Alberto Fernández está librando una guerra en dos frentes. Si bien, con la ayuda de una economía que amenaza con hundirse, ha logrado ocupar zonas amplias que hasta hace poco estaban en poder de los macristas, tiene motivos para temer que éstos logren recuperar parte de lo perdido merced a la ayuda valiosísima que les están brindando los ultras K.
Puede que se acerque a nulo el peso político de personajes como los literatos Horacio González y Mempo Giardinelli o el cómico Dady Brieva, y que sea escaso el del papista Juan Grabois y, si no fuera por su capacidad para provocar desastres, el camionero Hugo Moyano, pero cada vez que abren la boca aportan más oxígeno al oficialismo. Para muchos, son voceros del id, del inconsciente del kirchnerismo que, al hablar sin tapujos de lo que fantasean con hacer los militantes más rencorosos y vengativos de la coalición formalmente encabezada por Alberto, expresan lo que quienes realmente mandan harán en cuanto hayan retomado el poder.
No les molesta en absoluto que la víctima principal de las balas verbales que disparan sea el candidato a presidente que en teoría apoyan, ya que desde su punto de vista sirven para recordarle que no es más que un testaferro de Cristina. A su modo, coinciden con el gobernador electo de Mendoza, Rodolfo Suárez, que luego de su triunfo notable en las elecciones provinciales del domingo pasado, advirtió que los kirchneristas “vuelven peores que antes”.
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No es lo que quiere oír Alberto; para congraciarse con el electorado, está esforzándose por dar la impresión de ser un moderado resuelto a poner fin a la grieta y alcanzar la tan añorada unidad nacional. Preferiría que se llamaran a silencio hasta que todos los votos auténticos estén contados porque teme que el estallido prematuro de la batalla por el alma del gobierno que espera liderar le cueste partes del poder que necesitará.
¿Lo comprenden los ultras? Sería de suponer que sí, que algunos por lo menos saben muy bien que sus exabruptos, por llamarlos así, perjudican al hombre que espera triunfar en las elecciones por un margen que le permita independizarse de la señora que, según parece, entendió que ella misma no conseguiría los votos suficientes como para ganar y que por lo tanto le convendría que alguien como Alberto llevara la bandera de su movimiento, pero es evidente que tal detalle no les importa. Además del deseo de complacer a Cristina, para ellos la prioridad es sacar el máximo provecho del estado lamentable de la economía y de la angustia de muchos sectores sociales para reclamar cambios a su juicio revolucionarios. La crisis sistémica en que se encuentra el país les ha proporcionado una oportunidad que no están dispuestos a pasar por alto.
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Felizmente para ellos, es de prever que los años venideros serán muy pero muy difíciles para casi todos, incluyendo, desde luego, a los próximos gobernantes. Para los fanatizados, nada sería más decepcionante que una recuperación rápida. En tal caso, recordarían la primavera de 2019 con nostalgia. Como aquellos izquierdistas españoles que, sin confesarlo, compartían el sentimiento del escritor barcelonés fallecido Manuel Vázquez Montalbán según el cual “contra Franco estábamos mejor”, rememorarían los días en que podían hacer temblar a la buena gente ensalzando a los terroristas de mentalidad genocida de los años setenta del siglo pasado, proponiendo el reemplazo de la Justicia por tribunales populares o expropiando tierras de los despreciados latifundistas para repartirlas entre peones esforzados y, en una variante urbana del mismo proceder, haciendo lo mismo con casas y departamentos desocupados.
Cuando impera la incertidumbre, propuestas de tal tipo, y otras que son igualmente truculentas, pueden ser tomadas en serio por muchos que, en circunstancias menos alarmantes, las considerarían absurdas. Gracias al resultado de las PASO y lo que presagia, el futuro argentino se ha vuelto tan oscuro que no sorprende que estén proliferando pesadillas de todo tipo. Aunque sea poco probable que la Argentina sufra un cataclismo prolongado comparable con el venezolano, no se puede descartarlo.
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Por cierto, el aumento inexorable de la tasa de pobreza que, tal y como están las cosas, podría abarcar pronto al cuarenta por ciento de la población, no estimula mucho optimismo en torno a las perspectivas ante el país. Tampoco ayuda la reputación internacional de quienes están preparándose para gobernarlo; sin créditos abundantes, los ajustes por venir serán tan brutales como los instrumentados por Eduardo Duhalde y Jorge Remes Lenikov después del default de vísperas de la navidad de 2001.
Alberto Fernández dice que la catástrofe humanitaria que el país está experimentando se debe exclusivamente a la gestión de Mauricio Macri, puesto que “lo único que hizo fue sumergir en la pobreza a cinco millones de argentinos”. Es de esperar que no tome al pie de la letra sus propias palabras en tal sentido, ya que, de ser consecuencia de nada más que los errores o los hipotéticos prejuicios oligárquicos de un solo presidente, le sería relativamente sencillo rescatar de la miseria a los pobres e indigentes pero, por desgracia, se trata de las consecuencias de décadas de políticas equivocadas a las que han contribuido peronistas, radicales y, últimamente, macristas que apostaron demasiado al asistencialismo sin poder suplementarlo con medidas encaminadas a fomentar la actividad económica.
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Debido a la abundancia de recursos naturales, la Argentina siempre ha sido el reino del facilismo, como si políticos de todos los pelajes imaginaran que el conjunto podría enriquecerse repartiendo de forma más equitativa lo ya disponible sin tener que mejorar la productividad como han hecho países que cuentan con sólo una pequeña fracción de las ventajas materiales que le ha aportado la suerte geológica. En este respecto, la similitud con Venezuela, dueña de lo que se ha calificado de las mayores reservas de petróleo del planeta, es patente.
Algunas semanas atrás, el economista Carlos Melconian, que para extrañeza de muchos se codea amablemente con sus amigos Mauricio y Alberto sin que nadie lo acuse de traición, afirmó que pondría al gobierno presuntamente saliente “un diez en el rumbo y un cero en macroeconomía”. Fue su forma de decir que no hay ninguna alternativa válida a la de tratar de insertar plenamente la economía local en la mundial pero que sería necesario manejarla con “un plan completo, con nombre y apellido, integrado, con peso específico propio.” ¿Piensa Alberto lo mismo? En términos generales, parecería que en materia económica sus opiniones no son tan distintas de las de Macri o del compañero Miguel Ángel Pichetto como haría pensar la retórica de campaña pero, huelga decirlo, son muy diferentes de las sostenidas por Cristina, la mayoría de los muchachos y muchachas no tan jóvenes de La Cámpora, los jefes de los “movimientos sociales”, muchos sindicalistas o, claro está, los empresarios corporativistas que no quieren competir con nadie.
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Una vez instalado en la Casa Rosada, Alberto tendría que preocuparse mucho más por estos representantes del esquema tradicional que por la prevista oposición de los macristas y radicales de Cambiemos. A menos que se resigne a administrar un país que sea cada vez más pobre e inquieto, será obligado a intentar privilegiar a quienes a su entender están en condiciones de impulsar el crecimiento, y no podría hacerlo sino a costillas de los conformes con el viejo modelo populista que son reacios a reconocer que hace tiempo se convirtió en una pieza de museo, un orden zombi que se niega a dejarse enterrar.
Mientras tanto, a Alberto le será necesario ratificar que lo de las PASO no fue sólo un voto castigo por la situación socioeconómica nada grata que Cambiemos podría revertir si consigue convencer a un par de millones de personas de que, pensándolo bien, un nuevo gobierno kirchnerista sería todavía peor.
Alentado por algunas manifestaciones de apoyo imponentes y, más aún, por el resultado de la elección mendocina, Macri se resiste a tirar la toalla. A su favor está la propensión de los kirchneristas más fervientes a embestir contra la Constitución, la libertad de expresión, la Justicia y el capitalismo. También podría ayudarlo la conciencia de que un cambio de gobierno no serviría para hacer menos sombrías las perspectivas económicas que enfrentan no sólo los miembros de una clase media raleada sino también los ya irremediablemente depauperados cuyos hijos carecen de la formación necesaria para prosperar en el mundo actual.
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Así y todo, aunque lo único cierto es que la Argentina seguirá siento una caja de sorpresas, a esta altura escasean los inclinados a apostar por la reelección de Macri, razón por la cual muchos oficialistas se han puesto a asegurarnos que lo que el país más necesitará en los meses y años próximos será una oposición fuerte, coherente y responsable que, andando el tiempo, podría tomar el relevo. No se equivocan. De caer el país bajo la hegemonía de un solo movimiento, sobre todo de uno populista con una franja fanatizada cuyos integrantes están más interesados en hacer sufrir a quienes piensan distinto, comenzando con los periodistas no militantes, se reduciría mucho la posibilidad de que saliera intacto de la crisis existencial en que está atrapado.
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