Aunque hoy es el Día del Juicio –jornada simbólica del comienzo de una etapa decisiva en Comodoro Py-, el kirchnerismo viene trabajando desde hace tiempo en convertirlo en el Día del Perdón. No el Yom Kipur del arrepentimiento de corazón que conmemora la tradición judía. Es el perdón proselitista, esa última carta que se juega un político cuando ya no le cree nadie salvo sus incondicionales. Cristina Kirchner comprendió que debía pagar el precio de un mea culpa cuando empezó a cansarse de ver cómo se solidificaba el techo de crecimiento en su imagen positiva, según cualquier encuesta.
Su primera concesión fue llamarse a silencio durante un largo exilio interior, que coincidió con la autodestrucción de la estabillidad PRO que dejó al Presidente al borde de la no reelección. La aceleración del año electoral la obligó a asomar la cabeza, pero siguió manteniendo la distancia prudencial con la opinión pública que todavía se manifiesta alérgica al cristinismo explícito: entonces publicó “Sinceramente”, sus memorias selectivas donde la expresidenta ensaya una muy módica autocrítica en algunos temas puntuales de su gestión y en algunos modales ególatras.
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Como no fue suficiente y ni la Corte quiso o se animó a liberarla de la dañina foto de CFK en el banquillo de los corruptos, se puso en modo turbo y pegó uno de esos volantazos épicos del kirchnerismo en apuros: lo puso a Alberto Fernández a pedir perdón en su nombre. Parece la persona ideal, por su historial de objeciones feroces a Cristina, para encarnar la fase autocrítica de la revolución K. Con cierta reticencia, Alberto admitió que hubo casos de corrupción durante la “década ganada”, siempre cuidando la honra de su jefa. Tanto se empeña en desligarla de nombres como De Vido, Báez, López y otros tantos, que pasó de pedir perdón a exigirlo, explicitando la lista de jueces (una especie de servilleta de la venganza) que tendrían que dar explicaciones en un futuro no muy lejano. Este tenso equilibrio entre posturas contradicitorias que sostiene el relato de campaña K explica la audaz alquimia de la fórmula Fernández-Fernández, una receta que despista a los comensales al estilo de la cocina molecular, que puede servir un chorizo metamorfoseado en delicada mousse. Solo falta medir cuántos clientes nuevos se tragan el ingenioso bocado.
La estrategia del perdón tiene un antecedente no K. El PRO impuso la salida sincerista en sus comienzos, cada vez que daba un paso en falso, con la explicación inocente de que estaban aprendiendo a gobernar. Cuando el macrismo fue acumulando poder y opacidades en la gestión, inventó la excusa del “conflicto de intereses”, un eufemismo que le permitió pedir disculpas por quedar al filo de la ley o de la ética. Salpicado por wikipapers y cuadernos de la coima, el Presidente llegó a descargar culpas en la mismísima memoria de su padre recién fallecido, gesto que fue aplaudido por muchos seguidores como la prueba de que este gobierno era distinto a los demás. Ya en la debacle económica del modelo M, el oficialismo retomó la vieja costumbre de disculparse en público para pedir nuevos votos de confianza.
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Con la picardía política que volvió viral sus sketches televisivos, el cómico –con simpatías perokirchneristas- Diego Capusotto captó la triquiñuela autocrítica desde los orígenes del macrismo, cuando Mauricio todavía lucía bigotes, y creó a “Juan Domingo Perdón”, el político que hacía mil chanchadas, pero al menos pedía perdón. Capusotto aclaraba en su chistosa bajada de línea que su personaje podía ser sincero sin ser honesto. No sabía que, varios años más tarde, esa fórmula engañosa sería la clave conceptual de la campaña 2019, a uno y otro lado de la grieta. El humor tiene esa magia.
*Editor ejecutivo de NOTICIAS.
por Silvio Santamarina*
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