Cada época tiene sus demonios. Ancestralmente se exorcizaban en las carnestolendas donde la gente sacaba el monstruo disfrazado a la calle. Por estos días en que los carnavales son una tristeza de murgas de lentejuelas zurcidas y tambores sordos, nuestros monstruos sociales salen en televisión. El grotesto que horroriza y a la vez hipnotiza, lo dionisíaco que de tan tabú no podríamos nombrar a menos de proyectarlo en otro, se encarna en el mediático.
Los mediáticos son personajes bendecidos con la visibilidad, atributo de poder de los sistemas que reemplazaron la meritocracia por la mediática. Tan importante se ha vuelto ser visto que los políticamente correctos inventaron una palabra para denunciar la “invisibilización”, causa de todos los males contemporáneos. Si la visibilidad es la cura y la celebridad, el grado máximo, el mediático sería el intoxicado de sobredosis mediática de mala calidad. La calle reconoce en ellos sus demonios y pecados y los usa para hablar de eso que no se habla. Las elites miran con horror cómo el pueblo goza y descarta sus esperpentos sin culpa y cargo e invocan presurosos a las ligas de moralidad contemporánea, que los embolsan con la etiqueta de la televisión basura para erradicarlos de sus ambientes esterilizados.
Exonerados de los programas que solían concurrir, los mediáticos resisten como esa recidiva que reaparece en el lugar menos pensado. Como necesitan cámara para mantenerse vivos, en tiempos de tevé descremada ellos mismos se graban en el celular, sea en una noche de lujuria, una presencia en un boliche suburbano o en un vuelo de la aerolínea nacional y popular. El video es la prueba de vida que se pasa en el noticiero. Aunque se llaman mediáticos no son gente de los medios, que apenas usan transitoriamente para ejercer su derecho a ser vistos los que no tienen la potestad de solicitar la cadena nacional.
Cada mediático en su época. Cada época esconde un demonio del tamaño del Dios que veneramos. Como ese álter ego que intentamos encerrar en la oscuridad de la alcoba o en el confesionario del cura o el psiquiatra, el mediático condensa esa sombra que, aunque negada, sale a rugir nuestra miseria. El ungido como rey de la comparsa es el que mejor delata el espíritu de los tiempos. En los noventa brilló Jacobo Winograd, canchero de la noche porteña, “dandy” de nuestra decadencia que gritaba impúdico en cámara la palabra proxeneta para recordarnos que en el corazón más paquete de Buenos Aires había un cabaré. Eran tiempos en que los argentinos consagramos dos veces como presidente al señor Menem.
La breve transición de corrección progresista consagraba las modelos bien casadas que Dotto reclutaba en Punta del Este, casamenteras que después se llamaron botineras cuando el fútbol se convirtió en algo tan importante que se volvió asunto de Estado. La poscrisis del cambio de siglo facilitó los programas donde Anabela Ascar entrevistaba a los que no daban talla para “Intrusos en el espectáculo”. Fueron esos estrafalarios los que corrieron los límites de lo que entendíamos por género, mucho antes de que institucionalizáramos la diversidad sexual. Ahí conocimos a Flor de la Vega antes de que acortara su apellido y se convirtiera en una señora de Palermo y a Zulma Lobato, que tuvo menos suerte. La nueva paternidad llegó al horario central de la mano del heredero inútil cuya fortuna le permitió ser padre-madre de gemelos mucho antes de que la inseminación artificial fuera gratuita en la provincia de Buenos Aires. El millonario Fort que escandalizaba con su exceso de tatuajes y cirugías encontró su fin en su propia desmesura. Un poco antes el señor Kirchner dejaba su sello intenso aunque fugaz en los destinos argentinos.
Como no podía ser de otra manera en tiempos en que la viuda de Kirchner festejó su década ganada, las mujeres acapararon el podio mediático. Nazarena Vélez y Luciana Salazar llevaron las extensiones corporales de muchas argentinas a límites impensados. Pero nadie tan lejos como Vicky Xipolitakis, hipérbole de la mujer pública. Parlanchina hasta el aturdimiento, pícara sin gracia, polemista innecesaria, adicta al quirófano al grado de extirpar los rasgos de belleza que se le reconocían. En la época en que gritamos #niunamenos en repudio a la agresión a las mujeres, nuestro álter ego denuncia “bowlling” porque su inglés no le permite pronunciar “bullying” y proclama, a coro con las chicas de la marcha y patrocinada por su exitoso abogado, que su apariencia no justifica ningún abuso. Contenta como está con su país, supo honrar a la patria envolviéndose en una bandera y sabiendo que es de bien conjugar presidenta, agradeció su bautismo aéreo pronunciándose “pilota”.
La psicología llama “falso self” a la máscara que encubre el esfuerzo del que quiere ser socialmente aceptado. El mediático es el sobreadaptado que delata en su deformidad la hipocresía de un momento que proclama unos valores pero consagra otros. Lo que recién podemos ver en nuestros líderes mucho después que perdieron el poder, había aparecido bastante antes en la escoria del mediático. Nadie es mejor que la época que le toca vivir. Solo que muy pocos están listos para aceptar y aprender de sus esperpentos.
*Analista de medios.
por Adriana Amado*
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