Un ingeniero sometido al arbitrio de dos abogadas, una bonaerense y la otra parisina. Mauricio Macri jamás se imaginó este martirio para el final de su mandato. O quizá sí, cuando advirtió, con una mezcla de fastidio y fobia, que él no llegaba a la Casa Rosada para ser un presidente de transición. Por ahora, sin embargo, ni siquiera llega a calificar para eso. Un presidente de transición fue, entre golpes y porrazos, Eduardo Duhalde, que piloteó la salida explosiva de la Convertibilidad hasta dejar el país –para bien o para mal- en la orilla de la recuperación institucional y macroeconómica de la que gozaron los Kirchner.
Fernando De la Rúa, en cambio, quiso ser… bueno, no se sabe a ciencia cierta qué quiso ser y hacer, pero ni siquiera pudo calificar para presidente transicional. Obviamente, Macri gobernó más y mejor que De la Rúa, pero no queda aún claro, faltando apenas meses para concluir su mandato, si la Argentina que dejará estará finalmente más reordenada que la del duhaldismo provisional. O mejor dicho, es muy probable que si Macri se ve forzado a dejar la presidencia en 2019, la Argentina no haya encontrado un nuevo cauce de recuperación. Más bien a la inversa: hoy por hoy, es grande el riesgo de que Macri le entregue el poder a Cristina Kirchner, o incluso a alguna variante neopopulista del peronismo empoderado con los votos kirchneristas, lo cual implicaría en términos institucionales y económicos, a una restauración política del viejo régimen. O sea, a una derrota lisa y llana del proyecto cultural macrista, que no solo por picardía del duranbarbismo fue bautizado como Cambiemos.
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De hecho, esa derrota cultural se insinúa por estas horas, en medio de anuncios oficiales que el propio Gobierno sostiene con poca convicción, y que el Presidente implementa con resignación y disimulado rechazo, porque todo huele a heterodoxia K, con K de Kicilloff. Dólar acorralado, precios maniatados, pesos subsidiados para el consumo cortoplacista: un asco, al menos desde la perspectiva del país primermundista y “libre” que el PRO le vendió exitosamente a sus votantes.
Tan resignado está hoy Macri a no ser el que quiso ser en 2015 que, mientras toma medidas en las que nunca creyó contra un nivel de inflación que ni soñó con padecer, entrega su glamorosa gira por Bélgica, Francia y Suiza al fuego sacrificial de la demagógica pantomima del piloto de tormentas, que se muestra de cuerpo presente en el lugar de la tragedia, en lugar de huir a paraísos lejanos. Pero esa no era la mirada PRO: se suponía que Mauricio y Juliana viajaban por el mundo para reconectarnos con el capitalismo de las potencias pujantes, no para pavonearse con sus oropeles y hacer papelones caprichosos como los de aquella señora bipolar. Pero hoy está todo confundido, especialmente en el búnker oficialista.
Paciencia, suspira Macri frente al espejo cada mañana de esta semana de disolución de su identidad. Antes de tomar cualquier decisión, hoy ya no puede darse el lujo –al menos hasta que se compruebe si tiene o no chances de reelegir- de preguntarse si está o no convencido de que es la correcta. Primero tiene que consultar al mensajero Nicolás Dujovne (recordemos que fue Macri quien no quiso nunca un ministro de Economía en serio), para que le diga qué opina Christine Lagarde y sus técnicos del FMI, una tutela incómoda y vergonzante para un líder criado como patrón, no como gerente. Pero incluso la contención del Fondo Monetario está en el marco teórico del macrismo, como prestamista de última instancia en el juego audaz de las finanzas globales.
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Lo que no estaba en el horizonte era tener que seguir el ritmo de la expresidenta, que montada sobre una candidatura fantasma muñequea los humores de Comodoro Py hasta el punto de complicar al propio Gobierno en causas impensadas, distorsiona las expectativas de los inversores locales e internacionales, y hasta le mete presión al tipo de cambio, todo en el más astuto y contraintuitivo silencio. Se suponía que Macri iba a superar la grieta que dividía a los argentinos, y de hecho eso se propuso en los primeros tiempos, pero luego se vio forzado –o acaso tentado por Peña y Durán Barba- a polarizar su discurso contra una Cristina que parecía en retirada, hasta que finalmente la impericia y soberbia PRO dejó al país de nuevo a merced de la solución K, sea o no encarnada por Cristina.
Dicen que la política es el arte de lo posible. Para el macrismo, lo posible fue el gradualismo y la grieta. Hoy está pagando el precio, indexado día tras día. Es que, como arte de lo posible, la política plantea un dilema de hierro: o se transforma la realidad, o la realidad lo transforma a uno. Ese proceso le rebota por estas horas al Presidente, que soñó –e hizo soñar a millones- ser Mauricio, pero no pudo dejar de ser Macri. Ser Mauricio hubiera sido poner en marcha a tiempo –antes de que las papas quemaran- el Plan V(idal) o el plan L(arreta), como muestra de fortaleza institucional del proyecto PRO, que podía crecer más allá de su dueño original.
Ahora ya es tarde para planes alternativos, dicen los expertos, porque bajar la candidatura presidencial de Macri delataría una debilidad que arrastra a cualquier sucesor sorpresa. Todo el margen que queda hoy es victimizarse ante el factor disruptivo que le plantea la sombra de Cristina a la economía, y excusarse ante la gente por el cepo que la otra Cristina, la francesa, le pone a la política económica de una Argentina ansiosa por volver a crecer. Ganar así una reelección suena a milagro: hoy es el día para probar la fe.
*Editor ejecutivo de NOTICIAS.
por Silvio Santamarina*
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