Al igual que aquellos militares que, para salvar la democracia, solían derrumbar a gobiernos elegidos que en su opinión estaban socavándola, Cristina Kirchner y sus feligreses están jugando con la idea de que la Argentina se ha apartado del sistema al que hasta los dictadores más brutales rinden pleitesía y que por lo tanto tienen derecho a hacer cuánto resulte necesario para remediar una situación que no les gusta para nada. Dicen creer que una nefasta alianza de medios “hegemónicos”, el Poder Judicial y una oposición dominada por “la derecha” neoliberal está transformando el país en una tiranía antipopular.
Se trata de una versión levemente modificada del discurso que fue empleado por Montoneros y otras bandas supuestamente revolucionarias de cincuenta años atrás para justificar el asesinato de quienes a su entender representaban al viejo régimen. Aunque muchos personajes han seguido pensando del mismo modo, negándose a abandonar “los ideales” de sus propios años dorados, hasta ahora casi todos han preferido fingir considerar legítimo el sistema imperante, pero al intensificar el temor a que su causa sufra una derrota electoral catastrófica, los más angustiados, entre ellos la vicepresidenta que hizo más que nadie para configurar el gobierno encabezado nominalmente por Alberto, han comenzado a descalificarlo.
Cristina dice que su lugar en el mundo es El Calafate. Pues bien, su lugar en el tiempo es la década de los setenta. Siente nostalgia por las verdades tan sencillas como contundentes de aquellos días en que muchos jóvenes estaban dispuestos a matar o morir por doctrinas basadas en una mezcla de nacionalismo telúrico y socialismo fantasioso muy parecidas a las elucubradas por quienes, más de medio siglo antes, harían de Europa y buena parte de Asia un matadero. Por fortuna, la generación a la que pertenece Cristina no pudo concretar los proyectos genocidas de los más fanatizados. Así y todo, los sobrevivientes, comprometidos con un ideario que ya era anacrónico cuando lo improvisaron, y sus descendientes tanto biológicos como intelectuales, lograron aprovechar los errores y crímenes cometidos por el régimen militar, además de la ayuda que les prestó Néstor Kirchner, para conquistar poder político y disfrutar de los muchos beneficios que les proporcionaría.
Al hacerlo, aseguraron que el país continuaría degradándose hasta convertirse en el hogar de una multitud creciente de pobres apenas alfabetizados, una clase media en vías de extinción, una economía pulverizada y una elite política corrupta y fabulosamente ineficiente cuyos integrantes, con algunas excepciones, están más interesados en los cargos que les permiten vivir del Estado que en cualquier otra cosa.
Ahora bien, ya han transcurrido más de catorce años desde que Elisa Carrió, acompañada por otros miembros de la Coalición Cívica, denunció formalmente a Cristina por saquear sistemáticamente al país mediante el otorgamiento en Santa Cruz de contratos de obra pública a las empresas del ex cajero bancario Lázaro Báez. De haber funcionado bien la Justicia, el caso se hubiera resuelto en algunos meses pero parecería que aquí, como en Italia, a pocos juristas les preocupa lo de “justicia demorada es justicia denegada”, razón por la que Carrió tuvo que esperar hasta que el poder político de la acusada principal se redujera lo bastante para que los fiscales y jueces pudieran hacer su trabajo como correspondía.
¿Actuaron prematuramente los jueces del Tribunal Oral Federal 2 al sentenciarla a seis años entre rejas y, desde luego, a inhabilitarla para cumplir funciones públicas? En vista de que por ahora sólo se trata de una condena teórica, ya que antes de llegar a la Corte Suprema, que tendrá la palabra final, sería necesario que el asunto superara algunos obstáculos judiciales, Cristina podría mantenerse libre merced a los fueros que sirven para impedir que políticos influyentes se vean obligados a obedecer la ley como si fueran ciudadanos comunes.
Desafiante, la vicepresidenta, que acaba de enriquecer su currículum académico con un doctorado Honoris Causa rionegrino, quisiera apostar a que aún sin fueros siga siendo tan popular que nadie se atrevería a detenerla para entonces forzarla a llevar un brazalete electrónico mientras que, por su edad, cumpla años de arresto domiciliario en el lejano sur. De más está decir que los kirchneristas insisten en que, si bien según ellos ha sido “proscrita”, se postule por un cargo electivo significante. No es que todos se preocupen por el bienestar de la jefa sino que saben que, sin su nombre en una lista, su capacidad para cosechar votos se vería cruelmente reducida.
El pánico que tales kirchneristas sienten puede entenderse. El poder de Cristina es tan personal que no le ha sido dado formar sucesores viables. Máximo Kirchner, Wado de Pedro, Jorge Capitanich y Axel Kicillof distan de ser presidenciables convincentes. Puede que exagere Alberto cuando afirma que mide mejor que todos sus rivales putativos salvo Cristina, pero no lo hace por mucho.
De los oficialistas, el candidato más promisorio sería Sergio Massa; sin embargo, hay motivos para creer que, a juicio de la señora, se trata de una réplica de Alberto provista de dientes filosos que, de tener la oportunidad, no vacilaría en usarlos contra ella. Por cierto, si, a pesar del fracaso de su gestión como ministro de Economía, Massa optara por probar suerte y lograra aprovechar el confuso scrum político para alzarse con la presidencia -lo que, gracias a la presencia inquietante de Javier Milei, sería por lo menos factible-, lo primero que haría sería reconciliarse con el Poder Judicial ofreciéndole la cabeza de Cristina.
¿Están en condiciones los kirchneristas más intransigentes de defender a su jefa provocando un “quilombo” tan ruidoso que sacudiera las instituciones democráticas para que los demás políticos, asustados, decidieran dejarla en paz? Aunque han amenazado con hacerlo, sus esfuerzos por organizar un “operativo clamor” en tal sentido han sido contraproducentes; lo único que han conseguido es llamar la atención a lo difícil que hoy en día es persuadir a la gente a participar de maniobras políticas que antes brindaban buenos resultados.
Es paradójico, pero a pesar de que conforme a las encuestas Cristina disfrute de un nivel de apoyo que es envidiable según las pautas vigentes en una sociedad tan agrietada como la argentina, parecería que pocos se sienten tentados a hacer número en manifestaciones públicas convocadas para apoyarla por los militantes profesionales de La Cámpora, lo que hace pensar que, de surgir alguien dotado de más carisma que Milei, digamos, podría arrasar en muchos distritos que los kirchneristas creen eternamente suyos aun cuando sus propuestas políticas no guardaran relación alguna con las reivindicadas por los populistas tradicionales.
¿A qué se debe el poder que aún ejerce Cristina? El que, a pesar de todos sus esfuerzos, no haya conseguido prestarlo a ningún miembro de su entorno, hace pensar que es totalmente ajeno a sus presuntas preferencias ideológicas. ¿Tiene carisma? A juzgar por su prolongado protagonismo, parecería que sí, pero sólo funciona con sectores determinados de la población. También habrá incidido el conservadurismo extremo que es propio de tales sectores y que hace explicable el atractivo duradero del peronismo; una vez identificado un supuesto benefactor, son reacios a darle la espalda. Es por tal motivo que, para los peronistas, la “lealtad” es la virtud fundamental; si no fuera por la insistencia de sus simpatizantes en pasar por alto los fracasos de la mayoría de los gobiernos que han conformado, “el movimiento” se hubiera esfumado hace muchas décadas.
De todos modos, hay cada vez más señales de que el respeto por la ley está ganando el largo tira y afloja con la política. Cuando Carrió acusó a Cristina de haber creado un sistema para desviar fondos públicos a sus propias cuentas bancarias y aquellas de sus cómplices, la supremacía de la política era indiscutible, pero en los años siguientes se debilitaría para que, poco a poco, la Justicia comenzara a liberarse hasta llegar a la situación actual en que, para restaurar el statu quo anterior, sería preciso que el país abandonara sus pretensiones democráticas.
Por lo pronto, la mayor amenaza que enfrenta la democracia no es la planteada por kirchneristas enfurecidos que quisieran regresar a los años setenta del siglo pasado sino la de que la pavorosa crisis económica, que se ha visto agravada por la gestión del gobierno armado por Cristina, provoque estallidos sociales inmanejables. Hace algunos meses, parecía que los kirchneristas creían que les convendría intentar frenar la inflación, de ahí el apoyo que ofrecieron a Massa, pero extrañaría que a los más maquiavélicos no se les ocurriera que, dadas las circunstancias, sería de su interés echar nafta a las llamas. Desde su punto de vista, habrán acertado los revolucionarios rusos decimonónicos que acuñaron el lema “cuanto peor, mejor”, ya que, si permiten que el país siga siendo fiel a la Constitución nacional, no habrá forma de impedir que la Corte Suprema ratifique la sentencia del Tribunal Oral Federal 2 y, lo que para muchos sería aún más alarmante, que ponga en marcha una ofensiva general contra la corrupción que tanto daño ha hecho a la sociedad argentina.
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