Como un niño que toma un jarrón y amenaza a su madre con dejarlo caer si no le cumplen algún capricho, Jair Bolsonaro tomó al Mercosur y amenazó con hacerlo añicos. Su ministro Paulo Guedes lo convenció de que es una carga para Brasil y que el gigante sudamericano podría marchar más ágilmente hacia la integración con los mercados europeo y norteamericano si se la quitara de encima.
Las motivaciones del presidente no tienen la misma prioridad. Para el titular de Economía, la prioridad es puramente económica, pero la que impulsa a su jefe es política: repudiar un determinado resultado del proceso electoral en Argentina. La razón de Guedes para dejar el Mercosur es discutible; la de Bolsonaro es inaceptable.
El ministro de Economía dice que Brasil debe irse si el próximo gobierno argentino “cierra la economía”. El presidente dice que Brasil se irá si a ese próximo gobierno lo encabeza Alberto Fernández. Y lo dice a renglón seguido de haber twiteado descalificaciones sobre el resultado de las PASO.
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El candidato argentino no debió responderle. Su silencio habría estado más cerca de la sensatez que el estropicio diplomático cometido por el jefe del Planalto. Aunque haber dicho que Bolsonaro es misógino y racista, más que insultarlo, es describirlo, si no hubiera respondido nada habría sido mejor. De todos modos, posteriores declaraciones suyas resguardaron el Mercosur y la relación con Brasil. Además, Alberto Fernández aún es candidato, por lo tanto no habla como jefe de Estado de Argentina; mientras que Bolsonaro se pronuncia como jefe de Estado de la Nación brasileña, aunque sólo refleje la opinión de sus seguidores.
Decir barbaridades y practicar una injerencia brutal en los asuntos internos de otro país, es un rasgo de identidad en el hombre que está al frente de la principal economía sudamericana. En condiciones normales, que no son las de este mundo que tiene a Trump en la Casa Blanca y a Boris Johnson en el 10 de Downing Street, el estropicio diplomático cometido por Bolsonaro probablemente ameritaría un juicio político. No sólo está tomando como rehén ideológico al Mercosur, sino que está potenciando futuras tensiones regionales.
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Para entender este desquicio no hace falta estar en la vereda opuesta a la del mandatario de Brasil. Alcanza con entender que la armonía en las relaciones internacionales no puede depender de que los gobernantes de turno tengan afinidad ideológica. Una cosa es denunciar al régimen de Venezuela como lo que evidentemente es: una dictadura calamitosa. Otra cosa es juzgar de manera anticipada lo que ocurrirá en un país vecino que, además, es socio comercial.
Una diáspora de dimensiones bíblicas y masivas violaciones a los derechos humanos, como las casi siete mil ejecuciones extrajudiciales que denunció la ONU con la firma de Michel Bachelet, imponen que la casta militar que impera en Venezuela sea tratada como una dictadura. Banalizar la tragedia venezolana para usarla como instrumento de injerencia en asuntos políticos de otro país, implica un doble estropicio. En las democracias, los presidentes son simples mandatarios; y los mandatos que les han conferido no incluyen confundir el Estado que presiden con los instintos políticos y las fiebres ideológicas propias.
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Transgredir esos límites institucionales inherentes a la democracia hasta podría ameritar juicios políticos. No obstante, la desviación de priorizar las afinidades políticas por sobre los límites institucionales a la discrecionalidad en el manejo de la política exterior y de las alianzas comerciales, es un desquicio que no empezó con Bolsonaro.
Hugo Chávez había introducido en el Mercosur un modo tóxico de vinculación entre los mandatarios. Empujados por el exuberante líder caribeño, que manejaba el Estado venezolano como si fuera un bien personal, también los otros presidentes del Mercosur comenzaron a exhibir un amiguismo y a impostar una afinidad ideológica que iba más allá de la que realmente tenían.
Las relaciones internacionales y las sociedades comerciales requieren más de relaciones correctas que de afinidades personales o políticas. Pero Bolsonaro deformó ese error hasta niveles peligrosos. Sus antecesores no repudiaban derrotas de sus aliados regionales en las urnas. Sobreactuaban afinidad con ellos, incluso incurrían en apoyarlos en procesos electorales, pero no atacaban públicamente a otros dirigentes de países vecinos. En cambio el actual presidente de Brasil expresa más desprecios políticos que afinidades. Y lo hace de manera brutal.
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Sus expresiones sobre el proceso electoral de Argentina y su amenaza al Mercosur, provocando riesgo de tensiones exasperantes en el cono sur, implican una muestra más de las sensaciones inquietantes que están recorriendo el mundo. Detrás del peligro de una recesión global hay una larga lista de razones. Por caso, la guerra comercial entre Estados Unidos y China; las protestas crecientes en Hong Kong y las fuerzas represivas que Beijing prepara en los bordes de la isla; Boris Johnson reboleando el pie para patear el tablero de la Unión Europea; Matteo Salvini paralizando el gobierno de Italia en su afán de romper la coalición con Luigi Di Maio y echar al primer ministro Giuseppe Conte; Narendra Modi quitándole la autonomía a Cachemira al precio de una escalada con Pakistán, y Rusia relanzando la carrera armamentista que Trump posibilitó al retirar a Washington del Tratado de Armas de Alcance Medio (INF) que habían firmado en 1988 Ronald Reagan y Mijail Gorbachov.
En algún momento, si se quiere salvar al Mercosur, habrá que recordar que en los procesos de integración los gobernantes deben dejar de lado sus miradas partidistas. El proceso que llevó a los europeos a la creación del Mercado Común y a convertirlo posteriormente en la Comunidad Económica Europea para avanzar, Tratado de Maastricht mediante, hasta la moneda única y la Unión Europea, no fue producto de acuerdos entre gobernantes del mismo signo político. En cada una de las instancias negociadoras, hubo gobernantes socialdemócratas y gobernantes conservadores, entre otras variantes, que supieron deponer sus divisas partidarias para asumir el rol regional que les correspondía como jefes de Estado.
El propio Mercosur es un ejemplo. En definitiva, sus impulsores fueron un presidente conservador brasileño, José Sarney, y un presidente socialdemócrata argentino, Raúl Alfonsín.
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