El dólar no sube: es la Argentina que se hunde. No se trata necesariamente de una caída inevitable y natural, sino de una tendencia a la inacción que caracteriza a este curioso año electoral.
La regla parece ser que el que se mueve, pierde. Cristina no define su candidatura, Lavagna tampoco, los radicales estiran su cónclave para decidir si rompen con Cambiemos para irse no se sabe aún con quién, y el propio Gobierno sigue esperando hasta la exasperación que llegue de una vez por todas una lluvia de dólares que calme el mercado cambiario. Todos esperan que se equivoque otro. O que un cimbronazo global -como estas tormentas que golpean mercados emergentes- ponga patas para arriba al país y se verifique el refrán: “a río revuelto, ganancia de pescadores”.
Muchos también esperan que en Comodoro Py se resuelva el factor Cristina, con fallos a favor o en contra, según el lado de la grieta desde dónde se mire. Los actores del campo que supuestamente proveerán los tan ansiados dólares de la cosecha tampoco están apurados por liquidar sus divisas potenciales, con la expectativa de la cotización suba aún más en el corto plazo. Los inversores financieros también se muestran cautelosos, mirando de reojo el índice de riesgo país. Y ni hablar los empresarios locales y extranjeros, a la hora de planificar inversiones.
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Ante tamaña parálisis de los que conducen desde adentro y desde afuera el devenir de la economía argentina, es lógico que los pequeños y medianos ahorristas frenen sus decisiones de gastos permanentes y consumo, para refugiarse precavidos -o aterrados- bajo el colchón, aferrados lastimosamente a sus billetes impresos en Estados Unidos.
A falta de otra orden estratégica por parte del generosamente llamado Poder Ejecutivo, las autoridades monetarias nacionales se limitan a atacar la volatilidad cambiaria con la testaruda impotencia de un médico que satura de ibuprofeno a su paciente con fiebre persistente, a riesgo de intoxicarlo. Más allá de los análisis técnicos de los expertos en finanzas, la historia argentina enseña que cuando la clase política se paraliza a la espera de un escenario más propicio para sacarle provecho, ese intento fantasioso e irresponsable de parar el reloj y abolir el calendario produce rápidamente un vacío de conducción. Y como todo vacío local tiende a ser llenado desde afuera, tarde o temprano aparece el jefe simbólico de muchas campañas electorales argentinas: George Washington, cuyo retrato, por esas cosas del destino sudamericano, fue el primero que ilustró un billete argentino, allá por los tiempos de Rivadavia. Para cambiar, solo queda aprender la lección.
*Editor ejecutivo de NOTICIAS y autor de "Historia de la guita" (Ed. Planeta)
por Silvio Santamarina*
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