Angela Merkel empezó a empacar sus cosas para irse de la política. Cuando cumpla su anuncio, dejará atrás un escenario repleto de exaltados y demagogos con ansias de autócratas.
Cuando llegó a la política, el escenario de las potencias de Occidente estaba colmado de gigantes. A diestra y siniestra, así como en una y otra costa del Atlántico, había merecedores del rango de estadista. Todos tenían lado oscuro y talón de Aquiles, pero expresaban liderazgos lúcidos y vigorosos. La derecha dura tenía a Reagan en la Casa Blanca y a Thatcher en el 10 de Downing Street. Ambos impulsaron el neoconservadurismo. España tuvo un gran liberal en Adolfo Suárez y un inteligente socialdemócrata en Felipe González. Francia pasaba de Giscard D’Estaing a Chirac, Mitterrand mediante, mientras la Alemania de Konrad Adenauer, Willy Brandt y Helmut Schmidt, había podido reunificarse bajo la conducción de otro Helmut, el voluminoso Kohl.
Igual que el italiano Giulio Andreotti, todos tenían su lado malo. Pero la impresión reinante es que eran figuras políticas vigorosas. Como también lo fueron Bill Clinton y Barak Obama. Cuando Angela Merkel entró en el escenario político de las potencias de Occidente, Silvio Berlusconi era uno de los primeros brotes de la ola de figuras vulgares y grotescas que poco después florecerían en todas las grandes capitales, cambiando el paisaje político occidental. Hoy, en el despacho del primer ministro italiano está el imperceptible Giusseppe Conte, cuyo jefe es el ministro del Interior Matteo Salvini, un extremista de derecha que provenie de un partido que antes quería romper Italia y ahora quiere romper la Unión Europea.
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El timón español que estuvo en manos de Adolfo Suárez y Felipe González, hoy está en manos de Pedro Sánchez, un dirigente que perdió todas las elecciones y que, tras destronar con un voto de censura a Mariano Rajoy debió haber legitimado su gobierno en comicios adelantados, pero prefirió quedarse como si lo hubieran votado, sin correr riesgos en las urnas y con apoyo del partido anti-sistema Podemos y los separatistas catalanes y vascos. Todos están lejos de la estatura de la mujer que alcanzó el récord de Helmut Kohl en el gobierno de Alemania.
Retirada. Dentro de tres años, cuando finalmente Merkel deje la política, en otra importante capital occidental, Brasilia, ocupara el palacio presidencial la versión latinoamericana de Duterte, el criminal confeso que gobierna Filipinas. Aunque Jair Bolsonaro no mató a nadie con sus propias manos, sus reiteradas apologías de crímenes horrendos como la tortura y las masacres lo convierten en un líder particularmente violento. Merkel llegó al poder en Alemania por la admiración que despertó en Kohl y otros altos dirigentes conservadores ni bien ingresó a la CDU, tras la caída del Muro. Tenía un notable currículum en el terreno de las ciencias. En cambio Bolsonaro se hizo notar en su larga trayectoria de legislador, no por su exigua tarea legislativa. La incontinencia barbárica hoy abre puertas en el escenario al que Merkel accedió por su lucidez dirigencial y por sus trabajos científicos.
Resulta significativo que un mismo puñado de días hayan puesto en la portada de los diarios al hombre que llega al poder en Brasil y a la mujer que empieza a dejar el poder en Alemania. Como en la efigie de un dios Jano, son las dos caras contrapuestas de este tiempo. En rigor, ella es la prueba más contundente de que la centroderecha está en las antípodas de la ultraderecha.
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Merkel creció en la Alemania comunista, se sumó al partido democristiano de Adenauer ni bien cayó el Muro. Cuando la sombra de la corrupción oscureció la imagen de Helmut Kohl, el camino hacia el poder se abrió para la joven Física que había obtenido un doctorado en Química Cuántica con una tesis deslumbrante, y que conservó el apellido de su primer marido, el Físico Ulrich Merkel, aún después de casarse con su segundo marido, el Químico Joachim Sauer.
Desde que se convirtió en canciller, su imagen creció hasta ser un paradigma del gran estadista. Sin embargo, en buena parte de sus gestiones debió gobernar en Gran Coalición, como los alemanes llaman a los cogobiernos entre conservadores y socialistas; excepcionalidad cuyo primer caso fue el gobierno que encabezaron Kurt Kiesinger y Willy Brandt entre 1966 y 1969.
En aquella oportunidad, los dos grandes partidos decidieron afrontar juntos una serie de duras pero necesarias reformas económicas. En cambio ahora, la razón de los últimos cogobiernos centroderecha-centroizquierda es el asenso de fuerzas radicales. Die Linke creció en la izquierda de matriz marxista mientras Alternativa por Alemania (AfD) se erigía como una vigorosa extrema derecha. Merkel pudo haber optado, como los conservadores austriacos de Sebastian Kurz, por una coalición que incluyera a la ultraderecha para no tener que aliarse con la centroizquierda. Eligió lo inverso formando gobierno con los socialdemócratas para no incluir la extrema derecha, porque la centroizquierda defiende la sociedad abierta, diversa y plural del Estado de Derecho, mientras que los ultraconservadores colocan la nación por sobre la república, la mayoría por sobre las minorías y el poder de un líder por sobre las instituciones.
Merkel entiende que los fundamentos de la sociedad que defiende el conservadurismo heredero de Adenauer, tienen por aliados a los socialdemócratas y por enemigos a los extremos de la izquierda y la derecha.
Por todo lo que hizo y dijo, ella es la contracara de Bolsonaro. También la contracara de Donald Trump, de Matteo Salvini, del húngaro Viktor Orban, del ultranacionalismo renacido en Polonia por los hermanos Kaczynski y de todos los demagogos nacionalistas que llegaron al poder con banderas de intolerancia.
Sin Angela Merkel en la política, la Unión Europea pierde una vigorosa defensora y la democracia liberal su más notable estadista.
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