Cuando murió en julio de 1974, Juan Domingo Perón dejó a sus muchos dependientes lo que quedaba de la inmensa fortuna política que había acumulado décadas antes. Para decepción de los convencidos de que el movimiento autoritario que fundó lo acompañaría al más allá, sus herederos recibieron bastante como para permitirles dominar el escenario nacional por medio siglo más, pero hay señales de que el prolongado reinado del peronismo podría estar acercándose a su fin. Además de enfrentar la posibilidad real de que su eventual candidato presidencial, sea Sergio Massa, Daniel Scioli o algún “tapado” genuinamente kirchnerista, llegue tercero en las elecciones venideras, se ha hecho dolorosamente evidente que las ideas y actitudes que son propias del peronismo han arruinado a un país que, bien gobernado, pudo haber estado entre los más prósperos y creativos del planeta.
Así y todo, hay dudas. Desde mediados del siglo pasado, se han escrito miles de obituarios del movimiento que, según los más críticos, era sólo un remedo sudamericano del fascismo italiano cuyo éxito fue posibilitado por las ventajas pasajeras que disfrutó la Argentina neutral durante la Segunda Guerra Mundial.
Todas las noticias fúnebres resultaron ser prematuras. Hasta ayer no más, el peronismo o, si uno prefiere, la mentalidad peronista, siguió predominando en el mundillo político e incluso intelectual del país a pesar de haber protagonizado una serie inverosímil de desastres colectivos. Es por lo tanto comprensible que muchos estén reaccionando con incredulidad frente a lo que está ocurriendo.
La mentalidad peronista es resueltamente negativa. El egoísmo aparte, lo único que tuvieron en común Cristina, Alberto, Sergio y sus colaboradores cuando formaban el gobierno actual era la voluntad de impedir que Mauricio Macri, o sea, “la derecha”, retuviera el poder. Puesto que nunca se dieron el trabajo de pensar en un programa de gobierno positivo, algo que, un tanto tardíamente, acaba de pedir Máximo Kirchner, no se les ocurrió que, a menos que hicieran un esfuerzo auténtico por atenuar los problemas del país, correrían el riesgo de provocar una catástrofe de dimensiones históricas.
A inicios de lo que en teoría sería su propia gestión pero que, para sorpresa de pocos, resultaría ser un simulacro, Alberto se declaró en contra de los planes económicos. Lo hizo con el presunto propósito de asegurar a los lectores del muy influyente Financial Times de Londres que no era un izquierdista dogmático, pero la mayoría lo tomó por evidencia de que temía comprometerse con medidas antipáticas del tipo que, dadas las circunstancias, eran claramente necesarias y que, luego de la pandemia y el estallido de una guerra en Europa, se harían imprescindibles. En todos los países democráticos, hoy en día gobernar es ajustar y quienes se resisten a hacerlo “por principio” suelen caer víctimas de las crisis inflacionarias que ellos mismos desatan.
Es lo que ha ocurrido aquí. Desde el primer momento, fue de prever que fracasaría un gobierno armado por una señora acusada de una multitud de delitos cuya prioridad absoluta era hacer trizas del sistema judicial, uno que estaría encabezado formalmente por un peso liviano que hasta entonces la había criticado con virulencia extrema y que contaría con el apoyo de un pragmático escurridizo casi cómicamente ambicioso.
Si bien Cristina aún conserva una cantidad notable de votos, no le alcanza para ganar una elección presidencial, a Alberto le faltaron la confianza en sí mismo, la autoridad personal y la astucia que le hubieran permitido erigirse en un mandatario de verdad con buenos motivos para esperar a ser reelegido y Sergio, que a pesar de todo sigue de pie, ha resultado ser incapaz de frenar el tsunami inflacionario que, día tras día, cobra más fuerza destructiva. Para imponerse electoralmente, el tigrense no tendría más opción que la de amedrentar a la gente hablándole de lo terrible que le sería un gobierno de Juntos por el Cambio o La Libertad Avanza, pero sabe que sería muy poco probable que una campaña de tal tipo funcionara.
Para el trío oficialista, la gran pregunta es: ¿se desplomará todo antes de las PASO que están programadas para el 13 de agosto, o después? La semana pasada, se intensificó el temor de que el estallido fuera inminente. En efecto, todo hace pensar que los mercados están preparándose para vengarse de aquellos políticos que los desprecian montando una ofensiva masiva contra el raquítico peso nacional. ¿Serviría una devaluación formal para aplacar a quienes operan en el mercado cambiario? Virtualmente nadie lo cree, pero tal y como están las cosas, no hay muchas alternativas.
Como sucedía luego del reemplazo de Martín Guzmán por Silvina Batakis, algunos dicen que en la Casa Rosada puede oírse el sonido de helicópteros calentando motores. Les gusta imaginar que Massa, harto de procurar cuadrar el círculo administrando una economía al parecer moribunda sin tomar medidas que enojarían a Cristina y la militancia kirchnerista, decida irse, y que Alberto y otros funcionarios se sientan obligados a emularlo luego de reconocer que no tienen la menor idea de cómo impedir que todo se venga abajo. Aunque renunciar por conciencia de las limitaciones propias sí sería digno de calificarse de patriótico, la posibilidad de que algo así ocurriera es, por desgracia, bien escasa.
Gracias a la presencia inquietante de Javier Milei, un personaje que últimamente se ha visto transformado de un excéntrico pintoresco, alguien más notable por su pelo que por sus promesas políticas, en un presidenciable al que es forzoso tomar muy en serio, muchos especialistas en la materia se han puesto a advertirnos que la dolarización que propone sería imposible en un país con poquísimos dólares en las arcas y que ensayarla antes de que estén llenas tendría consecuencias catastróficas.
Si bien hasta los indigentes se han habituado a pensar en dólares, para tener las consecuencias a largo plazo previstas por sus partidarios, la dolarización tendría que coincidir con un cambio cultural profundo. Como nos recordó la convertibilidad, convivir con una moneda fuerte es sumamente difícil para una sociedad cuyos dirigentes políticos fingen creer que el rigor fiscal es un crimen de lesa humanidad ultraderechista. Asimismo, puesto que es de suponer que los costos socioeconómicos inmediatos de la dolarización serían más o menos iguales a los de una defensa a ultranza del valor del peso, sería más lógico optar por dicha variante aunque, claro está, cualquier gobierno que lo intentara podría desencadenar el tan temido estallido social. Después de todo, de no haber sido por la convicción casi universal de que aquí la mayoría no estaría dispuesta a soportar un grado de disciplina fiscal que en otras latitudes sería considerado normal, la Argentina nunca hubiera llegado a su traumática situación actual.
Aunque está de moda comparar a Milei con otros outsiders notorios como el norteamericano Donald Trump y el brasileño Jair Bolsonaro, hay muchas diferencias. Milei se presenta como un antídoto al populismo despilfarrador. Se ufana de ser un paladín del liberalismo puro y duro de la Escuela Austriaca, un credo que sus presuntos precursores nunca han soñado con reivindicar, si es que han oído hablar de él. Así y todo, lo mismo que ellos, Milei da a entender que, una vez entronizado, limpiará la mugre que ha dejado una “casta” parasitaria y corrupta para que su país pueda recuperar en poco tiempo el lugar que, dice, merece ocupar en el esquema internacional.
Se trata de un mensaje voluntarista, para no decir mesiánico, que, demás está decirlo, pasa por alto un sinnúmero de dificultades prácticas. Para poner en marcha el programa que tiene en mente, Milei tendría que romper con el orden democrático existente en que, por escandaloso que le parezca, el Congreso desempeña un rol clave, para entonces gobernar como un dictador omnipotente; dice que lo haría celebrando referendos, como hacen los suizos, pero organizarlos no sería tan sencillo como parece creer. De todos modos, la suya sería una dictadura muy sui géneris, una liderada por un personaje que no exaltaría el orden, como hacen los hombres fuertes tradicionales, sino una versión personal del caos, aunque es de suponer que, en el caso de que, para alarma mundial, triunfara en las elecciones, Milei comprendería que para gobernar necesitaría la colaboración de aquellos integrantes de la odiada “casta” que hasta cierto punto comparten sus principios liberales.
Huelga decir que la mera posibilidad de que el sucesor de Alberto sea Milei nos dice mucho acerca de lo tremendo que ha sido el fracaso de no sólo del gobierno peronista más reciente sino también de de las deficiencias de una coalición opositora precaria que, en opinión de muchos, no estaría en condiciones de reparar el daño que han hecho Cristina y sus fieles. Si Milei representa algo, no es el entusiasmo popular por un recetario económico austríaco sino la hostilidad visceral hacia la clase política, cuando no hacia la política como tal, que comparten millones de ciudadanos que se sienten estafados por quienes se comprometieron a defender sus intereses pero que, en muchos casos, no han vacilado en privilegiar a los propios, sean éstos personales o corporativos.
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