** Dos estrellas
El “autorismo” del cine de hoy tiene dos problemas. El primero, que casi se puede hacer cualquier imagen y contar cualquier cosa sin las restricciones que impone la física del mundo real.
El segundo, que muchos directores creen que “nacen” autores. El caso de Ari Aster es sintomático: después de dos films de terror que tenían alguna originalidad (Hereditary y, sobre todo Midosommar, ambas lastradas por una duración excesiva), aquí opta por una especie de cuento metafísico sobre un pobre tipo que no puede salir de su casa y debe ver a su madre. O, al menos, es el punto de partida de una serie de peripecias a cual más absurda, que desembocan en un final que podemos llamar surrealista.
OK, David Lynch es capaz de hacer una obra maestra con ese método (El camino de los sueños, por ejemplo), pero aquí las cosas son mucho más caprichosas, más evidentes, más -disculpen el término- pedantes: un director diciendo “hago lo que quiero porque puedo”, sin que eso implique pertinencia para el espectador.
De paso, esta demostración publicitaria de Aster dura tres horas. La síntesis no parece ser su virtud.
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