Cuando me sumé a la organización humanitaria Médicos Sin Fronteras y acepté la misión en Sudán, en África del Norte, me advirtieron que, si bien no era lo más habitual, podríamos estar expuestos a situaciones extremas, propias de una zona en conflicto. Médicos, enfermeros, coordinadores, técnicos de laboratorio, abogados y responsables de logística, muchas personas que integraban, como yo, el equipo de operaciones en el terreno, llegadas también de diversos países, me acompañaron en esta experiencia. Médicos Sin Fronteras no abandona a los desamparados; por el contrario, permanece con ellos brindándoles asistencia médica aun en casos tan complejos como los que voy a relatar.
Insulina. Fui a la guardia a ver a algún paciente que requiriera atención. Allí conocí a Hassan, un chico de unos once años, que estaba muy delgado y se quejaba de un fuerte dolor abdominal.
Hassan me dijo que comía bien, pero que hacía más de un mes que se sentía muy mal, cada vez peor. Tenía los ojos hundidos en sus órbitas, la cara estaba pálida y la piel seca. El resto del examen era normal. Vino solo, porque los padres estaban trabajando en el campo. Pensé que podría ser un problema de alimentación y le receté varias porciones de un alimento muy bueno para casos como este. Acordamos que se quedaría en la casa de un familiar que vivía cerca, para seguir su evolución atentamente, pero al día siguiente estaba de nuevo en el hospital, con los mismos síntomas.
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Dolor de abdomen. Me lo dijo llorando. El examen del abdomen no decía nada, tenía un dolor difuso y no parecía algo quirúrgico, sino más bien metabólico. Las condiciones generales disparaban muchos diagnósticos posibles. No sé por qué, pensé en diabetes.
Si se trataba de un cuadro de diabetes, el tratamiento indicaba aplicar insulina todos los días, toda su vida. Conseguir insulina en un lugar como Golo, una comunidad rural al oeste de Sudán, parecía una tarea imposible, y mucho más en pocos días. Si se producía el milagro de obtener insulina, la familia tendría que conseguir una heladera para conservarla. Si se producía el milagro de obtener insulina y una heladera para conservarla, haría falta luz eléctrica, o por lo menos gas. Si se producía el milagro de la insulina, la heladera, la luz o el gas, habría que sumar jeringas, agujas y controles periódicos de azúcar en sangre. Todo esto sin considerar el alto costo de la insulina. Preferí imaginar que quizás fuera malaria, y para verificar este diagnóstico le hicimos un examen.
Los resultados indicaron que no tenía malaria. Analizamos la orina con una tira reactiva para medir, a través del cambio de colores de los indicadores, los niveles de azúcar, glóbulos rojos y blancos, entre otras cosas, llevaría unos diez minutos y verificamos que tenía una gran cantidad de azúcar. Diabetes. ¿Qué haríamos ahora? Había que conseguir la insulina lo antes posible. Pero nunca había existido, en Golo, algo como la insulina.
Una mañana comprobé que Hassan se debilitaba. Seguía con dolores abdominales. Faltaba un día, apenas un día para que llegara la insulina. Estábamos en una carrera contra el tiempo mismo, y yo no sabía con qué palabras alentarlo. Le pedía que se hiciera fuerte a un niño de apenas once años, que resistiera más de lo que estaba resistiendo.
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Llegó en helicóptero. No bien recibimos la insulina, fuimos directo al hospital. Buscamos a Hassan y notamos que teníamos otro problema: no había jeringas. El hospital contaba con jeringas de todo tamaño, excepto aquellas que se utilizan específicamente para estos casos, que son todavía más pequeñas que las más pequeñas que teníamos. Tampoco había forma de medir el azúcar en sangre; las condiciones en Golo nos obligaban a monitorear la respuesta del cuerpo de Hassan midiendo el azúcar en la orina. Hacer eso era lo mismo que medir la temperatura de alguien poniéndole solamente una mano en la frente, o calcular la velocidad del viento mojando el dedo y apuntando al cielo, pero teníamos que hacerlo, teníamos que bajar el nivel de azúcar en orina como fuera, aunque teniendo el debido cuidado, al mismo tiempo, de no darle demasiada insulina, que provocaría una hipoglucemia, cuadro muy peligroso.
Las agujas eran demasiado gruesas. Hicimos un pedido de agujas más finas, pero sabíamos que eso demoraría. Sería una aplicación más dolorosa, pero aun así avanzamos. Hassan fue muy valiente; empezamos a tratarlo con estas aplicaciones duras, dolorosas, sabiendo que demoraríamos en ver alguna mejoría, pero él las resistía con tenacidad.
El ataque. Abrí los ojos con la explosión y lo primero que pensé fue que había sido un accidente, algún problema con el gas en una vivienda cercana. Quizás esta primera impresión, todavía pensando en ciertas comodidades de mi país como las cocinas, fuera una manera instintiva de eludir la realidad, de defenderme frente a lo que estaba pasando, porque inmediatamente después concluí que en Golo no había gas, las casas no tenían ni hornallas ni calefones. El sonido era el de una explosión, no podía ser otra cosa. No tuve mucho tiempo para analizar de dónde venía o a qué respondía, porque llegó una segunda casi inmediata, un disparo, cuatro o cinco disparos más, y luego una ráfaga de ametralladora que hizo vibrar la pared, la cama, la habitación y mi cuerpo.
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No estaba habituado a escuchar la percusión de un arma de fuego en el cuerpo, pero eso fue lo que sentí en aquel instante, entre tantas detonaciones simultáneas. El sonido de la explosión retumbaba en mi pecho, en mi corazón, en mis pulmones. La certeza de la guerra —no ya la amenaza, la teoría, el rumor o la especulación, sino la guerra certera— se sentía no solamente alrededor de mí, en las construcciones aledañas, sino también dentro de mi propio cuerpo. Me incorporé pensando en el resto del equipo y, en una reacción instintiva, miré el reloj: 4:14, madrugada, 23 de enero de 2006. Cuatro y catorce, repetí, pensando en la cifra.
Aquello era como estar inmerso en una inusitada y aterradora combinación de terremoto y tormenta. Sentí que nuestros cuerpos, el mío y el de todos mis colegas, estaban encerrados en una trampa de incertidumbre y oscuridad, donde todo era aturdimiento y estallidos. Tiros, tiros y más tiros, el sonido de morteros, los gritos y más disparos. La convulsión de alaridos y movimientos que nos llegaban desde afuera era incesante.
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Cuatro y catorce, madrugada. Nadie había tenido experiencia antes con una situación de guerra.
Cuando pudimos comunicarnos con el hospital supimos que nadie había respetado el espacio del centro terapéutico, ni los soldados del Gobierno ni las tropas rebeldes. El predio se había convertido en un escenario más del campo de batalla. Escuchar el relato no nos hacía bien; el espacio de nuestro trabajo era ahora recorrido por soldados dispuestos a matar. No importaban el bando, las razones, o las fuerzas que se desplegaran de uno u otro lado, lo único que importaba eran los pacientes.
Despedida. Mientras nos íbamos, yo miraba a través de la ventanilla de nuestra camioneta blanca. Veía las calles desiertas, la ausencia de toda manifestación humana, y al mismo tiempo las huellas de la guerra, los zarpazos del caos, los detalles de la destrucción. Veía cómo esos espacios del mercado, antes repletos de tránsito humano y túnicas multicolores, eran ahora soledades grises, escenografías sin actores, testimonios mudos del saqueo. Aguardaba que de un momento a otro aparecieran los niños. Yo miraba y no aparecía ninguno de ellos; no había grupos entusiasmados ni pómulos cubiertos de polvo, no había pies descalzos ni ojitos felices. Yo miraba cadáveres de soldados diseminados por el suelo, sus posiciones irregulares, las torsiones inhumanas en brazos y piernas, opuestas a toda naturaleza.
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Pensé en todos los pacientes, en todos ellos, sin excepción. Irrumpieron en mi mente de manera repentina. Pensé en Chaya y su marido anciano; en Eshe y su hija, que nunca se apartó de su lado; en Kahina, violada por yanyauids, sobreviviendo contra la eclampsia, la humillación y el asesinato cruento de su padre; en los niños, en Tareq, que se había recuperado de la malaria cerebral, y en Iyad, que había logrado superar el ataque de la serpiente. Volví al recuerdo de Hadeel, a los esfuerzos infructuosos del equipo por salvarla. Pensé en Setayil, en Abdul, en Musa y su expresión al sentir la brisa en su frente, caminando después de una tediosa recuperación. Del otro lado de la ventana, el camino seguía alejándome de todos ellos, de Samar, luchando contra la meningitis; de Hassan y su implacable voluntad para lidiar con la insulina, del paciente con sarna y la niña de labio leporino. ¿Quién se ocuparía de ellos?
* FRAGMENTO del libro Los niños del desierto (Ed.Penguin Random House, 2019).
por Martín Cazenave*
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