“Esto es una isla. Acá levantamos los puentes y quedamos aislados del país”. Esa es la frase que mejor resultados le viene dando a un agente inmobiliario de Puerto Madero para seducir clientes de alto poder adquisitivo. Sabe que el temor a que una de las recurrentes crisis económicas argentinas torne a la ciudad salvaje en algo aún más incontrolable es un buen acelerador de ventas. Y su argumento no es una metáfora. Es estrictamente literal. La zona residencial de Puerto Madero está sitiada entre el río y los diques. Los cinco puentes que vinculan al barrio con el resto de la ciudad son la única manera de acceder a él. Lo que los brokers no habían descubierto hasta ahora es que esa fortaleza inexpugnable puede derivar su virtud en pesadilla: alcanza con que un grupo de militantes bloquee los puentes para convertir sus manzanas en un ghetto de lujo.
Paradójicamente, la condición insular de Puerto Madero irradia una sensación de control, de que lo que ocurre entre los diques y el río está dentro de los límites de una gran propiedad privada. Una ilusión que le ha dado cabida a situaciones insólitas, como la de la vecina que presentó un plan para enrejar las plazas y los parques del barrio con la idea de que sean de uso exclusivo de los residentes. Con tarjetas magnéticas –se entusiasmaba- podrían preservar el verde del aluvión de paseantes que copan la zona los fines de semana, atraídos por la naturaleza costera y el aroma a choripanes. Hubo que explicarle que, aunque lo parezca, Puerto Madero no es un barrio privado en el que se puede restringir el acceso o cambiar las normas a gusto de los consorcistas. Eso, al menos, si las iniciativas no parten de algún morador con voto calificado. Lo primero que hizo Diego Santilli al mudarse al barrio fue concretar un anhelo de los locales: prohibió el paso de camiones que hasta entonces circulaban por Avenida de los Italianos y ahora siguen desviados, aunque él ya se haya ido del vecindario.
Además de las inmobiliarias, los políticos también aprendieron a manipular ese afán de aislamiento por el que se elige a Puerto Madero. Justo cuando el entonces intendente Macri estaba intentando que la legislatura porteña aprobara un estacionamiento de camiones de basura en un playón de la Reserva Ecológica, a Horacio Rodríguez Larreta le tocó presidir una de esas reuniones vecinales que inventó el PRO. Sabía que lo iban a estar esperando con las lanzas en alto, así que los dejó descargar su oda al medioambiente y, recién cuando se cansaron de hablar, sacó a relucir el cuco más efectivo: “En realidad, pensamos que emplazar ahí los camiones podría servir además para detener el avance de los asentamientos en la zona”, dijo, confiado en que la política de contener a la marginalidad con barricadas no sería censurada por su auditorio. Y no se equivocó. Se hizo un gran silencio.
A los pocos días, los legisladores porteños le bajaron el pulgar a la iniciativa y más de uno de aquellos asambleístas se quedó pensando que era una buena causa perdida. Ahora solo pueden seguir resistiendo el ingreso al barrio de líneas de colectivo que facilitaría la llegada de toda esa gente rara que los toma. La hipótesis de conflicto siempre fue cómo impedir que los forasteros entren. No pensaron que el problema pudiera ser el inverso: que no los dejen salir a ellos.
Editora ejecutiva de NOTICIAS.
@alejandradaiha
*Autora de "Puerto Madero, el barrio del poder", Ed. Sudamericana.
por Alejandra Daiha*
Comentarios