Friday 22 de November, 2024

OPINIóN | 22-01-2017 00:00

El más malo del mundo

El análisis de James Neilson sobre Donald Trump, a quien acusan de conspirar junto con el terrible Vladimir Putin.

De tomarse en serio los lamentos desgarradores de los horrorizados por la irrupción de Donald Trump, el mundo civilizado se ve amenazado por un auténtico genio del mal. No se trata del flamante presidente de la superpotencia, el que según sus muchos enemigos es sólo un imbécil bocón que no entiende nada de lo que está sucediendo en el resto del planeta, sino de Vladimir Putin.

Parecería que a juicio de quienes se afirman indignados por los presuntos intentos rusos de intervenir en el proceso electoral de Estados Unidos, Putin es un operador extraordinariamente hábil que, a pesar de contar con recursos materiales llamativamente exiguos, ya que la economía de su país es apenas la mitad de aquella del estado de California, ha logrado erigirse en el hombre más influyente del elenco internacional. Según quienes dicen pensar así, es un titiritero capaz de ubicar a sus marionetas, entre ellas el mismísimo Trump, en los puestos de mando de los países democráticos, agregar pedazos de Ucrania a sus dominios sin que nadie pueda impedirlo y reemplazar al presidente de Estados Unidos en el papel de gendarme en el Oriente Medio. Algunos dicen temer que hasta ahora sólo hemos visto la primera fase de un plan magistral para reconstruir la Unión Soviética o, mejor dicho, el imperio de los zares.

Pues bien, puede que Putin sí sea un personaje tan maligno y ambicioso como aseguran los jefes de los servicios secretos norteamericanos, pero aun así las hazañas antidemocráticas que le atribuyen se habrán debido menos a su propia astucia o su falta de escrúpulos que a las deficiencias de sus contrincantes. Después de todo, es francamente ridículo que Estados Unidos, el país de Apple y Google que nos dio la revolución informática, se haya permitido derrotar en el ciberespacio por hackers supuestamente manejados por Putin. En cuanto a la participación del mandamás ruso en las confusas guerras civiles que están librándose en Siria, fue posibilitada por la decisión de Barack Obama de permitir que una región crónicamente convulsionada se cocinara en su propia salsa; de tal modo, Estados Unidos brindó a Putin una oportunidad para aumentar su influencia, una que no vaciló en aprovechar.

En una ocasión, el ex canciller alemán Helmut Schmidt calificó a la Unión Soviética de “Alto Volta con misiles”, o sea, era una potencia paupérrima armada hasta los dientes. Lo mismo podría decirse de la Rusia actual que, de acuerdo común, es un enano económico pero una potencia militar de dimensiones medianas que, a diferencia de Estados Unidos y sus aliados europeos, está dispuesta a arriesgarse en zonas peligrosísimas. Para perplejidad de los occidentales, los gobernantes rusos aún no se han dado cuenta de que ha llegado la hora de jubilar a los soldados para limitarse a disparar drones teleguiados contra blancos terroristas. A su entender, los hombres del Kremlin se comportan como si aún estuvieran en el siglo XIX y, lo que es peor todavía, desde su propio punto de vista se han visto beneficiados al instalarse la idea de que Rusia siga siendo una gran potencia que es plenamente equiparable con Estados Unidos. Sólo será cuestión de una imagen desvinculada de la realidad, pero a menudo las percepciones importan mucho más que los datos concretos.

En las semanas previas a la inauguración de Trump, los comprometidos con el viejo régimen, el de Obama, Hillary Clinton y una multitud de “liberales” o progresistas, se concentraron en atribuir a Putin la imprevista derrota electoral que acababan de sufrir. No se les ocurrió que, al actuar así, ayudaban al ruso cuya influencia en el escenario mundial depende en buena medida de la noción de que oponérsele sería sumamente riesgoso y que por lo tanto sería mejor ceder frente a sus reclamos. En efecto, brindaron a Trump –cuyo poder real es decididamente mayor que el de Putin y que, por amor propio, no se conformará con un papel secundario–, motivos de sobra para tratarlo como un aliado en potencia. Podría hacerlo en base a la convicción compartida de que los enemigos estratégicos principales tanto de Rusia como de Estados Unidos son la China expansionista y el islam militante.

Ya antes de trasladar su sede de operaciones de la Torre Trump en Nueva York a la Casa Blanca en Washington, el entonces presidente electo enfureció a muchos líderes europeos, en especial la alemana Angela Merkel, acusándolos de aportar muy poco a la defensa común. A juzgar por los números disponibles, tenía razón; desde hace más de medio siglo la mayoría de los países europeos son reacios a gastar dinero para mantener fuerzas militares creíbles por suponer que podrían confiar en la voluntad de los despreciados belicistas norteamericanos de protegerlos contra un eventual agresor externo.

A su manera un tanto délfica, Merkel coincidió con Trump al afirmar que cree “que los europeos tienen el destino en sus manos”; fue una forma indirecta de reconocer que en adelante los pueblos del continente tendrían que aprender a valerse por sí mismos. Mal que les pese, están acercándose a su fin las largas vacaciones, que se iniciaron en 1945, en las que no han tenido que preocuparse por molestas cuestiones estratégicas porque los norteamericanos, tan violentos ellos, se habían encargado de tales asuntos.

De más está decir que, al manifestarse resuelto a trastocar un sinfín de alianzas diplomáticas, económicas y militares, Trump ha sembrado desconcierto en todos los rincones del mundillo político occidental. Europeos habituados a ver en la OTAN una alianza imperialista que debería desmantelarse cuanto antes ahora gritan que no es “obsoleta”, como dice Trump, sino un sistema defensivo que hay que mantener tal y como es. Contestatarios izquierdistas que durante décadas hablaron pestes de la CIA se pusieron a elogiarla por su compromiso con la verdad verdadera luego de que su director, John Brennan, estalló de furia cuando Trump la comparó con las instituciones correspondientes de la Alemania nazi. Según Brennan, el nuevo presidente de Estados Unidos no entiende muy bien a los rusos; estará en lo cierto, pero en dicho ámbito, como en tantos otros, el desempeño de la CIA no ha sido brillante. No previó ni la implosión de la Unión Soviética ni la transformación de la Rusia poscomunista en una cleptocracia.

Es tan grande la confusión que ha desencadenado Trump que las opiniones de muchas personas respetadas se basan casi por completo en la hostilidad que sienten hacia su figura. Dan por descontado que si Trump se asevera a favor de algo, como el Brexit, una reforma radical de la OTAN, un esfuerzo por mejorar la relación de Estados Unidos con Rusia o medidas encaminadas a impedir que terroristas islámicos disfrazados de refugiados ingresen en países occidentales, lo que se propone es forzosamente repudiable. Así pues, planteos que, antes de la campaña electoral estadounidense, no hubieron motivado controversias malhumoradas sino interés genuino, se ven tratados como barbaridades propias de un megalómano ultraderechista.

Aunque muchas de las “soluciones” insinuadas por Trump para los problemas económicos, sociales y estratégicos que afligen a Estados Unidos y otros países sean penosamente rudimentarias, ello no quiere decir que sería mejor dejar las cosas como están. Fue de prever que tarde o temprano tendría consecuencias políticas la negativa de “las elites” a prestar la debida atención a las penurias de comunidades marginadas por la evolución económica porque, como decían algunos demócratas, era cuestión de trabajadores blancos que pronto serían una minoría más. También lo fue que un día provocaría una reacción muy fuerte el desprecio indisimulado de muchos liberales por quienes no comparten sus puntos de vista. Asimismo, calificar, como hizo Trump, de “un error catastrófico” la política de puertas abiertas que fue pasajeramente reivindicada por Angela Merkel para que un millón de migrantes mayoritariamente musulmanes entraran en Alemania en un solo año dista de ser tan indignante como parecen creer los autoproclamados voceros de “la comunidad internacional”.

Sea como fuere, el que un personaje de cualidades tan cuestionables como las de Trump se haya convertido en lo que el grueso de sus compatriotas llama “el hombre más poderoso de la Tierra”, puede atribuirse a la miopía de quienes se resistían a creer en la posibilidad de que algo tan inconcebible podría suceder. Sin embargo, en vez de intentar analizar su propio rol en el drama que se ha desatado, los más influyentes prefieren cubrir de insultos al intruso, declarar ilegítima su presidencia y convencernos de que ellos mismos no tienen nada en común con sus simpatizantes.

De tal modo, están ampliando todavía más la brecha ya enorme que los separa de quienes apoyaron a Trump por suponerlo un ariete capaz de abrir un hueco en los muros de un orden socioeconómico y cultural que les parecía cada vez más ajeno. Para los disconformes, el que el magnate ya sea presidente de Estados Unidos es de por sí motivo de satisfacción. Siempre y cuando su gestión no les perjudique, se movilizarían para defenderlo contra aquellos que insisten en que no tiene derecho a estar donde está y que, en algunos casos, hablan como golpistas que quisieran expulsarlo de la Casa Blanca por los medios que fueran.

por James Neilson

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