Una jauría de perros destrozó a Jang Song-Thaek, ante la mirada de su obeso sobrino. La versión que en aquel enero del 2014 recorrió hasta la última aldea norcoreana, sin desmentida oficial, afirma que Kim Jong-Un hizo que trescientos invitados presenciaran el macabro espectáculo.
Posiblemente, al jerarca que hasta horas antes era el número dos del régimen, le descerrajaron una ráfaga de Kalashnikov ni bien lo sacaron arrastrando del hemiciclo, donde la nomenclatura escuchaba a Kim describir a su tío como “escoria” a la que había que limpiar. Incluso en ese caso, lo que vale es la versión que el líder norcoreano hizo difundir a la nación, para dominar mediante el terror.
El “urbi et orbi” de Kim Jong-Un es el terror. A la propia urbe, la aterroriza con monstruosas ejecuciones, mientras que al orbe lo hace temblar con detonaciones nucleares.
La bomba H es el equivalente exterior de lo que los colmillos de los perros significan hacia el interior del país y del régimen. Quizá lo que hizo detonar en las montañas de Punggye-ri fue un artefacto de fisión. Pero el mensaje que quiere dar al mundo es que posee la poderosa bomba termonuclear, inmensamente más devastadora que las que cayeron sobre Japón.
La inspiración está en Iván Vasilievich III, alias “el terrible”, quien a poco de sentarse en el trono del Gran Ducado de Moscovia, invitó a los boyardos (nobleza) a una cena en el palacio y, en mitad de la velada, hizo que sus guardias arrastraran a uno de los invitados hasta un patio donde fue destrozado por perros hambrientos.
El tío de Kim Jong-Un fue regente del desopilante “trono” de la dinastía, porque él era muy joven cuando murió su padre, mientras que su hermano mayor había quedado marginado por intentar huir del Estado comunista que había creado su abuelo.
Posiblemente, el primogénito no habría sido tan brutal como su cruel hermano menor. Lo sugiere el hecho de que intentara fugar del país que heredaría al morir su padre. Cuando lo encontraron en el aeropuerto japonés de Narita, con pasaporte falso y diciendo que su intención era conocer el Disneylandia de Tokio, la nomenclatura encargó al poderoso Jang que preparara al menor de sus sobrinos para asumir el liderazgo. Lo hizo, sin imaginar que el agradecimiento del muchacho regordete sería la deshonra y la muerte por ser “escoria y anti-patria”.
No fue la única víctima de las sanguinarias purgas de Jong-Un.
Tanto el “adorado líder” Kim Il-Sung como su hijo y heredero, el “querido líder” Kim Jong-Il, hacían difundir imágenes de soldados y oficiales llorando a gritos de emoción, cuando se les aparecían en sus cuarteles o puestos de vigilancia sobre el Paralelo 38.
Esos llantos desencajados evidenciaban el carácter delirante del régimen y su capacidad de sometimiento y denigración de las personas. Pero lo que no hicieron nunca los dos primeros líderes, fue ejecutar bestialmente a un subalterno, aduciendo que se había dormido en un acto encabezado por ellos.
Eso hizo Kim Jong-Un con el general Hyon Yong Chol, jefe del quinto ejército más poderoso del planeta que cometió el trágico error de cabecear somnoliento, mientras el supremo jefe pronunciaba su discurso. ¿Cómo se ejecutó al general adormecido? Disparándole con un cañón antiaéreo, cuyo proyectil lo desintegró ante la mirada del supremo líder y de los jerarcas partidarios y militares a los que obligó a presenciar la ejecución en el área militar de Kanggon, a 22 kilómetros de Pyongyang.
Su abuelo y su padre también eran impiadosos a la hora de ejecutar colaboradores para inspirar terror y disuadir así posibles conspiraciones. Pero el primero tenía una estampa más solemne y su sucesor una imagen más afable; mientras que al continuador de la dinastía le gusta ostentar su carácter de dueño absoluto de la vida de todos los súbditos que deambulan aterrados a la sombra de su oscuro poder.
A Kim Jong-Un le place lanzar atronadoras carcajadas en medio de cualquier situación. Mueve amenazante sus manos regordetas y su esférico corpachón, como un energúmeno dispuesto a gesticular que a su lado y bajo su autoridad, sólo se sobrevive adulándolo, idolatrándolo y obedeciéndole como a un dios caprichoso y letal.
Matar brutalmente a su tío y mentor, y posteriormente a uno de los generales más poderosos y capacitados del país, fue su modo de aplicar la máxima de Maquiavelo en El Príncipe: para acumular y retener poder, es mejor hacerse temer que hacerse querer.
Las postales desopilantes de soldados y civiles que lloran a los gritos por la felicidad que, supuestamente, les provoca estar en presencia de esa deidad del Olimpo norcoreano, muestran la más cruda imagen del terror que inspira.
A la amenaza que implican las ojivas atómicas de los arsenales norcoreanos, la refuerza el hecho de que se trata del totalitarismo absoluto. O sea, el sistema que logra un control tan total de la población, que el individuo se disuelve en una masa de autómatas a la que el liderazgo puede conducir, incluso, a un holocausto nuclear.
Por eso Kim Jong-Il, al colapsar la economía colectivista de planificación centralizada que había erigido su padre, puso en práctica el método del chantaje armamentista, usando ensayos nucleares y lanzamientos de misiles. De ese modo, generaba picos de tensión que obligaban a vecinos y súper-potencias a sentarse en mesas de negociación donde obtenía ayuda económica, energética o alimentaria.
El modelo económico que tuvieron Stalin y Mao, desmantelado en todos los rincones del planeta donde gobiernan partidos comunistas que se abrieron a la inversión privada, sólo sobrevive en el norte de la península coreana.
Produce hambrunas bíblicas y reemplaza el capital privado con las donaciones forzadas mediante el chantaje armamentista. Pero Kim Jong-Un ha pasado límites que provocaron la furia de su único protector: China.
A Beijing le convenía la existencia de un Estado tapón que impidiera que junto a su frontera oriental hubiera una Corea aliada de Washington y con bases norteamericanas en su interior. Por eso toleró el recurrente chantaje belicista, hasta que su poderosa economía alcanzó escalas que le modificaron la estrategia geopolítica.
Hoy, para China, Pyongyang está en manos de un desequilibrado que podría causar un cataclismo atómico en su área de influencia. Eso explicaría su enérgica reacción, cuando el régimen norcoreano dijo haber detonado una bomba de hidrógeno.
Beijing apañó a la lunática monarquía marxista, pero ya no la considera útil para presionar a surcoreanos, japoneses y norteamericanos. Ahora advierte que al frente de ese régimen demencial está el más temerario miembro de una dinastía delirante. El muchachote de la carcajada atronadora, que afirma haber lanzado a su tío a los colmillos de perros hambrientos, como hacía Iván el Terrible para aterrorizar a sus súbditos.
por Claudio Fantini
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