A los dirigentes políticos y pensadores mediáticos europeos actuales les cuesta tomar en serio el islam. Fingen respetar a los musulmanes pero no los creen capaces de ser protagonistas del drama mundial; suponen que les corresponde ser actores de reparto mientras que ellos mismos cumplen los papeles principales. Haciendo caso omiso de más de mil años de historia, los más progresistas atribuyen los atentados ya cotidianos cometidos por guerreros santos al grito de “Allahu Akbar” – nuestro dios es el más poderoso– a la beligerancia reciente de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña. En su opinión, los musulmanes son víctimas inocentes de la perversidad imperialista y la suya es “una religión de paz” apropiada para quienes no tienen poder.
Fue por tal motivo que muchos se afirmaron sorprendidos por lo que sucedió la semana pasada en Cataluña, cuando el conductor de una furgoneta alquilada mató a quince personas en Las Ramblas barcelonesas y sus cómplices trataron de hacer lo mismo en la localidad de Cambrils. ¿Qué –se preguntaron– han hecho últimamente los españoles para merecer ataques equiparables a los perpetrados en ciudades colonialistas como Londres, Manchester, Bruselas, París y Niza, además de Tel Aviv y Jerusalén?
Puesto que para la buena gente la historia comenzó hace muy poco, le parece absurdo dejarse preocupar por el que aún haya musulmanes que, además de lamentar la pérdida de Al-Andalus más de medio milenio atrás, fantasean con reconquistarlo masacrando infieles y destruyendo símbolos del cristianismo como la Sagrada Familia ¿Es tan absurdo? Tratar de desquitarse por derrotas sufridas por sus correligionarios hace muchos siglos dista de serlo para islamistas cuya memoria histórica suele ser un tanto más amplia que la de quienes llevan la voz cantante en los círculos académicos y políticos occidentales.
La resistencia de dichas elites a reconocer que los yihadistas son enemigos peligrosísimos puede entenderse. Forman parte del establishment gobernante que abrió las puertas para que entraran millones de musulmanes que, aseguraban, no tardarían en abandonar sus belicosas creencias ancestrales para metamorfosearse en europeos “normales”.
Para desconcierto de los biempensantes, la asimilación prevista fue sólo parcial. Aunque la primera generación de inmigrantes musulmanes se esforzó por integrarse, entre sus hijos y nietos muchos encontrarían más atractivas las certezas truculentas del islam tradicional que las dudas propias de sociedades de consumo, de costumbres hedonistas, que, a su juicio, no les ofrecen nada trascendente.
En Europa y, en menor medida, Estados Unidos, quienes temen más a “la islamofobia” que al islam están a la defensiva. Políticos que estimularon la inmigración en gran escala por suponer que les permitiría restaurar el equilibrio demográfico perdido ya saben que cometieron un error que podría tener consecuencias catastróficas, pero son reacios a admitirlo. Ante cada nuevo atentado brutal de los yihadistas procuran tranquilizar al público explicándole que los terroristas no son musulmanes auténticos, pero a esta altura pocos creen que los presuntos “moderados” los ayuden a luchar contra el yihadismo. Con todo, si bien está consolidándose el consenso de que, como en una oportunidad dijo Angela Merkel, el multiculturalismo ha fracasado por completo, y, para más señas, parece evidente que, por ser el islam un culto que entraña un proyecto político totalitario, es tan incompatible con la democracia pluralista como el nazismo y el comunismo, pocos están dispuestos a pensar en cómo solucionar los problemas resultantes.
Al resistirse a actuar con más vigor contra yihadistas y predicadores del odio ya conocidos por las autoridades, muchos gobiernos europeos están facilitando el surgimiento de movimientos radicales que los comprometidos con el statu quo califican de populistas, cuando no de ultraderechistas. Tales agrupaciones piden que sus países respectivos emulen a los del Grupo Visegrad –Polonia, la República Checa, Eslovaquia y Hungría– que, para indignación de los líderes de los demás integrantes de la Unión Europea, se niegan a permitir el ingreso de contingentes de refugiados procedentes del convulsionado mundo musulmán. Dicen no querer terminar como Francia, Gran Bretaña, Suecia, Alemania e Italia que, hasta hace apenas un lustro, les habían servido de modelos.
Lo que estamos viendo es una guerra asimétrica entre el islamismo y los resueltos a oponérsele, una en la que a primera vista los nativistas europeos, por llamarlos así, cuentan con ventajas abrumadoras. Sus países son ricos y están tecnológicamente avanzados, mientras que con escasas excepciones los islámicos son estados fallidos sumidos en la miseria material y desgarrados por conflictos salvajes.
Sin embargo, los islamistas cuentan con una ventaja que amenaza con ser decisiva: la caída vertiginosa de la tasa de natalidad en buena parte de Europa. Dijo una vez el dictador libio Muammar al-Gaddafi: “Hay signos de que Alá garantizará la victoria islámica sin espadas, sin pistolas, sin conquista. No necesitamos terroristas, ni suicidas. Los más de 50 millones de musulmanes que hay en Europa lo convertirán en un continente musulmán en pocas décadas”. Nada de lo ocurrido en los años últimos ha servido para desvirtuar el vaticinio del extinto autor del farragoso “Libro verde”. Tal y como están las cosas, aun cuando todos los terroristas sean abatidos en los meses próximos, los islamistas conseguirán su objetivo bien antes de que los estudiantes europeos actuales hayan empezado a jubilarse.
Mientras tanto, los líderes de los países que aguardan con nerviosismo una nueva ofensiva yihadista desatada por los centenares, tal vez miles, de combatientes que están regresando de los campos de batalla en Siria e Irak, están devanándose los sesos en un esfuerzo por entender las razones por las que tantos jóvenes musulmanes, como la banda de Ripoll en Cataluña, que se criaron en Europa optan por “radicalizarse”.
No se trata de un misterio insondable. El género humano raramente se ha destacado por sus sentimientos pacíficos. Antes bien, a través de los siglos millones de personas cultas e inteligentes se han inmolado, con orgullo exultante, por causas que para generaciones posteriores, serían incomprensibles. Para mantener reprimidos los instintos agresivos, los eurócratas y sus simpatizantes se las arreglaron para desprestigiar el nacionalismo, el fascismo y, de manera menos tajante, el comunismo, pero quienes se atreven a manifestar su desaprobación del islamismo militante en términos igualmente vehementes corren el riesgo de verse denunciados como neo-nazis racistas.
Algunos optimistas apuestan a que, para adaptarse al mundo moderno, las corrientes principales del islam experimenten reformas similares a las que, luego de muchas guerras feroces, hicieron del cristianismo un culto relativamente benévolo, pero la posibilidad de que así ocurra en los años venideros es escasa. Lo es porque los fieles tienen forzosamente que coincidir en que el Corán, a diferencia de la Biblia, fue dictado por Alá mismo y por lo tanto no puede ser modificado, lo que es una lástima ya que contiene más de un centenar de versículos sobre la necesidad de matar, mutilar o esclavizar a los no creyentes.
Para más señas, no hay nada parecido a la recomendación bíblica de “dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”: entre otras cosas, el Corán es un proyecto político más riguroso que los improvisados por cualquier marxista dogmático. Asimismo, se equivocan aquellos políticos bien intencionados que nos dicen que los yihadistas han “secuestrado” una religión benigna, distorsionándola hasta tal punto que su versión le es ajena. Aunque bajo presión las máximas autoridades de instituciones como la Universidad Islámica de Al-Azhar en Cairo han condenado algunas matanzas perpetradas por yihadistas, no pueden declararlos apóstatas, o sea, culpables de lo que, para los musulmanes, sigue siendo un crimen capital, porque interpretan literalmente, es decir, fielmente, los mandatos coránicos avalados por un dios poderoso.
Desgraciadamente para los persuadidos de que debería ser relativamente fácil reformar el islam, el culto que fundó Mahoma funciona como un algoritmo genial. Es intrínsecamente expansionista; está programado para incorporar, por las buenas o por las malas, a cada vez más personas, premiando a los convertidos al asegurarles que son los mejores y castigando a quienes se resisten ofreciéndoles, si tienen suerte, una existencia precaria como lo que hoy en día se llamarían ciudadanos de segunda clase.
En el siglo XIX, cuando la supremacía europea parecía incuestionable, se atenuaron tales actitudes, pero al someterse tanto los europeos más influyentes como su progenie transatlántica a un baño de autocrítica, se fortalecerían nuevamente en las crecientes comunidades musulmanas del bien llamado Viejo Continente, de ahí la nada reconfortante situación actual. A menos que los miembros menos belicosos de tales comunidades colaboren plenamente con quienes están procurando combatir el yihadismo, podrían resultar proféticas las alusiones premonitorias a la inminencia de una confusa guerra civil que, luego de haber proliferado en los medios sociales, están comenzando a aparecer en periódicos nada extremistas de Europa.
por James Neilson
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