La economía jugó un rol crucial en esta elección. No es novedad: como ocurriera en 2019, la brutal caída del poder adquisitivo: medida en el desplome del PBI en casi 10% durante 2020 luego de dos años de caída, acelerado por la inactividad originada por las medidas para enfrentar la pandemia pudo recuperarse parcialmente este año. Pero recién para 2023, la economía podría empezar a retomar el nivel de producción de 2019, de por sí bajo. El economista Esteban Domecq calcula que durante 2021 el PBI por habitante está 15% debajo de la marca de una década atrás.
La inflación fue otro de los responsables de esta licuación del poder adquisitivo. La medición del IPC de octubre, dada a conocer 48 horas antes de la elección, la siguió clavando en 3,5%, un 52% interanual y llegaría a fin de año a un valor similar. Esto implicaría que en el trienio 2019-2021 los precios, en promedio, se habrían triplicado, pero los salarios, las jubilaciones, las tarifas y el dólar oficial, corren por detrás.
En particular, desde febrero el peso, en el mercado “único y libre de cambios” (sic), se vino devaluando a razón de 1% mensual, casi la tercera parte de la inflación promedio. Es porque, como dice la economista Marina Dal Poggetto, se eligió como un ancla inflacionaria: se trató de una medida para que la ola de pesos a la que se acudió como último recurso ante el desplome de la recaudación tributaria de la pandemia, no se tradujera en precios más altos, pero lo que hizo fue cambiar los precios relativos.
Hubo rubros, como el de alimentos frescos, o los servicios privados, que escapaban a los controles establecidos, que ensancharon la diferencia con los que sí estaban vigilados de las más variadas maneras. Estos desajustes son los que fueron acumulando presión para restablecer equilibrios luego de las elecciones, entendiendo que cualquier corrección implicaría algunas medidas poco populares. Ese día llegó y ahora se abren múltiples posibilidades.
En el centro de estos dilemas está, cuando no, el protagonismo del dólar y la negociación con el Fondo Monetario Internacional. La brecha cambiaria llegó al 100% el viernes pasado, a pesar de que el Banco Central estuvo gastando entre US$20 y US$30 millones diarios para aplacar la demanda de los tipos de cambio financieros (el contado con liquidación o el MEP) y pisando las importaciones para ralentizar la demanda de divisas para importaciones.
La cuenta de las reservas internacionales se pudo salvar, pese a todo, por el “regalo” de los DEG que el FMI repartió a todos los países miembros con los que Argentina pudo ir pagando los vencimientos con el organismo y pateó para un futuro un acuerdo para reestructurar la deuda de US$ 44.000 millones. Ese momento llegará, inevitablemente en marzo próximo, cuando empiecen a correr los vencimientos sin las reservas para afrontarlos.
En su peculiar discurso de felicitación a los ganadores de la elección, el presidente Alberto Fernández anunció que enviará al Congreso un plan económico que incluya la negociación con el Fondo como uno de sus insumos esenciales. Si hubo alguna crítica que se hizo a la gestión del ministro Martín Guzmán fue, justamente, la de carecer de un plan consistente para enfrentar los desafíos que planteaban la inusual coyuntura. Ni él ni su jefe directo mostraron urgencia en elaborarlo y presentarlo, a pesar de que el pedido se repitió en los mismos foros en los que el país quería ganarse el favor en una negociación de largo aliento con los acreedores institucionales.
La economía tendrá respuestas luego que la política establezca con más claridad las prioridades y, sobre todo, la ecuación final del poder en la coalición gobernante pero también en la opositora. No hay mucho margen de tiempo para llegar a un acuerdo alrededor de un plan consistente, realista y que, además, sea atractivo para el acreedor principal, más interesado en establecer un esquema de repago en el largo plazo que meterse otra vez en el pantano del default de un deudor incorregible.
Los escenarios que se plantean ahora son los mismos que los que aparecían en el horizonte hasta este domingo. Lo que cambia son la probabilidad de ocurrencia de cada uno. Un giro hacia una política más “menemista”, que se amigue con los mercados y aliente corrientes de inversión y estabilidad cambiaria como consecuencia, no sería una novedad, pero sí requeriría de una disciplina interna que el nivel de degradación económica todavía no aporta.
El otro es el de un acuerdo que permita salvar el año y las formas pero que no sea suficiente para anclar las expectativas, que pagaría el precio de una inflación persistente y un lento (o nulo) crecimiento. A pesar de que sus resultados son parecidos al presente de los últimos meses, también requeriría de un esfuerzo fiscal y monetario, pero para quedar en el mismo lugar. Un empate con sabor a derrota.
Y finalmente, si nada de esto tiene el soporte político necesario, la opción de patear el tablero y radicalizar la política económica en una épica que mezclaría el clásico “vivir con lo nuestro” y la cruzada por la soberanía financiera, terminaría en una gran incógnita en el corto plazo. Intensificación de controles, brecha cambiaria en ascenso, la emisión como único recurso de reasignar ingresos y mayor seguimiento de las empresas, son parte de este menú de política económica.
Pero, paradójicamente, podría aportar el empujón necesario para acelerar una vía “menemista”, que amenaza surgir cuando el miedo a perder posiciones se evapora cuando esto se hace realidad. Una paradoja que flotará un ambiente enrarecido para llegar a un acuerdo interno contra reloj.
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