Es un éxodo de rasgos bíblicos. Como los judíos que salieron de Egipto, miles de venezolanos atraviesan diariamente las fronteras a pie. Las interminables caravanas permiten medir la dimensión de la tragedia. Pero dejar atrás el país secuestrado por una calamitosa dictadura, no pone fin a la pesadilla. Sobre esa marea errante se abaten otras tragedias, que también evocan desventuras del pueblo hebreo.
Los que cruzaron las fronteras con Brasil llevan meses sufriendo ataques que pueden ser llamados pogromos. Con esa palabra se denominó a los multitudinarios y en muchos casos espontáneos ataques de hordas eslavas contra las aldeas judías en Ucrania, Polonia, Bielorrusia, Moldavia y el Este de Rusia, desde fines del siglo XVIII y a lo largo del siglo XIX. A renglón seguido, comenzaron los pogromos en las ciudades centroeuropeas, entre los cuales sobresalió cruelmente la “kristallnacht” (noche de los cristales rotos), que fue la alarma alemana del genocidio que preparaba el III Reich.
A pesar de semejantes antecedentes históricos, la prensa y las sociedades de Latinoamérica no reaccionan con el estupor que debieran generar los pogromos que están sufriendo los venezolanos en el estado brasileño de Roraima. Habitantes de los pueblos cercanos a la frontera se abalanzan con palos, piedras y antorchas contra los albergues atestados de inmigrantes. En la ciudad de Pacaraima incendiaron instalaciones y golpearon a los refugiados, dejando muchos cientos de heridos y más de mil personas perdidas en las selvas donde se internaron para escapar de sus atacantes.
No sólo el miedo que se apodera de los pobres en el noroeste brasileño convirtiéndolos en linchadores de otros pobres, es responsable de los pogromos padecidos por esa ola de inmigrantes que llega desde Venezuela. También es responsable el gobierno que encabeza Michel Temer. La vasta geografía del país más grande de toda América Latina podría absorber fácilmente la inmigración venezolana. Al comenzar el desborde en la frontera, Temer prometió organizar una distribución eficaz de esa gente entre los estados más ricos de ese gigantesco territorio. Pero evidenciando una incompetencia pasmosa, el turbio personaje que se apoderó de la presidencia no organizó absolutamente nada. Por el contrario, lo que hizo fue militarizar las fronteras para blindarlas, impidiendo que sigan entrando a Brasil multitudes que huyen desesperadas del hambre, el crimen y el autoritarismo.
La mayor parte de esa ola inmigratoria pudo ser absorbida por el rico Estado de Sao Paulo. Pero la ineptitud de Temer la dejó acumularse en un Estado pobre, como Roraima, al que ni siquiera le envió los fondos necesarios para sostener la ayuda humanitaria y crear los albergues que hacen falta para acoger a una inmigración que ya supera el diez por ciento de su propia población.
Ante la ineptitud del gobierno federal de Brasil, se multiplican los pogromos y también los discursos xenófobos. Suely Campos, gobernadora de Roraima y líder del Partido Progresista (PP) es un ejemplo de la “lepenización” de la política brasileña. Así como el ultraderechista francés Jean Marie Le Pen (y más tarde su hija Marine) comenzó a amasar una inmensa masa de seguidores arengando a los franceses de las clases más vulnerables contra los inmigrantes que llevan décadas llegando desde Africa y el Oriente Medio, cientos de políticos brasileños están adoptando el discurso de hostilidad contra los inmigrantes venezolanos, para cosechar los votos que los depositen en escaños, alcaldías o gobernaciones.
Incluso para buscar la presidencia está resultando útil el discurso de odio al inmigrante, culpándolo por problemas locales como la pobreza y la falta de empleo. Jair Bolsonaro, el impresentable ultraderechista que está segundo en las encuestas sobre las elecciones presidenciales de octubre, llegó al absurdo de prometer que si triunfa en el comicio sacará a Brasil de las Naciones Unidas para que se libere de cumplir sus acuerdos de asistencia humanitaria.
El crecimiento del discurso xenófobo debe ser tomado en serio. En Europa está poniendo en jaque a gobernantes exitosos, como Angela Merkel. Ella y los socialdemócratas están obligados a gobernar en coalición ante el crecimiento de la ultraderecha con reflejos nazis. En Francia, Macron tuvo dejar el Partido Socialista y disfrazarse de anti-sistema para evitar que el Frente Nacional se adueñara del gobierno. En Italia, Matteo Salvini, un ultraderechista que hizo del miedo y la aversión a los refugiados su principal arma política, es el hombre fuerte del gobierno que está actuando de manera criminal y cruel con miles de familias que intentan desembarcar. Al frente de Austria está Sebastián Kurz, un joven inspirado en el extremismo xenófobo de Jörg Haider. El poder de Viktor Orban en Hungría se refuerza con su política anti-inmigrante. Polonia sigue en manos de las ideas ultranacionalistas de los hermanos Kaczynski y los británicos quedaron atrapados en el laberinto del Brexit por escuchar a los demagogos que prometían, entre otras cosas, cerrar las puertas a la inmigración ni bien abandonaran la Unión Europea.
Las inmigraciones producen xenofobia incluso en sociedades tolerantes y democráticas como la de Costa Rica, donde se está multiplicando el discurso de rechazo a los refugiados nicaragüenses que huyen de la represión de Daniel Ortega.
En el caso de dirigentes y gobernantes xenófobos, la lista de ejemplos es mucho más larga e incluye casos como el de Donald Trump, quien conquistó la Casa Blanca prometiendo amurallar Estados Unidos contra los mexicanos y demás inmigrantes que lleguen desde “los agujeros de mierda” del mundo. Y en Sudamérica no sólo Brasil ve crecer el discurso antiinmigrante mientras el gobierno empieza a cerrar puertas a los venezolanos. Ecuador y Perú también comienzan a ponerles trabas burocráticas, al tiempo que la hostilidad va creciendo en el discurso de muchos dirigentes políticos.
La historia se dio vuelta y algunos países pagan con ingratitud su deuda con la nación venezolana. Al fin de cuentas, en la segunda mitad del siglo XX, la democracia de Venezuela daba asilo de manera solidaria a los miles de los exiliados que producían las dictaduras que rodeaban el país caribeño. Ahora, la dictadura inepta y corrupta que impera en lo que había sido, aunque con defectos, una solidaria democracia insular en un mar de tiranías, genera la diáspora que busca subsistir en los países cuyos sistemas, aunque con defectos, pueden llamarse democracias. Pero los brazos abiertos que la marea de inmigrantes encontraba en los comienzos del éxodo, empiezan a cerrarse. Y mientras los emigrados se van amontonando en tierras de nadie situadas junto a fronteras cada vez más entornadas a su paso, en Caracas, Nicolás Maduro sigue haciendo shows televisivos con aplaudidores que ovacionan sus anuncios desopilantes.
Enajenado de la realidad, el presidente gesticula mientras muestra los nuevos billetes, tan carentes de valor como los que fueron reemplazados; o muestra el símbolo de una criptomoneda que sólo tiene valor en las mentes afiebradas de los jerarcas chavistas; o exhibe pequeños lingotes de oro destinado a “los ahorros” de una sociedad que casi no puede alimentarse ni curarse.
Maduro sigue apareciendo en pantalla, dando explicaciones que resultan delirantes, mientras las rutas de salida de Venezuela parecen los caminos donde hormigueaban los albaneses que cruzaban las fronteras hacia Montenegro, tras ser expulsados de su tierra: Kosovo.
El jefe chavista es el Slobodan Milosevic de las caravanas de caminantes que recorren el camino hacia la posibilidad de supervivencia. La multitud deambula mientras la intolerancia crece en los países a los que ingresan. Allí, la demagogia de los políticos va girando hacia la xenofobia.
Al discurso crecientemente hostil de los demagogos, lo acompaña el silencio de las dirigencias de muchos países que han tenido relaciones íntimas con el chavismo. Gobiernos y partidos en todos los rincones del subcontinente recibieron petróleo venezolano subsidiadísimo, o dinero desviado de las arcas venezolanas para financiar campañas electorales; o turbios y suculentos negocios que pudieron hacer en Caracas. Esas dirigencias callan mientras continúa una de las peores diásporas de la historia sudamericana. Callan mientras Maduro desvaría ante las cámaras y, como el presidente de Nicaragua, usa fuerzas militares, paramilitares y aparatos de inteligencia para que su régimen se mantenga a flote en medio del naufragio nacional.
por Claudio Fantini
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