida sacerdotal, tiene un vínculo directo con el flagelo que lleva años golpeando duramente la imagen de la iglesia católica: la pedofilia.

Sencillamente, la sexualidad es de una naturaleza que la hace incontenible. Como el agua, fluirá eludiendo de un modo u otro las barreras que intenten contenerla. Al agua no la detiene un dique, sino que la acumula hasta que lo sobrepasa. Del mismo modo, de una forma u otra, la naturaleza sexual de la persona se canaliza desbordando sus diques artificiales. No se trata de un problema de los últimos años. Lo que ocurrió en los últimos años es la divulgación del problema, que comenzó con un goteo que pronto se transformó en catarata.

Recién con Ratzinger, convertido en Benedicto XVI, el Vaticano comenzó a admitir la magnitud del flagelo. Francisco ha dado pasos importantes para remover los mantos de impunidad que siempre lo  resguardaron. Pero el paso que falta es admitir que no se trata de una cuestión incidental ni accidental, sino estructural en la iglesia.

Una institución que contiene instituciones educativas, o sea con acceso a niños; que presenta al sacerdote como un intermediario entre el creador y su criatura (por ende, como alguien dotado de una inmensa autoridad sobre los feligreses), y que además está obligado a una vida sexual antinatural, es una estructura en la que pueden muy fácilmente fermentar depravaciones como el abuso de menores.

Si el pontífice argentino se atreve a dar el paso de admitir el carácter estructural del flagelo, así como que su verdadera dimensión es mucho más grande y antigua que la reconocida hasta el momento, quedará a milímetros de abrir un debate histórico en el seno de la iglesia: las oscuras contraindicaciones del celibato.

Si el Concilio de Letrán del siglo 12 no lo hubiera impuesto como obligación sacerdotal, las estadísticas de abusadores con sotana no serían tan escalofriantes ni se hubiera instalado la posición “sexofóbica” que Lorenzo Medici padeció en forma de atroz maldición, cuando en su lecho de muerte pidió la extremaunción.

por Claudio Fantini

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