Hace poco se cumplieron 40 años del día más espantoso de su vida de mujer común, maestra de primaria, esposa de industrial pyme, madre cuatro veces y a punto de ser abuela. El viernes 25 de agosto de 1978, mientras gran parte del país aún celebraba un mundial de fútbol, los militares en el poder le entregaron el cuerpo sin vida de su hija mayor, secuestrada y detenida diez meses antes en el centro clandestino La Cacha.
Enriqueta Estela Barnes de Carlotto ya sabía que Laura estaba embarazada y supo después que había parido en cautiverio. Un varón. Hallar a Guido pasó a ser su misión en la Tierra. Se había acercado a las incipientes Abuelas de Plaza de Mayo poco antes, sin saber nada de política. Hizo del dolor una cuña contra el terrorismo de Estado, a la vez que un lazo para unificarse sin dogmas a otras desesperadas soledades en medio de un silencio atroz.
Tenaz, pero sin estridencias. Correcta, pero sin dobleces. Mansa, pero indómita. La ejemplaridad de la Abuelas radica en un atributo natural, casi obvio en quienes lo son: la paciencia. Sólo que, en el caso de Estela de Carlotto y las suyas, el desafío no pasaba por contar un cuento maravilloso hasta cualquier hora junto a una cuna, sino por revelarle una historia terrible a millones de desenterados.
Mientras otros callaban, ellas preguntaban y buscaban. Mientras otros pataleaban, ellas perfeccionaban los mecanismos de búsqueda. Mientras otros especulaban o se hacían los distraídos o simplemente se aburrían, ellas seguían buscando. Tanto y con resultados tan concretos (el hallazgo hasta hoy de 128 nietos apropiados, Guido inclusive) que ni siquiera hace falta estar de acuerdo con su lucha. Es. Ahí está. Palpable. Cuantificable.
Indiscutible, más allá de cualquier chispazo provocado por las tensiones de la coyuntura.
*Director de Contenidos Digitales de Editorial Perfil.
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