La Argentina siempre ha sido pródiga en novedades políticas y económicas que en otras latitudes motivan asombro pero aquí son consideradas perfectamente normales. Entre los cultores tempranos de lo incomprensible se encuentran próceres como el Restaurador de las Leyes Juan Manuel de Rosas y el krausista de oratoria rebuscada Hipólito Yrigoyen, pero sus aportes al género no pueden compararse con los que serían suministrados más tarde por una larga serie de peronistas. Los representantes más notables actuales de lo que podría calificarse de la gran tradición heterodoxa nacional son Cristina y la alegre tropa de militantes, personajes como Amado Boudou, Guillermo Moreno y Axel Kicillof, además de algunos familiares, que se han internado con ella en el fantasmagórico mundo del relato kirchnerista.
Las proezas de los kirchneristas, estos transgresores natos que se han rebelado contra el Universo, han merecido el interés de los aficionados a la subcultura gótica que viven en el exterior y, como es natural, sienten viva curiosidad por una alternativa ideológica (o religiosa) que se basa en la adoración del “Nestornauta” o “héroe colectivo”. Pero no solo es cuestión de las extravagancias conceptuales de los pensadores oficialistas. Son pocas las semanas que transcurren sin que se produzca por lo menos un episodio grotesco que en lugares más aburridos sería más que suficiente como para provocar la caída del Gobierno responsable pero que, felizmente para la señora y sus pibes hiperactivos, aquí sirven para tapar el escándalo anterior.
Así, pues, el affaire de los “sueños compartidos” protagonizado por las Madres de Plaza de Mayo metamorfoseadas en constructoras de viviendas, y los infaltables hermanos Schoklender, ya está desvaneciéndose en el olvido. El Gobierno espera que pronto caigan en el mismo pozo otros asuntos como los supuestos por el proselitismo de La Cámpora en las cárceles, colegios secundarios y jardines de infantes, el empleo de la AFIP para hostigar a aquellos temerarios que se animan a hablar mal del “modelo” o, lo que es pero aún, del Indec, y, claro está, la expropiación exprés –¿autoexpropiación?– de la empresa conocida como la “ex Ciccone”.
A pesar de ser la única empresa presuntamente nacional que está en condiciones de imprimir cantidades adecuadas de billetes en la Argentina, y que por lo tanto tiene que estar en manos de patriotas resueltos a recuperar la soberanía monetaria, parecería que la “ex Ciccone” es una empresa mostrenca, sin dueños legítimos, que durante algunos años vagó sin rumbo por las pampas hasta que Alejandro Vandenbroele y Boudou, que no se conocían, decidieron ayudarla a reinsertarse en la sociedad. Los legisladores oficialistas, hombres y mujeres de principios éticos muy rigurosos, creyeron a pie juntillas esta versión, razón por la que votaron sin chistar por la expropiación inmediata de la imprenta, pero sus homólogos opositores, tan malignos ellos, no vacilaron en acusar al Gobierno de querer apoderarse de evidencia de un curro en gran escala en que estaría involucrado el sonriente vicepresidente de la Nación.
Para complicar todavía más una situación ya laberíntica, no tardó en difundirse la información de que hace un par de años el gobierno ultra K de Formosa, encabezado por el oficialista serial Gildo Insfrán, entregó más de siete millones de pesos a Vandenbroele a cambio de consejos sobre cómo “reestructurar” la abultada deuda provincial. Si es verdad que Vandenbroele es un experto en dicha materia, le aguarda un futuro envidiablemente próspero; casi todas las jurisdicciones del país, desde los municipios más chiquititos hasta las provincias más grandes, precisarán contar con sus servicios.
Pero, huelga decirlo, el caso Ciccone solo agregó otra mancha al tigre multicolor de la corrupción. Pronto habrá más, tal vez muchas más, pero sorprendería que a esta altura Cristina y sus acompañantes se sintieran preocupados por el impacto en la opinión pública de las denuncias por venir. Durante cuatro años, se acostumbraron a que los “medios monopólicos” mantuvieran entretenida a la gente con historias inverosímiles, pero así y todo verdaderas, que, para extrañeza de quienes no entienden muy bien el alma nacional, no impidieron que la Presidenta sacara aquel antológico 54 por ciento de los votos en las elecciones de octubre pasado, de suerte que no se les ocurrirá cambiar.
La estrategia oficial es la de la huida alocada hacia delante, redoblando siempre las apuestas, yendo por todo, confiando en que la gente no dejará de festejar sus transgresiones. Al fin y al cabo, se dicen, mientras nos voten los vaya a saber cuantos millones de pobres del conurbano y otras partes del país, los que Cristina califica de “morochos”, y aliados circunstanciales como el piquetero Luis D’Elia de “negros”, podemos mofarnos de las protestas de moralistas de ideas apolilladas que advierten que, tal y como están las cosas, el país corre peligro de hundirse en una crisis fenomenal.
Es posible que, antes de iniciar su propia gestión, Cristina haya soñado con ser una Presidenta auténticamente progresista que se encargara de restaurar instituciones destartaladas, renovar el sector público, castigar a los corruptos como haría la brasileña Dilma Rousseff y manejar la economía con una mezcla juiciosa de sensatez y sensibilidad social, pero en cuanto puso manos a la obra, llegó aquella maldita valija venezolana atiborrada de dólares. A partir de aquel momento, nada sería igual. Empujada por las circunstancias, la señora se ha dedicado a borrar la frontera entre lo que es permisible y lo prohibido, empresa en que su éxito ha sido llamativo, ya que la ciudadanía, aún traumatizada por el desplome catastrófico del uno a uno, se ha habituado a abusos que en otras épocas hubiera repudiado con indignación justiciera.
Con todo, hay motivos para suponer que ha alcanzado su límite la tolerancia extrema por las arbitrariedades oficiales de la mayoría. Mal que nos pese, no ha perdido vigencia la actitud resumida por la consigna “roban pero hacen”. Al frenarse la expansión económica, proliferar los cepos de una u otra clase, cobrar más fuerza la inflación, regresar el espectro de la desocupación masiva e intensificarse el temor a ser asaltado en cualquier momento por delincuentes sanguinarios parecidos a los reclusos de Vatayón Militante, son cada vez más los dispuestos a ver el vínculo entre la conducta a menudo estrafalaria de distintos miembros del Gobierno y lo que está sucediendo en su propio vecindario. Hace apenas un año, las vicisitudes rocambolescas de Boudou, Vandenbroele y compañía no hubieran incidido en la popularidad de la Presidenta; en la actualidad, todo incidente de este tipo no puede sino perjudicarla.
Según las encuestas de opinión más recientes, el índice de aprobación de Cristina está en caída libre. A menos que se levante, muy pronto llegará el punto de inflexión después del cual no habrá recuperación posible aun cuando la oposición permanezca fragmentada y brinde una impresión, con toda seguridad equivocada, de inoperancia total. De ser así, las perspectivas ante el Gobierno y el país se volverán muy pero muy sombrías. Todas sus medidas, incluyendo las acertadas, motivarán escepticismo, errores que antes hubieran pasado desapercibidos provocarán reacciones airadas, y hasta las declaraciones más insulsas darán lugar a carcajadas irrespetuosas. Cuando de la política se trata, la Argentina no es un país de medias tintas. Es ciclotímica: oscila entre el triunfalismo multitudinario y la desesperanza, entre la euforia y la angustia suicida.
¿Sabría Cristina soportar por mucho tiempo una etapa adversa? Es probable que no, que luego de años en que todo pareció salirle bien y que, con la complicidad de una proporción sustancial de la clase política nacional y una franja de la intelectualidad, pudo gobernar privilegiando sus antojos por encima del sentido común, sacando del virtual anonimato a personajes como Boudou y dejando hacer lo que se les ocurriera con la economía nacional a Moreno y Kiciloff, no le sería del todo fácil adaptarse a una situación en que su propio poder no fuera absoluto.
Una vez más, la salud de Cristina es motivo de especulación. Según el ex gobernador santafesino y jefe socialista Hermes Binner, Cristina le parece “cansada” y “agobiada”. Otros detectan cambios inquietantes en su forma de hablar, que se ha hecho más populachera, más plebeya, más barrial, aunque no saben si se lo ha propuesto por entender que su capital político menguado la obliga a acercarse a los sectores más “humildes”, o si se debe al abatimiento anímico al que aludía Binner. Sea como fuere, por ser el orden político nacional tan exageradamente personalista, el que Cristina, como los demás mortales, en ocasiones pueda sentirse abrumada por el peso de las responsabilidades que ha asumido, es una realidad que es forzoso tomar en cuenta, sobre todo si, como todo hace pensar, al país le espera una época acaso prolongada de vacas flacas en el terreno económico y, en el político, social y judicial, de conflictos aun más duros que el que fue desatado por la campaña furiosa del Gobierno contra “la oligarquía golpista” del campo.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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