Margarita esperaba ese momento con paciencia desde hacía largo tiempo. Ya no sabía cómo pedirle a su marido que se jubilara, por su bien. A los 97 años seguía tomando decisiones sobre la vida de las personas, la libertad y los grandes asuntos del país, esos que con frecuencia habían sido la causa de que se llenara la puerta de su edificio señorial de periodistas.
Cuando salían a tomar el té por Recoleta, algo que siempre les gustó compartir, en sus largas charlas ella trataba de conducirlo despacio hacia el tema, a ver si lograba inculcarle su idea sin ser tan explícita ni lastimarlo. Carlos Fayt no imaginaba ni un día de su vida sin su cargo en la Corte Suprema, sin ese poder casi absoluto que otorga ser un juez supremo. Sin ese éxtasis que implica tener la última palabra en todo. “Es un trabajo full life”, decía y mostraba, con doble sentido, sus ansias de eternidad. En el fondo, ella tampoco podía imaginar otra cosa, pero sí podía distinguir que ese hombre a quien siempre había idolatrado estaba parado en una zona riesgosa: podía terminar su carrera en el más crudo desprestigio o bien con dignidad y algún galardón.
Como todos los martes, que es el día en que la Corte tiene su plenario, el presidente, Ricardo Lorenzetti, había llamado temprano a la casa de Fayt para preguntar si iba a concurrir.
En los últimos tres años su presencia en el acuerdo, como se llama a la reunión de los supremos, era una lotería. Estaba atada a factores climáticos y anímicos. Se cuidaba del frío, de los virus y las bacterias, con la esperanza de seguir sumando años. Los inviernos ni aparecía, por eso en los pasillos de la Corte lo apodaron “oso hormiguero”. Por lo general, Margarita atendía el teléfono y respondía en su nombre. Ese día dijo que sí, que allí estaría. Un buen rato después de que Fayt completara la ceremonia de salida de su casa, con el custodio y el chofer estacionado en la puerta y el adiós afectuoso de su esposa, volvió a sonar el teléfono.
Ahora era Pablo Hirschman, un secretario de espalda amplia y estilo formal, que se había ganado la confianza del juez.
—¡Lorenzetti le acaba de pedir al doctor que renuncie!
—le avisó a Margarita en tono secreto.
—¿Y qué pasó? —quiso saber ella.
—Tuvo que aceptar —respondió el letrado.
Para Margarita era un alivio, pero hubiera querido que fuera de otra manera. No llegar a que Lorenzetti se lo pidiera así, crudamente y con la anuencia de los demás. Pero a Fayt en los últimos tiempos le ganaba el orgullo, e insistía como un niño: “Yo puedo trabajar, yo puedo”. Por donde se la mire, su salida después de 32 años en la Corte era un hito en la historia nacional. Un momento que muchos creyeron que no llegaría jamás. En efecto, era difícil imaginar a Fayt en otro lugar. “Quiere que lo entierren acá, en medio del Palacio”, comentaba con desconcierto uno de sus colaboradores cuando advertía ya a mediados de 2014 que necesitaba ayuda para sentarse, que no podía caminar sin bastón ni terminar una idea, que de pronto enmudecía y la mirada se le perdía en el vidrio oscuro de sus anteojos de marco dorado.
Su situación fue tema central en los dos acuerdos anteriores donde se congregaron los jueces. Al tercero sus colegas esperaban que llevara la renuncia escrita. Pero Fayt, un perenne provocador, fue con las manos vacías. El clima se puso tenso y Lorenzetti abrió con fastidio la puerta de madera pesada del salón, llamó al secretario Cristian Abritta y le ordenó que redactara “el oficio”. No se atrevía a pronunciar la palabra traumática: renuncia. “Escriba la nota”, le indicó también, en busca de más sinónimos.
Abritta, hombre alto, delgado y deportista, de cara larga y nariz prominente, lleva una carrera de más de veinte años en la Corte. Sobrevivió con astucia a todas sus integraciones y siempre se las ingenió para ganarse la confianza de cada presidente supremo. En cuestión de minutos volvió con el texto listo. Puso lo que le pareció bien. Lo leyó en voz alta, aplomada, frente a los jueces. “Saludo a la señora presidenta con las expresiones de mi consideración más distinguida”, terminaba la carta, tan corta que hacía impensables las tres décadas que había detrás. Fayt, con la cabeza gacha, permaneció mudo. Después dibujó su firma.
Lorenzetti pidió mantener la decisión en secreto ya que haría un comunicado oficial de prensa. Quería administrar él mismo la información. Pero Fayt, otra vez, hizo lo que quiso.
En el momento en que estaban los nueve secretarios de la Corte juntos en la sala de acuerdos, parados uno al lado del otro, logró que emergiera su voz casi inaudible desde las profundidades de su cuerpo pequeño: “Queridos amigos, quiero decirles que acabo de renunciar”, se descargó. Primero se hizo un silencio, y después se le fueron acercando, dubitativos, como quien va a dar el pésame a alguien que conoce poco.
Cuando “el ministro” —como a Fayt le gustaba que lo llamaran— volvió a su casa, Margarita le prometió cariñosamente que lo ayudaría a pasar el mal trago y le haría compañía en su retirada de la vida laboral y pública.
Era el 15 de septiembre de 2015. Todavía faltaba más de un mes para las elecciones que marcaban el fin de la presidencia de Cristina Férnandez de Kirchner.
A él, una de las cosas que más le importaban era que su renuncia se hiciera efectiva con el nuevo Gobierno. Margarita le pidió a Lorenzetti que fuera entre febrero y marzo. Al final, en el texto quedó escrito que entraría en vigor “a partir del once de diciembre del corriente año”, es decir, un día después del traspaso de mando presidencial. “No fue lo que acordamos, pero ya está”, le reprochó la mujer al presidente de la Corte.
Fayt detestaba a Cristina. Le provocaba ira. Cada vez que encendía el televisor y aparecía su imagen, empezaba a maldecir en voz alta, hablándole a la pantalla, con furia. Ella había sido quien, públicamente, en medio de actos políticos, sacó a relucir la cuestión de su edad. La primera fue en Río Gallegos, en junio de 2013, cuando trató de defender un plan de reforma judicial que impulsaba la participación ciudadana en la selección de jueces a través del Consejo de la Magistratura.
Ahí se refirió al juez como “el casi centenario miembro de la Corte, que pertenece al histórico y también centenario Partido Socialista”.
La edad de Fayt, eso de lo que nadie hablaba delante suyo pero sí a sus espaldas, llegó de pronto en 2015 a ocupar el centro de la agenda pública y fue trending topic cuando la Comisión de Juicio Político de la Cámara de Diputados, presidida por la joven kirchnerista Anabel Fernández Sagasti, decidió por diecinueve votos a favor y nueve en contra abrir una investigación sobre su estado psicofísico para seguir impartiendo justicia. El disparador fue una denuncia del jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, presentada el año anterior. Era una iniciativa atípica, sin precedentes, y un factor de desgaste y presión enorme sobre el juez. La oposición de entonces (en especial el PRO, GEN y el radicalismo) replicó que solo era posible hacer una investigación con un pedido de juicio político y que estaban vencidos los plazos. Hubo aportes más dramáticos: la diputada Margarita Stolbizer denunció tortura psicológica sobre Fayt y el diputado radical Manuel Garrido acusó al oficialismo de tener una actitud “estigmatizante” y “discriminatoria”.
La relación. El primer acuerdo en el que le tocó participar a Lorenzetti, en febrero de 2005, justo era el cumpleaños de Fayt. Los jueces de la Corte tienen la costumbre de hacer un pequeño festejo para esas ocasiones. Comen saladitos y se regalan libros, llaveros u otras chucherías. En pleno ágape, el recién llegado intentó ser ameno y sacarle conversación al agasajado: “¿Cuántos cumple, doctor?” Catedrático, y con su destreza de recitador, recurrió a su teoría del paso del tiempo: “No lo olvide, un hombre siempre tiene la edad de la mujer que acaricia”.
Margarita Escribano tiene treinta y dos años menos que Fayt. Es una mujer esbelta, de melena rubia corta, algo ondulada, y sonrisa duradera. Se crió en una familia de abogados pero ella quiso diferenciarse y estudió Ciencias de la Educación. Se especializó en psicopedagogía. Nunca ejerció, aunque sí enseñó en la Universidad de Belgrano. Su papá, Juan Escribano, jurista, era muy amigo de Fayt. Las familias se veían siempre, como un ritual. Con los años, Fayt enviudó y Margarita se divorció y, como suele decir ella, se miraron “con otros ojos”. Se casaron por civil cuando Fayt ya era juez de la Corte.
Cuando quedaban solo cuatro jueces en la Corte, a comienzos de 2015, el voto de Fayt multiplicó su valor, ya que para lograr mayoría hacían falta tres firmas al menos y Lorenzetti no siempre conseguía tener a Highton de su lado. Los cuestionamientos a su edad estaban tan instalados en el debate público, que la sensación era que podía irse en cualquier momento.
Si pasaba el tiempo, el tribunal hasta podría tener ya otros miembros, otra estructura inclusive. Así, en ese contexto que se fusionaba con un año de elecciones nacionales, Lorenzetti resolvió adelantar ocho meses su reelección como presidente del tribunal para un cuarto mandato que duraría de 2016 a 2019. Todavía le quedaba un tercio del tercero. La elección de autoridades suele hacerse entre octubre y noviembre, cada tres años. Pero él la anticipó para el 21 de abril. El voto del decano de los jueces le resultaba imprescindible: sin él iba a tener que votarse a sí mismo, al estilo Julio Nazareno —el ex presidente de la Corte menemista—, cosa que prefería evitar.
Antes de darle el sí, Fayt analizó el tema con Margarita.
Se convencieron mutuamente de que la elección podía traer tranquilidad interna en un año de agenda política caliente. Tampoco había otro candidato en el horizonte que quisiera aceptar. No le dieron muchas vueltas.
Lorenzetti mandó a pedir a la secretaría general que redactaran una acordada. Esa mañana, el nonagenario juez decidió que no saldría de su departamento. A esa altura, para él y su equipo era lo más normal del mundo que firmara los fallos en la mesa del comedor diario.
Lorenzetti le encomendó al secretario Abritta que fuera a la casa de Fayt, lapicera en mano. Estaba todo conversado. La firma de Fayt quedó estampada con un trazo visiblemente tembloroso, debajo del texto de la acordada de la rere-reelección de Lorenzetti. No lo leyó en detalle, sabía de qué se trataba y que en cada cambio de autoridades se usaba el mismo texto. Se lo dio a Abritta, quien se retiró en silencio.
El juez no acostumbraba a ofrecer ni un vaso de agua a los secretarios que iban a verlo por cuestiones burocráticas.
Ese día, el presidente de la Corte evitó difundir su triunfo.
La intención de Lorenzetti era mantener su re-re-re en secreto hasta más adelante, pero la información se le fue de las manos. Se convirtió en un escándalo de grandes proporciones.
Le llovieron críticas. Su maniobra era llamativa, cuanto menos.
Todo empeoró cuando el periodista Horacio Verbitsky reveló en el diario Página/12 que el texto de la acordada de la cuarta reelección decía que Fayt había firmado estando presente en la sala de acuerdos, cuando no había salido de su casa. “Reunidos en la sala de acuerdos del tribunal, los señores ministros que suscriben la presente consideraron…”, comenzaba el documento, que agregaba que habían tenido un “intercambio de ideas”. Maqueda propuso a Lorenzetti presidente, con apoyo de Highton y también de Fayt. Lorenzetti propuso a Highton, quien quedó como vice.
Después de la publicación, Lorenzetti le mandó una carta a Verbitsky. Se la hizo llegar a su oficina, ubicada en diagonal a Tribunales, impresa en papel. Le decía, entre la ira y la burla: “Quiero que tengas el inmerecido privilegio de saber que, siguiendo tus consejos, voy a renunciar a la presidencia” de la Corte. Quedarían a cargo Highton y Maqueda “probablemente hasta fin de año”, cuando estimaba que el tribunal ya tendría otra composición, le decía en un tramo.
Lo que siguió parecía un melodrama, pero fue un operativo calculado. El supremo informó a los medios a través de su vocera, María Bourdin, que había decidido renunciar a su futuro mandato por “cansancio y agobio moral”, y que el tema se trataría en el próximo plenario cortesano. La funcionaria se comunicó con casi todos los medios para que tuvieran la información. La noticia estuvo grande en todos los diarios el 5 de mayo. Pero ese mismo día por la mañana apareció un comunicado de tres líneas en el Centro de Información Judicial (CIJ), el sitio de noticias judiciales de la Corte, que dirige la misma Bourdin, que causó una ola de desconcierto: “La Corte Suprema de Justicia de la Nación comunica que, ante versiones publicadas en el día de la fecha, ratifica total y absolutamente las autoridades designadas mediante la acordada 11 del 21 de abril de 2015”. Es decir, Lorenzetti y Highton. El operativo clamor funcionó, y rápido.
El episodio de la firma empeoraba la situación de Fayt ante la investigación de la Comisión de Juicio Político. Las dudas sobre su estado de salud eran tema favorito de las charlas de ascensor. “El ministro” estaba en boca de todos. Pero como tenía poco contacto con el mundo exterior, no eran muchas las personas que sabían a ciencia cierta cómo estaba.
Margarita llamó a Lorenzetti poco después. “Le quería decir que el doctor está muy bien”, empezó la charla. “Y aguarde un momento que le va a hablar.” Fayt tomó el teléfono y anunció su retorno.
Al día siguiente desafió a las cámaras de televisión y tras un mes de ausencia reapareció en la Corte. Los supremos celebraron un acuerdo extraordinario y allí ratificaron la vapuleada reelección de Lorenzetti en una nueva acordada. Un testigo de la reunión recuerda este diálogo:
—Doctor, esto que está haciendo el Gobierno con usted es una barbaridad —le dijo Highton de Nolasco a Fayt en referencia a la investigación parlamentaria sobre su condición.
—Está bien Elena, gracias. Igual usted está muy oficialista —le contestó el juez decano.
Socialista de origen, autodefinido discípulo de Alfredo Palacios, Fayt aprovechaba cuanta ocasión se le presentara para criticar a Cristina Kirchner.
—Ahora se tiñe el pelo de caoba —dijo una vez ante sus pares.
—Siempre se tiñó de caoba —retrucó Petracchi, quien desdeñaba todo comentario de Fayt. El encono, cargado de divismo, era mutuo y de larga data.
Highton se sumó y miró fijo al decano:
—¿Y usted de qué color se tiñe?
Extracto del libro Los Supremos, historia secreta de la corte escrito por Irina Hauser, Editorial Planeta
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