Wednesday 17 de April, 2024

SOCIEDAD | 06-11-2016 00:00

Agricultura intoxicada: nuevas formas de enfermar y de morir por herbicidas

Casi todos los cultivos de nuestro país se producen en base a venenos. Alerta desoída.

“Lo más barato es la gente”, dijo el hombre, un antiguo vecino de Colonia Caroya, en Córdoba. Habíamos estado conversando del campo donde él se había criado, y que –me dijo– ya no reconocía. Me contó cómo sus plantas se deformaban desde que el vecino “furmigaba” con un agroquímico llamado 2,4 D. Me habló también de su cáncer, esa enfermedad compartida con otros vecinos. Recién en junio de 2015 la OMS clasificaría al herbicida como “posible carcinógeno en humanos”.

Esa fue la primera vez que alguien me habló del tema de las fumigaciones en primera persona. Pero, como sabría después, lo que aquel hombre contaba se replicaba en muchos pueblos agrícolas del país, y ya había llamado la atención de investigadores argentinos y del exterior. El escenario (casas pegadas a los campos, las máquinas fumigadoras – los llamados “mosquitos”– circulando por las calles del pueblo, el motor de las avionetas interrumpiendo las siestas y las clases) se repetía en Buenos Aires, en Córdoba, en Chaco. De a poco, los vecinos de cada uno de esos sitios comenzaron a denunciar patologías que antes no eran frecuentes y que ya se habían vuelto parte de lo cotidiano: cáncer, lupus, hipotiroidismo, abortos espontáneos, problemas de fertilidad. Y de muertes – a menudo demasiado tempranas– para las que nadie parecía tener explicación.

Fue entonces cuando algunos médicos de los pueblos se unieron a las voces de los vecinos en la denuncia de lo que sucedía campo adentro al compás del vendaval químico. Eso que desde 1996 y de la mano de los cultivos transgénicos resistentes a uno, dos y hasta tres herbicidas, terminó no sólo incrementando su cifra de ventas en casi 1.000% en dos décadas sino traducido en lo que el doctor Damián Verzeñassi, de la Universidad Nacional de Rosario, denomina “nuevas formas de enfermar y de morir”. Pero también nuevas formas de organización ciudadana para no terminar pagando con la propia salud la prosperidad de un país entero y de un negocio (el de los agroquímicos) que en Argentina, en 2014 facturó 2.951 millones de dólares y lanza al mercado casi 10 nuevos productos por mes. Pesticidas que terminarán no sólo contaminando aire, agua y tierra sino también bañando cada verdura y fruta que comamos, además del algodón con el que luego se elaborarán gasas, tampones y hasta toallitas higiénicas, y en los que ya se ha detectado glifosato o su metabolito, AMPA. Porque este, claro, no es un tema “del interior”. O sí: del interior de nuestras ensaladeras y botiquines. No sólo un asunto de “pueblos fumigados”.

San Salvador, Entre Ríos. “El tema acá fueron las marchas. Cuando yo comencé a ver la cantidad de cánceres que había y a tomar nota de más y más casos, hablé con algunos vecinos que también estaban preocupados y lo primero que se nos ocurrió fue hacer una marcha del silencio para llamar la atención de las autoridades”, dice Andrea.

La primera caminata fue el 21 de enero de 2014, de noche y en medio del calor. Las marchas –desde la ruta, pasando por enfrente de la iglesia y de la sinagoga– fueron un verdadero shock para la sociedad local: nunca en 125 años, dicen los vecinos más viejos, había sucedido nada parecido”.

Buenos Aires. “¿A quién le facturamos los muertos?”.

Silencio en la sala. En una de las aulas del cuarto piso del hospital Garrahan, donde se dictan cursos para médicos y enfermeros, la pregunta es una barra de metal contra una campana. Hay más de setenta personas, pero nadie contesta. Ni los médicos –cuatro ambos blancos, dos estetoscopios– ni el personal de enfermería. El doctor Raúl Lucero –bioquímico, titular del Laboratorio de Biología Molecular de la Universidad Nacional del Nordeste e investigador del impacto de los agroquímicos sobre la salud humana– vuelve a tocar la campana.

“¿Quién se va a hacer cargo? ¿A quién le facturamos los muertos? ¿A quién le facturamos los chicos con discapacidad?”.

Monte Maíz, Córdoba. “Últimamente no sé qué le pasa a la gente acá. Nos estamos quedando sin hospital, hay enfermos, hay otro chico con esto en los dos testículos y otro con un tumor en la cabeza. Y nada. Son chicos de quince, trece años. El médico le dijo a mi mamá “Esta semana, tuve que decirles lo mismo a tres chicos mas” ¿Y las nenitas con cáncer? Lo que yo me pregunto es por qué la gente no se levanta, no hace algo. Porque ellos ya la vivieron, ya son grandes. Pero nos están matando a nosotros. A los chicos”.

Capital Federal. “¿Hay algo peor que ser el rey de la soja? Sí: ser el rey de los agroquímicos”.

El hombre, sentado al frente, festeja su chiste con una suave carcajada que le achina los ojos. Todos aquí –en este auditorio impecable de universidad privada ubicado al costado de la avenida 9 de Julio– se ríen. Así, con una gracia, comenzó Gustavo Grobocopatel –“el rey de la soja”, como lo bautizaron alguna vez y lo siguen llamando los medios de comunicación– su respuesta a mi pregunta: por qué compró Agrofina, la empresa de producción de pesticidas y fertilizantes de la que es dueño desde 2014, y que en el momento de su compra fue promocionada por el entonces gobierno de Cristina Fernández de Kirchner como un paso más en la gesta libertaria, nacional y popular: Agrofina, volvía a ser, dijo, una industria argentina. Y eso había que celebrarlo.

Avia Terai, Chaco. “No sólo estamos rodeados de cultivos sino que la gente que vive en el pueblo trabaja en esos cultivos. Entonces por ahí viene que sea todo tan difícil, porque esto para la gente es una fuente de trabajo. Les cuesta entender el daño que causa. Sobre todo a la gente mayor de edad que te dice que su abuelo y su padre trabajaron de esto. “¿Y por qué me va a hacer mal a mí si a ellos nunca les hizo nada?”, dice. “El tema es que hoy tenemos estos casos tan visibles e impactantes como el de Aixa y como el de Cami. Lo que tiene Aixa, la nena con las manchas en la piel, no se sabe qué es. Cami es una nena de cinco años que tiene dismorfia facial y síndrome de Lowe”. Un caso como el suyo, dice la literatura científica, es más que raro: apenas uno en un millón. Según Katherina, los vecinos entienden que lo que pasa aquí no es normal. Chicos que dejan de caminar de golpe, chicos con parálisis cerebral, chicos con enfermedades tan inexplicables como las de Aixa o tan infrecuentes como la de Camila hacen que la gente esté alarmada. Pero, todo un detalle, “la gente más vieja está convencida de que fumigar no hace nada. Algunos pequeños productores modificaron sus conductas en relación con los agroquímicos, pero los grandes no. Los grandes siguen igual”.

*PERIODISTA. Autora de "La Argentina fumigada".

por Fernanda Sandez

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