Todos los seres humanos, incluyendo a los ficticios, conviven con una multitud de otros yos creados por sus congéneres. Entre los más preocupados por las vicisitudes de tales fantasmas que se mueven en cabezas ajenas están los políticos que, como los actores y los vendedores de productos comerciales, saben que su propio destino y, tal vez, aquel de pueblos enteros, dependerá en buena medida de la imagen que consigan generar, de ahí la proliferación de asesores profesionales que los ayudan a mejorar la suya.
Los asesores no son los únicos que contribuyen a la construcción de la imagen de un personaje poderoso. Cuando de un presidente o de un caudillo en potencia se trata, de un modo u otro colaboran los demás políticos y los periodistas, pero a menudo los resultados de sus esfuerzos distan de ser los deseados. En ciertas circunstancias, un político denunciado con vehemencia por su conducta autoritaria o su picardía puede terminar beneficiado por las críticas furibundas de sus adversarios, mientras que uno elogiado por su voluntad de respetar a rajatabla hasta las reglas no escritas de la democracia republicana se verá perjudicado por su presunta adhesión a un código de ética que a juicio de la mayoría es inapropiado para el mundo que efectivamente existe.
Ya lo entenderán Mauricio Macri y los estrategas de Cambiemos. Sin que se lo hayan propuesto, en las semanas últimas la imagen presidencial experimentó una metamorfosis que, desde su punto de vista, ha sido muy positiva. Antes de las PASO, era la de un mandatario un tanto desubicado que, para regocijo de quienes no lo querían, era proclive a cometer muchos errores “no forzados” para que su gestión corriera peligro, pero no bien se difundieron los resultados preliminares de la gran encuesta, su imagen comenzó a mutarse en una mucho menos precaria. Por lo demás, cuando Macri aprovechó una oportunidad que surgió para que el Consejo de la Magistratura, pasajeramente librado de un kirchnerista molesto, enviara al notorio camarista federal Eduardo Freiler a juicio político, para entonces castigar a la CGT, apartando a un par de funcionarios vinculados con el sindicalismo para privar a los muchachos del manejo de los alrededor de 30 mil millones de pesos de las obras sociales, la estatura virtual del presidente creció varias pulgadas.
Es como si se hubiera formado en el mundillo político un nuevo consenso y que a ojos de quienes lo dominan Macri ya no es una mera figura de transición sino un presidente de verdad. Así las cosas, a todos les convendría acostumbrarse a operar en el sistema bajo construcción que, una vez completado, girará en torno de su persona. De consolidarse tal impresión, la Argentina estaría por iniciar un período acaso prolongado de estabilidad relativa, una fortalecida por la sensación de que en la actualidad no hay alternativas viables al gobierno de Cambiemos y que por tal motivo sería inútil tomar demasiado en serio las quejas opositoras.
Todos los esquemas políticos duraderos se basan en la ilusión de que forman parte del orden natural. A pesar de la irrupción del inclasificable Donald Trump, a los norteamericanos les cuesta imaginar uno que no sea bipartidista en que demócratas y republicanos se alternan en el poder. Puede que Estados Unidos esté en vías de argentinizarse, ya que aquí los esquemas creados por la imaginación colectiva, sobre todos aquellos que tuvieron como protagonistas a Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón, se caracterizaban por el voluntarismo exagerado que es tan típico de Trump. Con todo, parecería que la gente de Cambiemos está resuelta a romper con las tradiciones políticas nacionales al hacer del pragmatismo su principio rector.
Los macristas se interesan más por los resultados concretos de sus esfuerzos que por las cuestiones ideológicas que siguen obsesionando a sus adversarios más tenaces. Puesto que para Cristina y sus amigos la ideología es lo que más cuenta porque no les sería del todo fácil reivindicar lo que hicieron mientras estaban en el poder, los macristas se han habituado a reaccionar frente a los ataques virulentos de quienes los acusan de ser neoliberales hablando del boom de las obras públicas que están impulsando.
Esperan seducir a los matanceros y sus vecinos en otras partes del conurbano profundo ofreciéndoles cloacas, caminos asfaltados, alumbrado público y líneas de metrobús; apuestan a que, andando el tiempo, tales beneficios les resultarán mucho más convincentes que la retórica rencorosa de los populistas que, a lo sumo, les brinda a los abandonados a su suerte pretextos para protestar.
Si, como se prevé, en las elecciones legislativas que se celebrarán el 22 de octubre Cambiemos obtiene más votos que los cosechados en el ensayo general de las PASO, se instalará con firmeza en el centro del escenario político nacional aun cuando diste de conseguir una mayoría absoluta. En tal caso, se reeditaría lo que sucedió cuando el radicalismo primero y, décadas más tarde, el peronismo, empezaron a expandirse. A buen seguro, la coalición gobernante funcionaría como un imán que atraería a muchas agrupaciones pequeñas, además de peronistas hartos de las maniobras inconducentes no sólo de Cristina sino también de aspirantes a reemplazarla como Sergio Massa y Florencio Randazzo. Aunque siempre es prematuro declarar muerto el peronismo, cuya longevidad puede atribuirse menos a sus propios méritos que a lo difícil que suele ser reparar los daños que causa cuando está en el poder, sus conflictos internos se han hecho tan confusos últimamente que sería necesario que el país sufriera un desastre descomunal para que los compañeros recuperaran el lugar hegemónico que se habían acostumbrado a ocupar.
Sea como fuere, el futuro del peronismo importará menos que aquel del fenómeno del cual el movimiento ha sido la manifestación más llamativa no sólo aquí sino en todo el mundo occidental. Puede que, merced a la corrupción frenética de Cristina y sus acompañantes, la triste realidad económica que entregaron a los macristas y los estragos causada por los narcotraficantes que en el transcurso de la década ganada se atrincheraron en el conurbano, el país haya comenzado a alejarse del populismo miope que tantos perjuicios le ocasionó entre la primera mitad del siglo pasado y los lustros iniciales del actual. En cambio, lo que no dejará de ser es caudillista o, si se refiere, presidencialista. Por razones comprensibles, la mayoría teme más a los gobiernos débiles y vacilantes que a los fuertes. Que este sea el caso que no es preocupante; también son caudillistas a su manera casi todos los demás países. Las únicas excepciones son ciertas monarquías constitucionales que, para indignación de quienes desprecian instituciones nada igualitarias propias de épocas menos ilustradas que las nuestras, han encontrado la forma de mantener separados lo mítico o emotivo de la política y lo concreto al sentirse obligados quienes monopolizan el poder auténtico a rendir homenaje, aunque sólo fuera formalmente, a figuras que se limitan a desempeñar roles meramente protocolares.
Para Macri, el que su imagen haya mejorado de golpe significa que, siempre y cuando no se trate de una aberración momentánea, en adelante debería estar en condiciones de llevar a cabo ciertas reformas económicas poco populares que en su opinión, y la de muchos otros, servirían para que el país se hiciera lo bastante competitivo como para prosperar en el mundo feliz –se parecerá más al imaginado por Aldous Huxley que al marxista o al liberal– que se le viene encima. La tarea que dice querer emprender no será fácil. Un gobierno reformista tendría que enfrentar no sólo a políticos de ideas conservadoras y lenguaje presuntamente progre que se aferran al orden corporativista reforzado por Perón y sus herederos, además de sindicalistas aguerridos que privilegian sus propios intereses y con menos entusiasmo, aquellos de los afiliados, sino también la resistencia feroz del grueso del empresariado.
Si bien muchos hombres de negocios locales, lo mismo que sus equivalentes en otras latitudes, hablan como si estuvieran sinceramente convencidos de que el capitalismo liberal es mejor que cualquier alternativa concebible, por lo común son, por decirlo de algún modo, expertos en mercados regulados reacios a arriesgarse sin una gran red de seguridad proporcionada por el Estado. Toda vez que un gobierno se anima a abrir un poquito la economía o se niega a debilitar el peso, lo acusan de “industricidio”.
No les gusta para nada que Macri crea entender muy bien la mentalidad empresarial y que, a diferencia de la mayoría de los políticos, no se permitirá intimidar por las opiniones supuestamente autorizadas de voceros de entidades supuestamente representativas como la UIA. Así y todo, mal que les pese a aquellos empresarios que quisieran mantener cerrado el mercado local, no es necesario ser un gurú económico para darse cuenta de que el llamado aparato productivo nacional está penosamente atrasado. A menos que se haga mucho más eficaz, no habrá ninguna posibilidad de que en las décadas próximas el país atenúe sus muchos problemas sociales, de los que, como todos saben, el más urgente es el planteado por la pobreza extrema en que vive como puede la tercera parte de la población nacional.
por James Neilson
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