Se cansó de decir que no era la típica botinera. Que su proyecto no consistía en vivir a expensas de un jugador de fútbol, tener un hijo y asegurarse para siempre un futuro acomodado. Ella bailaba, actuaba y cantaba. Vivía de su trabajo. Lo más lejos que uno pudiera imaginar de la modelito sensual o la vedette en ascenso cuyo único talento consiste en quebrar la cintura para verse más pulposa en las producciones fotográficas.
Pero Jimena Baron desconoce por completo, entre otras cosas, el valor de la coherencia. La misma mujer que desestimó las quejas de las ex esposas de su pareja -el jugador de fútbol Daniel Osvaldo- porque éste había abandonado a sus hijos y no cumplía con la cuota alimentaria; salió indignada a los medios, hace dos meses, a acusarlo por violencia de género y desamparo económico.
La misma chica ilusionada que dejó todo por su hombre y se dedicó durante dos años a seguirlo a Italia, esperarlo, cocinarle y mimarlo; hoy se ve obligada a recuperar como sea lo que se sacó de encima “por amor”: su carrera, su dinero, su autoestima.
Para ello, aunque resulte increíble, vuelve a la pista del “Bailando” y se desnuda en la tapa de revista Gente. Una confusión de estrategias que dejaría impactada aún a la más flexible de las feministas. Porque, según las teorías del feminismo, el mismo sistema que maltrata y somete a las mujeres, es el que las cosifica y hace de sus cuerpos una mercancía separada de los sentimientos y la razón.
En rigor de verdad, Jimena ha incurrido en errores similares a los que cometimos muchas otras mujeres. Todas estamos inmersas en este sistema de valores contradictorios.
Por eso, en tiempos de “#niunamenos”, conviene grabarnos a fuego algunas cuestiones.
En principio, que no hay príncipes azules ni banquete de perdices al final del camino. Que para no ser víctimas, a veces, es mejor renunciar a ser princesas. Y que cuando la historia es muy rosa, tiene gato encerrado y el gato araña y muerde.
En fin, que la vida sin estas ilusiones es un poco más gris, pero mucho más tranquila y segura.
por Adriana Lorusso
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