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CULTURA | 08-11-2019 16:31

Muro de Berlín: el día que sonrió la historia

Cómo fue el proceso de construcción y caída del símbolo más tangible del totalitarismo. Guerra fría, aparatos de inteligencia y los muros de la actualidad.

La caída del Muro de Berlín fue uno de los pocos acontecimientos de la historia que generaron esperanza sobre el futuro de la especie humana. 

Por cierto, muchos sintieron, angustiados, que su ideología quedaba sepultada bajo los escombros de la pared de 45 kilómetros que partió en dos la antigua capital alemana, sumando un cerco que abarcaba los restantes 117 kilómetros de perímetro del sector occidental. Pero el sentimiento predominante fue el optimismo.

El suceso que generó esa sensación había comenzado a producirse de manera casi accidental. Los soldados que estaban de guardia en el puente de Bornholmer Strasse levantaron las barreras desbordados por la multitud que se aglomeró en ese paso fronterizo por la difusión de una confusa medida gubernamental sobre permisos para viajar al exterior.

Cuando esa barrera volvió a bajarse, en muchos puntos del muro, las muchedumbres desbordaban a confundidos guardias fronterizos y empezaban a trepar y a demoler la inconcebible pared.
Historia. En la misma urbe donde fue aniquilado el totalitarismo de derecha, el mundo vio también derrumbarse al totalitarismo de izquierda. Ante la mirada perpleja de la humanidad, se desmoronaba el símbolo del Estado policial que, con la promesa de la igualdad, había diluido al individuo en las masas.

Ese símbolo exponía otros rasgos del totalitarismo: el absurdo y la hipocresía. La interminable barrera de cemento que los alemanes occidentales llamaban “schandmauer” (muro de la vergüenza), para el régimen que la construyó era el “antifaschistischer schutzwall”: Muro de Protección Antifascista. Pero todos sabían que la nomenclatura encabezada por Walter Ulbricht y sus mandantes del Kremlin lo levantó procurando cortar la fuga permanente desde la República Democrática Alemana (RDA) hacia la parte occidental de la ciudad.

«Una pared de 45 kilómetros que partió en dos la antigua capital alemana desde 1961.»

En pocos años habían cruzado tres millones de alemanes orientales. Por eso, las autoridades empezaban a prohibir permisos a los “grenzganger”, que era como llamaban a los germanos del Este que trabajaban en el lado Oeste, ganando sueldos muy superiores a los pagados por el Estado comunista. Finalmente, la RDA ingresó a la dimensión del absurdo construyendo un muro para proteger a un “hombre liberado” del yugo explotador, poniéndolo a resguardo de la intoxicación capitalista y de las “conspiraciones fascistas”.

El argumento se volvía más descabellado al tiempo que aumentaban de a miles los fugados a través de esa frontera demencial y los muertos bajo las balas de la Gernztruppen, fuerza de vigilancia que les disparaba a mansalva a quienes intentaban saltar la muralla.

Esa ciudad que desde su nacimiento en la Edad Media fue sucesivamente capital del Magraviato de Brandeburgo en el Sacro Imperio Romano-germánico; del poderoso reino prusiano que acabó derrotado en la Primera Guerra Mundial; de la liberal pero débil República de Wiemar y del monstruoso Tercer Reich, fue también la capital de un Estado comunista que no había surgido de una revolución proletaria, sino del Acuerdo de Postdam, que dividió Alemania entre las cuatro potencias vencedoras.

muro de berlin

La politología y la sociología descuidaron el análisis de ese rasgo identitario del totalitarismo que es el absurdo. Por eso las mejores descripciones llegaron desde la literatura.  A la primera la hizo Frank Kafka en la novela “El Proceso”. Después llegaron las lúcidas descripciones de George Orwell en “1984” y en “Rebelión en la Granja”.

El deambular de la persona en el laberinto de una burocracia gris que reinventaba la historia y borraba dirigentes de las fotos, era parte de la realidad absurda en la que iba diluyéndose el individuo. Al otro mecanismo de disolución lo aplicaban los servicios de inteligencia, infiltrando la intimidad del individuo para ponerlo bajo control.

El totalitarismo es el reino absoluto de los aparatos de inteligencia. Su objetivo principal no está en el extranjero, sino en la propia sociedad. Una realidad que describió con claridad Henckel von Donnersmarck en “Das Leben der Anderen” (“La vida de los otros”).

Berlín oriental era el escenario de la película en la que un agente de la Stasi (policía secreta de la RDA) plagaba de micrófonos el departamento de un dramaturgo sospechado de tratar con disidentes. La historia muestra cómo el capitán Gerd Wiesler va tomando conciencia del designio atroz del Estado para el que trabaja, mientras ausculta la intimidad de Georg Dreyman.

«Un muro para proteger a ‹hombre liberado› del yugo explotador de la intoxicación capitalista y las ‹conspiraciones fascistas›».

Por cierto, bajo la eficaz dirección de su paradigmático jefe, Markus Wolf, la Stasi logró éxitos notables en materia de infiltración de agentes en el exterior. El caso más resonante fue el de Günter Guillaume, quien llegó a ser el hombre de confianza del canciller de la RFA, Willy Brandt. Pero la señal de identidad del totalitarismo es la intervención del Estado en la intimidad de las personas. 
La intimidad desaparece cuando el poder puede acceder a ella. El acceso a la privacidad de los otros es lo que genera el Estado total: el poder que accede totalmente a la vida privada de la totalidad de los habitantes del territorio en el que impera.

Por eso, hace tres décadas, la caída del Muro implicó que millones de alemanes orientales se convirtieran en individuos. La etapa que comenzaba para ellos no sería fácil. Lo más difícil era volver a cargar sobre los hombros sus propios destinos. Hacerse cargo de sí mismos. De ahí en más, lo que lograsen o no sería su propia responsabilidad. El Estado que decidía por ellos había quedado sepultado bajo los escombros del Muro.

El final. Erich Honecker, el burócrata del partido único que como secretario del Comité Central había dirigido su construcción, no logró cumplir la promesa de mantenerlo en pie “durante cien años más si hiciera falta”, que formuló poco antes del derrumbe. Llevaba décadas gobernando el Estado que desapareció en un santiamén.

Como el Muro de Berlín había sido el símbolo físico de la Guerra Fría, nombre metafórico de la confrontación Este-Oeste, para muchos fue su caída lo que marcó el final del totalitarismo comunista. Pero los cimientos de ese edificio habían empezado a ceder en otros puntos del Pacto de Varsovia. El anquilosamiento de la economía soviética había posibilitado que la gerontocracia que imperaba en el Kremlin cediera el paso al primer líder nacido después del Octubre Rojo de 1917: Mikhail Sergeievich Gorbachov.

muro de berlin

El gobierno reformista impulsó la “Perestroika”, reforma estatal y económica, y la “Glasnost”, transparencia del poder. El desastre nuclear en Chernobyl dejaba a la vista que el gigante ruso estaba en ruinas y ya no podía mantener ni sus centrales atómicas, además de quedar en evidencia el criminal intento de impedir que los soviéticos y el mundo sepan que había estallado un reactor en Ucrania. El accidente ya no pudo ser ocultado cuando los vientos hicieron llegar la radiación a Polonia.

El hecho es que totalitarismo y transparencia son incompatibles, por lo tanto el sistema empezaba a resquebrajarse. El derrumbe final comenzó con la caída del general polaco Wojciech Jaruzelski y se desplomó con el Muro de Berlín, desintegrando también a la Unión Soviética.

La URSS no podía competir contra la Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE) que anunciaba Ronald Reagan para dotar a los Estados Unidos de un escudo espacial antimisiles. Del mismo modo, la industria y la economía germana-oriental no podían competir contra el poderío industrial y contra el estado de bienestar de los alemanes occidentales. Era como un Trabi (el rústico y elemental automóvil fabricado en la RDA) compitiendo en una carrera de Nürburgring contra los potentes y sofisticados BMW, Mercedes Benz, Audi y Porsche.

«La caída implicó que millones de alemanes orientales se convirtieran en individuos. 
Lo más difícil era volver a hacerse cargo de sí mismos.»

La industria y el estado de bienestar germano-occidental ganaron la carrera. La Europa capitalista derrotó a la del otro lado de la Cortina de Hierro. Liderada por Helmut Kohl, Alemania Federal prácticamente duplicó su mapa, pero esta vez la expansión territorial no ocurrió mediante la conquista militar.

Lo que vino a partir de entonces fue un recorrido con notables decepciones. No llegó “el fin de la historia” augurado por Francis Fukuyama, sino un resurgir del nacionalismo brotado de xenofobia y plagado de líderes disruptivos que amasan poder prometiendo revertir la globalización.

Las muestras más exitosas de la regresión nacionalista se dieron,  precisamente, en países que pertenecieron a la órbita soviética. Los hermanos Kaczynski en Polonia y Victor Orban en Hungría son dos ejemplos de la tendencia que fue creciendo en toda Europa, pero con particular vigor en el ex Pacto de Varsovia. Y su contraparte, la OTAN, en lugar de consolidar su fortalecimiento, comenzó a debilitarse por las políticas anti aliados que impulsó el líder disruptivo que accedió a la Casa Blanca: Donald Trump.

Desde que arribó al poder en Rusia hace 20 años, Vladimir Putin la ha ido reposicionando en el tablero internacional. 

También lleva décadas fortaleciéndose el autoritarismo que desprecia a la democracia liberal que había ganado la Guerra Fría en Europa. Lo que aún no ha resucitado es el totalitarismo que murió dos veces en Berlín: primero con el nazismo en el bunker de Hitler y después con el comunismo sepultado bajo los escombros del Muro. 

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Claudio Fantini

Claudio Fantini

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