El peronismo acaba de celebrar su cumpleaños número 71 pero sigue comportándose como un niño que aún no ha decidido lo que le gustaría hacer en la vida. Ayer fue kirchnerista, mañana podría ser neomenemista. Con tenacidad, se aferra a su condición de movimiento; si fuera un partido, los afiliados tendrían que cerrar filas detrás de un programa determinado, lo que les sería molesto. Por lo demás, ningún compañero ignora que el éxito político del peronismo se debe en buena medida al carácter proteico que le permite adaptarse a nuevas circunstancias con agilidad llamativa.
Aunque desde el día de su nacimiento el peronismo ha desempeñado un papel dominante en el país, nadie sabe muy bien lo que representa. Todos los intentos de ubicarlo en el tablero político han fracasado. A sabiendas de que los debates en torno a la esencia ideológica del movimiento en que militan no aclaran nada, muchos peronistas dicen que lo suyo es un “sentimiento”, una “emoción”, el “sentido común de los argentinos”, o sea, algo que flota por encima de mundo político en que viven otros. A su modo, se asemeja al inasible gato de Cheshire que encontró “Alicia en el País de las maravillas” que desapareció dejando sólo una sonrisa, una que, para frustración de radicales, socialistas y conservadores, ha conservado su capacidad para seducir a millones de votantes.
Antes de acercarse Mauricio Macri a las puertas de la Casa Rosada, algunos asesores le aconsejaban proclamarse la alternativa al peronismo, lo que brindó a kirchneristas, massistas, sindicalistas y otros oportunidades para acusarlo de ser jefe de una banda de ultraderechistas vengativos. A juzgar por lo que ha sucedido desde entonces, se equivocaban. Por motivos tácticos, por creer que sería mejor adoptar una actitud compasiva con la esperanza de que el peronismo se extinga por causas naturales o, tal vez, por haberse formado ellos mismos en la cultura política sui géneris que es una de las características más llamativas del país, Macri y sus partidarios se han negado a discriminar en contra de los gobernadores e intendentes del movimiento aunque, dicen, no soñarían con apoyar a los acusados de corrupción en sus batallas judiciales.
Así y todo, los estrategas de Cambiemos entenderán que, cuando los hartos de la sempiterna crisis argentina hablan de “normalidad”, lo que muchos tengan en mente es un país en que el peronismo sea un fenómeno extraño que sólo interese a los historiadores. Incluso aquellos que comprenden que Juan Domingo Perón y sus herederos no fueron los únicos responsables de la decadencia nacional saben que sería poco razonable minimizar el impacto que ha tenido la prolongada hegemonía política de un credo que se ha nutrido de la fe de los irremediablemente pobres en las promesas vacías de caudillos y caciques inescrupulosos y de la autocompasión colectiva de los que, como Cristina, insisten en que la Argentina ha sido víctima de una siniestra conspiración planetaria para privarla del destino de grandeza que le corresponde.
En opinión de los habitualmente calificados de gorilas por los compañeros más vehementes, el peronismo es consecuencia de un virus que, en los años cuarenta del siglo pasado, una dictadura militar filo-fascista se las arregló para inyectar en una sociedad relativamente sana con el propósito de paralizarla. Exageran; costaría creer que los militares de aquellos días fueran lo bastante astutos como para construir una obra política tan genial como el peronismo que, a diferencia de tantos otros movimientos populistas latinoamericanos, lograría aprovechar los muchos desastres que protagonizaría en las décadas siguientes.
Mal que les pese a los convencidos de que para salir del pantano en que ha quedado atrapado, el país tendrá que liberarse del populismo, la variante local ha echado raíces tan profundas que no le será nada fácil dejarlo atrás. Por cierto, sería prematuro agregar otro obituario a los miles que a partir de 1955 se han escrito. El peronismo se ha levantado tantas veces de la tumba en que sus adversarios lo depositaron para regresar al poder; no sorprendería en absoluto que lo hiciera nuevamente si el gobierno de Macri comenzara a flaquear.
A los peronistas más cerebrales les encanta aludir a sus “doctrinas” que, según ellos, han permitido que el movimiento se recuperara luego de sufrir reveses que hundirían a cualquier partido común, pero sólo se trata de aforismos que en un momento merecieron la aprobación del general. La fortaleza del peronismo no se debe a los ideales reivindicados por los dirigentes sino a la extrema plasticidad que le ha permitido colonizar la mayor parte del territorio político, desde los confines de la ultraizquierda hasta los reductos más derechistas. El peronismo se dirige al electorado como haría el Groucho Marx de “Estos son mis principios. Si a usted no le gustan, tengo otros”. Si lo que los tiempos reclaman es neoliberalismo, se afirman discípulos de Álvaro Alsogaray; cuando el chavismo se puso de moda, hasta los “moderados” rindieron homenaje al comandante venezolano.
En el fondo, el peronismo es mucho más pragmático que el macrismo, pero mientras que los simpatizantes del gobierno actual juran estar resueltos a privilegiar los resultados concretos económicos y sociales sin preocuparse demasiado por los detalles ideológicos, los peronistas del montón propenden a subordinar todo a su notoria “vocación de poder”. Lo que más quieren hoy en día es volver a manejar aquella fuente inagotable de ingresos que es el Estado. Tantos compañeros están alejándose furtivamente de Cristina y la gente de La Cámpora no por entender que su “modelo” fue un bodrio intrínsecamente disfuncional que, de no haber sido por la derrota de Daniel Scioli en las elecciones del año pasado, ya nos hubiera deparado otra catástrofe socioeconómica, sino por temor a que el electorado los vincule con la corrupción rampante.
Entre los convencidos de que ha llegado la hora para que el peronismo procure adaptarse a los tiempos que corren están el gobernador salteño Juan Manuel Urtubey y el diputado Sergio Massa. Mientras que aquel ha mantenido los pies firmemente en el plato, este optó por sacarlos para liderar una agrupación transversal, el Frente Renovador, de su propia factura, pero aun así la mayoría sigue tratándolo como un peronista disidente ambicioso que apuesta al fracaso de sus rivales. Aunque la estrategia elegida por Massa es riesgosa, ya que conducido por alguien como Urtubey el peronismo unificado tendría un vehículo electoral más potente que el Frente Renovador, le ha servido para erigirse en uno de los interlocutores principales de Mauricio Macri, para no decir líder aparente de una oposición que permanecerá fragmentada hasta que el PJ logre salir del estado de deliberación en que se metió cuando, para consternación de quienes creían que la Argentina era congénitamente peronista, los votantes lo echaron del poder.
Aunque algunos macristas están procurando brindar la impresión de querer que Cristina quede en carrera a fin de demorar la eventual reunificación del movimiento detrás de un líder menos tóxico como Urtubey o Massa, la capacidad de los operadores gubernamentales para influir en la caótica interna peronista será más limitada de lo que muchos supondrán. En última instancia, el desenlace de las luchas, cuyas alternativas tienen más que ver con personalidades que con diferencias doctrinarias, dependerá del estado de ánimo del electorado. De creer los dirigentes peronistas más lúcidos que por fin la mayoría se ha cansado de los viejos relatos voluntaristas y por lo tanto quiere que la oposición intente modernizarse asemejándose más a PRO, los decididos a reconciliarse con el mundo que efectivamente existe terminarán marginando a los tradicionalistas que, si les parece conveniente, estarían más que dispuestos a seguir chantajeando a la ciudadanía susurrándole que sólo el JP está en condiciones de asegurar la gobernabilidad.
Se trata del arma nuclear del peronismo, una que nunca ha vacilado en emplear para desalojar a los radicales y sus aliados de “la casa de Perón”. De no haber sido por la conciencia difundida de que, si bien los peronistas no saben gobernar, son plenamente capaces de impedir que otros lo hagan, la Argentina se hubiera ahorrado un sinnúmero de problemas. Con todo, aunque los kirchneristas quieren que los compañeros sindicales y “luchadores sociales” usen su arma más temible cuanto antes para poner fin al reinado de terror macrista, hasta ahora los referentes más poderosos no han prestado atención a sus súplicas, acaso por entender que el grueso de la ciudadanía tomaría una rebelión violenta, disfrazada de “estallido social provocado por el neoliberalismo”, por un intento desesperado de salvar a los corruptos de la cárcel. Para desconcierto de Cristina y sus incondicionales, parecería que Hugo Moyano, Luis Barrionuevo y compañía, además de los líderes de algunas agrupaciones “sociales”, están más interesados en el destino del país que en las prioridades de los acusados de saquearlo en escala industrial. Asimismo, saben que los macristas, que comparten muchos genes con los peronistas, están tan dispuestos como el que más a repartir beneficios entre los necesitados.
por James Neilson
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