En entornos competitivos y volátiles, las organizaciones argentinas buscan mejorar su desempeño, pero suelen partir de un supuesto equivocado: creen que el alto rendimiento surge de eliminar todas las debilidades y controlar cada variable externa. En la práctica, el rendimiento sostenible aparece cuando escalan la pregunta: de “¿qué está fallando?” (que está bien, pero es incompleta) y profundizan con preguntas del tipo “¿cómo construimos una cultura que potencie fortalezas, habilite la confianza, entrene el conflicto sano y potencie a quienes hoy ya están aportando valor?”. Ignorar esa dimensión sistémica no solo frena el crecimiento, sino que tiene un costo oculto enorme: equipos agotados, decisiones lentas y pérdida de gente valiosa que siente que su aporte pasa desapercibido.
Cuando corregir debilidades destruye talento. Muchas organizaciones siguen atrapadas en una lógica de corrección permanente. Invierten toda la energía en llevar a cada persona apenas al mínimo aceptable, pero descuidan aquello donde ya tienen un diferencial natural. El resultado: talento nivelado hacia abajo, creatividad comprimida y equipos que pierden identidad. El liderazgo de alto rendimiento cambia la pregunta: no solo “¿qué le falta a esta persona?”, sino “¿dónde ya aporta valor real y cómo escalamos ese aporte?”. Una fortaleza entrenada con disciplina se convierte en una ventaja competitiva; sin acompañamiento, simplemente se diluye.
El conflicto bien gestionado: la ventaja competitiva que nadie entrena. Un problema silencioso es el miedo al conflicto. La armonía artificial —esa paz superficial donde nadie dice nada “para no generar lío”— es uno de los mayores inhibidores del rendimiento. En esa lógica, el mito de corregir debilidades se vuelve todavía más costoso: como no se pueden mostrar fallas, se las oculta, y los problemas crecen debajo de la alfombra.
Las culturas productivas institucionalizan el conflicto sano: discutir ideas, no identidades. Sin esa fricción inteligente, las decisiones pierden calidad y se acumulan resentimientos que terminan explotando en el peor momento. Cuando los equipos pueden confrontar puntos de vista sin atacar personas, las debilidades se exponen temprano, las fortalezas de cada uno se complementan y el rendimiento mejora de manera sostenible.
Innovación real: cuando las fortalezas tienen espacio. La innovación también requiere un cambio de mirada. No es inspiración ni genialidad aislada: es sistema. Sucede cuando las ideas circulan sin censura temprana, cuando las áreas cooperan sin esconder información y cuando el liderazgo prepara el futuro —anticipando escenarios y rediseñando procesos— en lugar de solo administrar urgencias.
Muchas empresas intentan “innovar” corrigiendo procesos mínimos o sumando tareas, pero sin liberar ni potenciar las fortalezas de las personas que realmente tienen algo distinto para aportar. La innovación aparece cuando las fortalezas diversas del equipo pueden encontrarse sin miedo al juicio, no cuando todos intentan compensar lo que les falta.
La responsabilidad y la confianza como motores del rendimiento. Un error habitual es leer los resultados únicamente desde el contexto. Cuando un equipo no logra lo esperado, se suele culpar al mercado, a la economía o a la presión externa. Pero el rendimiento sostenible empieza cuando las personas asumen protagonismo: no el control total del escenario, sino la responsabilidad sobre la calidad de su respuesta. La economía no se controla; la manera en la que responde el equipo, sí. En culturas maduras, esta distinción reduce la rumiación improductiva y devuelve claridad para decidir qué controlar, qué influir y qué simplemente aceptar.
La confianza también es un ingrediente subestimado. No es un rasgo “blando”; es infraestructura productiva. Los equipos que confían pueden exponerse antes —decir “esto no está funcionando”, “necesito ayuda”, “me equivoqué”— y evitar escaladas ocultas que se convierten en crisis de último momento. Cuando el estándar no es la perfección forzada sino la vulnerabilidad profesional, las debilidades dejan de esconderse y se transforman en insumo para que las verdaderas fortalezas puedan aparecer y escalar.
Hambre, humildad y empatía: del ego al objetivo compartido. Otro punto crítico es la capacidad de trabajar en equipo de manera madura. Muchas compañías ascienden a quienes brillan individualmente, pero no necesariamente a quienes saben construir cooperación transversal. Cuando el ego o la defensividad reemplazan la coordinación, aparecen las micro luchas de poder internas, la retención de información y la fricción política diaria. El rendimiento se vuelve rehén del “cuidado del territorio” y no del objetivo compartido. Las organizaciones más sanas promueven tres virtudes: hambre (iniciativa y responsabilidad), humildad (priorizar el equipo) y empatía (leer el impacto en los demás).
Rendimiento sostenible: cuidar lo que ya funciona. Es importante destacar que nada de lo mencionado funciona si los líderes no encarnan el ejemplo. La cultura real no se define por lo que se dice en una presentación general o en un mail corporativo, sino por lo que se premia, se tolera y se corrige en el día a día. Cuando el discurso pide colaboración, pero las recompensas favorecen el individualismo, lo que se construye es inconsistencia, no alto rendimiento.
En un país donde la presión externa es inevitable, las organizaciones no pueden seguir apostando a modelos que agotan talento y premian la supervivencia.El alto rendimiento no es exigir más horas ni corregir cada debilidad hasta el extremo. Es construir las condiciones relacionales, emocionales y operativas para que las personas puedan dar su mejor versión de manera sostenible.
No se trata solo de alcanzar picos de desempeño. Se trata de sostenerlos sin quebrar la cooperación interna ni desgastar a quienes hoy son el diferencial competitivo más difícil de reemplazar: las personas que ya están rindiendo bien. El desafío es dejar de sobre diagnosticar sus debilidades y aprender a cuidarlas, desarrollarlas y —sobre todo— reconocerlas. Porque ahí empieza el verdadero rendimiento.
*Santiago Fernández Escobar, especialista en comportamiento humano, liderazgo y alto rendimiento organizacional. Fundador y director de ACROS Training.
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