Existe un consenso entre economistas, que el modelo imperante en los últimos años se agotó y pudo llegar a un traspaso no traumático de gobierno generando deudas y distorsiones de precios relativos que harán cuesta arriba la tarea de la próxima administración. Revertir eso implica un reacomodamiento de las variables económicas que no se pudo/ quiso/ supo realizar antes por el temor a que impactara negativamente en las expectativas electorales de quien debía implementarlo.
Bisturí vs motosierra. La connotación de “ajuste” lleva a un concepto de restricción, pero usualmente se tomó como provocar la caída en el consumo causada por aumento de impuestos y/o una devaluación. En los últimos 40 años al menos, rara vez se dio una restricción de tipo fiscal que partiera de recortar gastos en general. Pero la adivinanza esta vez fue a qué otro momento de crisis de la economía argentina se parecía el actual escenario. Unos apostaban por el mes previo a la implosión de la convertibilidad (noviembre 2001); otros a la asunción de Carlos Menem (julio 1989) o al paso previo a la implementación del Plan Bónex (enero 1990). Pero el que ganó más terreno fue el de las semanas anteriores al “Rodrigazo” (julio 1975), cuando luego de dos años de precios y tarifas congelados, control de cambios y caída de reservas, el Gobierno a través de un efímero ministro de Economía (Celestino Rodrigo) sinceró las variables, libertó la presión sobre los mercados y abrió las paritarias, originando la primera hiperinflación en Argentina. La referencia no es una mera curiosidad histórica, sino que señala los riesgos de no poder encausar un proceso inevitable. También el contexto marca sus diferencias e imprimen un sello propio a la próxima política económica. Pero lo que existe con claridad es la noción que el gasto público total (nacional + provincial + municipal y entes autárquicos) llegó a un punto que no es financiable sin acudir al endeudamiento o la emisión monetaria. ¡Game over!
El diagnóstico del que parte el próximo equipo económico encabezado por el propio Javier Milei y con la dupla Luis Caputo- Santiago Bausili (en el Banco Central) en el campo de batalla, se basa en asumir las restricciones con las que convive desde hace tiempo la economía sin distinción de orientación y no postergar decisiones. En la dicotomía shock vs. gradualismo, más por factibilidad que por deseo, ganó por goleada la adopción de un timing que gane la pulseada a las expectativas. La estabilidad macroeconómica es la condición necesaria para desarrollar el resto de las iniciativas. El reconocimiento de que dicha restricción es operativa se vincula con el eslogan que se repetirá cada vez con más frecuencia: “no hay plata”.
Precios. El primer fantasma por derrotar es, precisamente, la espiral inflacionaria. Mientras los académicos discuten cuál es la frontera entre el alta y la híper. Pero la realidad acerca cada vez mas esa zona minada: el IPC de noviembre estaría entre el 11% y el 12,5% pero diciembre podría hasta duplicar dicho índice. Muchos controles basados sobre acuerdos se relajaron por la falta de interlocutor habilitado para dar algo a cambio y porque las “zanahorias” se acabaron. También se actualizaron muchas tarifas desreguladas y otro tanto empujó el “dólar mix” que se acera a lo que el futuro ministro del Interior Guillermo Francos auguró: $600-$650 como un precio de referencia para el dólar “oficial” y muy probablemente un segmento liberado para otras transacciones. ¿Una convergencia al dólar unificado que hubiera querido el propio Milei y que era promesa de campaña como la dolarización? En esa sintonía fina estará también impresa la velocidad del ajuste.
Frente externo. El concepto de “reservas negativas” es un eufemismo para denominar a una realidad acuciante: no sólo no hay divisas disponibles, sino que se fue incrementando la deuda informal con la que se financió un intento de amortiguar el impacto de la sequía. Sin embargo, si bien ésta lastró US$22.000 millones a las exportaciones, también aumentó la deuda con la que la autoridad cambiaria obligó a incurrir a los importadores para no entregar los dólares que escaseaban. Se estima que el salto de la deuda que habitualmente tienen por ese concepto terminará siendo a fin de este año US$25.000 millones más. Esto sin contar los swaps de monedas (en yuanes) o los préstamos con organismos internacionales que bajo diverso pretexto sirvieron para no vaciar tan rápido la cuenta. Al borde de la parálisis productiva, restaurar esa capacidad de crédito para importar y no cortar la cadena de suministros, está al borde de las prioridades. Pero todo tiene forma de sábana corta. ¿Y la dolarización? Un sueño adolescente que, con esfuerzo y fortuna, el núcleo duro del elenco a gobernar cree que podrá alcanzar más tarde que temprano.
Recaudación y gasto local. Esta concientización de que el “ajuste” iba en serio al menos para sus propias tesorerías, motivó a las provincias a movilizarse para pedirle al gobierno saliente que le facilitara los fondos para evitar un default salarial y previsional a fin de diciembre. Con una mirada condescendiente del equipo económico entrante, pasarán las fiestas en relativa calma antes de empezar un verano que promete una dureza como pocas veces antes. Lo curioso es que, hasta octubre, la mayoría de las provincias tenían números azules en sus cuentas y en enero comenzarán en rojo. ¿Qué pasó? Hubo dos efectos de arrastre de las medidas impositivas del “plan platita” con las que Massa intentó evitar el balotaje, pero que principalmente privaron a la recaudación coparticipable de la mitad de lo que deja el impuesto a las Ganancias, tributo en vías de extinción para la propuesta oficialista de campaña y que curiosamente contó con el respaldo de los tres diputados de La Libertad Avanza. El otro factor fue la caída abrupta en el IVA por baja en el consumo y que el economista Fernando Marull señala como la consecuencia “de manual” de un viejo teorema económico: el efecto Olivera-Tanzi, que explica que al aumentar el impuesto inflacionario cae la recaudación real.
Según cifras del IARAF, un eventual congelamiento de las partidas discrecionales con que el Poder Ejecutivo administraba el palo o la zanahoria fiscal a gobernadores afectará sobre todo a aquellas jurisdicciones en las que estas partidas significaban una proporción mayor de su gasto primario total. Provincias como La Rioja (17,5%), por ejemplo contrasta con Neuquén (2%) pero sobre todo con el promedio de todas (6,2%).
Pobreza. Alguna vez, Mauricio Macri dijo que su objetivo de gobierno era lograr la “pobreza cero”, una blooper impropio de un presidente o de quienes le marcaban su discurso. Probablemente se refirió a “indigencia” o “hambre” cero, emulando al plan de Lula al asumir en Brasil. Ahora, Alberto Fernández se refirió a las pésimas noticias que se insinúan sobre indicadores sociales del fin de su gestión como de dudosa elaboración. El Nowcast de la pobreza, que elabora la Universidad Di Tella, arrojó un 42,9% para el semestre mayo-octubre y el economista Martín González Rozada que lidera el equipo de investigación proyecta que, con la estimación aproximada del IPC y los ingresos para noviembre-diciembre, dicho indicador estaría cerca del 50%. Es decir que la mitad de los hogares argentinos estaría por debajo de la línea de la pobreza.
Pero si hay un indicador trabajado durante casi un cuarto de siglo que se constituyó en un parámetro indiscutido es el del Observatorio de la Deuda Social (ODSA) de la UCA, cuyo índice de pobreza toma no sólo las variables de ingreso de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) sino otras adicionales, por lo que la cifra da siempre más alta. En un reciente informe su director, el sociólogo Agustín Salvia, señaló que lo ocurrido desde 2000 al presente puede etiquetarse como un modelo fallido de desarrollo: “el crecimiento promedio per cápita apenas fue del 0,73% anual, claramente deficitario para atender deudas sociales históricas, o para dar un salto en ciencia y tecnología, o para responder a justas demandas sociales, y, sobre todo, permitir invertir en el capital humano de las nuevas generaciones”. El círculo vicioso de estancamiento-inestabilidad macroeconómica-baja creación de empleo de calidad, lleva a aumentar la pobreza estructural y exponer cada vez a más personas (sobre todos las menores) a empeorar sus condiciones de vida.
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