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MUNDO | 09-05-2017 04:02

Pérez-Reverte: "La cultura occidental está condenada a muerte"

El genial novelista español pasó por Buenos Aires y desparramó su incorrección. La crítica al sistema que prefiere la mediocridad y un diagnóstico de fin de era.

Pocos novelistas pueden ostentar la etiqueta "Ha roto el molde" pegada en la solapa del saco. En el caso de los periodistas, el número se reduce a cuantos dedos tenga una persona en una mano. Arturo Pérez-Reverte puede darse el lujo de mostrar la misma medalla en ambos terrenos. Por creativo, por provocador, por indomable. Una mentalidad que deja a quienes coinciden con sus ideas, como a quienes no, chiquititos ante el ¿coraje? ¿falta de filtros? ¿honestidad imprudente? del cartaginés que no tiene ningún problema en gritar sin levantar la voz que Europa está vieja y es cobarde frente al avance de los extremistas religiosos. Viniendo de él, la provocación se convierte en una afirmación incómoda: a lo largo de toda su vida ha ejercido el periodismo como corresponsal de guerra en tantos conflictos bélicos que hace practicamente imposible una refutación. Él no sólo sabe de qué habla: lo vivió.

Desde el lobby de un hotel de la Recoleta porteña, don Pérez-Reverte recibe a NOTICIAS y este periodista se siente microscópico sin saber si no resulta una exageración tratarlo como colega, dado que su labor como novelista ya lo ha trascendido, pero nunca se deja de ser periodista...

– Sí, se deja de ser periodista –afirma Pérez-Reverte y, mientras soluciona el enigma de su entrevistador, dispara su primer balazo de incorrección–, lo que pasa es que es como cuando uno ha sido puta o ha sido sacerdote: queda algo que ya no se puede borrar. Se puede dejar de ser periodista pero nunca se pierde la mirada que te da el periodismo, una especie de lucidez extrema, de escepticismo oculto. Una cultura no hecha de libros, sino hecha de conocimientos del ser humano. Y uno ya nunca puede mirar a la gente igual cuando uno ha sido periodista, como cuando ha sido puta o ha sido sacerdote. O policía. Uno nunca puede olvidar el periodista que fue, aunque no ejerza como tal. Y hay cosas que ya no se creen como tal, hay fes imposibles, hay palabras con mayúsculas que ya son imposibles y tienen minúsculas todo el tiempo.

–¿El escepticismo le ha jugado en contra?

– No, me ha jugado a favor. El escepticismo hace el mundo más frío, más gris, más hostil. Uno desearía encontrar en la gente virtudes que sólo encuentra en los perros o en los niños. El problema está en que el haber sido periodista –o haber sido puta, o sacerdote o policía– hace que uno vea cosas que no querría ver. Yo puedo ver un joven educado, bien vestido, con chaqueta, camisa blanca, las manos cuidadas, bien peinado, una barba recortada, pero mi especie me dice que ese joven a la vez puede ser un hijo de puta absoluto. Pone siempre una cierta distancia y eso es bueno, es práctico, es útil, pero también es desolador, porque uno quisiera que el chico que se sienta confiara tu vida. Pero la experiencia hace que uno se frene.

– Sus afirmaciones desde lo que está pasando en Europa con los conflictos migratorios...

–(Interrumpe) No es un conflicto de migraciones: es un conflicto de historia. La historia está cumpliendo su inevitable rigor de siglos.

–¿Qué es lo que le preocupa de la situación actual de Europa?

– A mi no me preocupa nada porque tengo 65 años. Mi vida está hecha, he vivido como he querido, he tenido una vida muy satisfactoria, he tenido mucha suerte, todo me ha salido bien, estuve donde quise estar, escribo libros, navego, soy dueño de mi vida, de mi tiempo, de mi dinero. En ese sentido no me preocupa. Lo que pasa es que observo la realidad. Y la realidad es como es. Cuando has vivido la historia en primera persona, has sido testigo de ella, o tienes la edad suficiente para que las pasiones, los impulsos y las etiquetas fáciles no pesen tanto como la lucidez, el análisis y el conocimiento del ser humano, te das cuenta de que hay cosas que ocurren inevitablemente. Es complicado responder esto, pero voy a utilizar un ejemplo. Hay una novela que se llama “El cazador de barcos” de Justin Scott, que es una obra maestra, el mejor libro de barcos que se ha escrito en el siglo XX. Y en ese libro hay un punto en el cual dice el protagonista “en el mar puedes hacerlo todo bien, pero aún así el mar te matará. Pero si eres buen marino, al menos tendrás el consuelo de saber en qué latitud-longitud estás cuando el mar te mate”. Pues eso es lo que yo quiero. Lo que intento es, a mí mismo y a mis lectores, situarlos en que latitud-longitud están. Que sepan dónde están y por qué el mar los mata. Pero matarlos, los va a matar igual.

–No hay solución.

–La historia no se soluciona, se vive. La cultura occidental está condenada a muerte. Aristótles, Homero, Dante, Virgilio, Shakespeare, Borges, Cervantes, Rembrandt, Bioy, todo eso se va al carajo. Porque ha pasado su época, porque ahora viene otra época distinta. Tardará a lo mejor un siglo, dos siglos o tres, pero eso pasará y vendrá otra cosa, otra cultura diferente, mezclada, mestiza, no lo sé, no me importa, no voy a estar aquí para verlo. Pero es evidente que hay un sistema de valores, que son la Ilustración, la Revolución Francesa, las ideas, los derechos del hombre, que están en cuestión. Yo me limito a ser notario, a contarlo. Y también a decir "frente a eso no hay solución". Hay analgésicos: no quita la causa del dolor, pero ayuda a soportar el dolor. La única forma de asistir al final de un mundo es tener la lucidez bastante para comprender que ese mundo tiene que acabar. Mi actitud es esa. Todo responde a lo mismo: es una actitud ante un final de época.

–¿No hay una falta de comprensión de los ciudadanos de occidente sobre la gravedad de este tema?

–Hay una diferencia que es para mí muy importante. Nuestros abuelos, la generación que precedió a la mía y todavía parte de la mía, tenía también la certeza de que el mundo es un lugar peligroso, hostil y donde las cosas son caducas, donde se muere con facilidad, donde el ser humano es un hijo de puta depredador. Pero eso lo hemos olvidado, porque somos tan estúpidos... Educamos a nuestros hijos diciendo “el Titanic es insumergible”. El Titanic tiene siempre un iceberg delante. Siempre lo hay. Pero les hemos hecho creer que el Titanic nunca se hunde. Estamos creando generaciones ajenas a la realidad, incapaces de comprender. Entonces, cuando viene el golpe, cuando viene la dictadura de Videla, cuando viene la bomba del montonero, cuando viene la guerra civil española, cuando viene el tsunami, cuando viene la guerra de Aleppo, cuando viene el meteorito, la gente dice “no puede ser”. Claro que puede ser, idiota: son las reglas, solamente que lo habíamos olvidado. Occidente ha olvidado de donde viene, ha olvidado su historia. Parece que es nuevo pero en realidad es sumamente olvidado. Mis artículos, toda mi actitud intelectual, si se le puede llamar intelectual a mi actitud ya que solo soy un tipo que cuenta historias, se encamina a gritar, repetir, recordar a aquellos que quieren o que entienden “mira, chico, esto es un lugar muy jodido”. No es que ahora estemos peor. Habíamos creído que nunca íbamos a estar mal. Lo habíamos olvidado.

–¿No estamos equivocando la puntería sobre los problemas reales, como si quisiéramos pintar la pared cuando está en riesgo que se caiga?

–Eso es propio de todo final de época. Hay un escritor romano llamado Ammiano Marcellino que se queja de los últimos tiempos de Roma: "ahora las calles están llenas de jóvenes tocando el tambor vestidos como los bárbaros y cantan hasta la madrugada y molestan a los vecinos". Fue en el siglo IV y ya se quejaba de lo mismo. Hay una cosa que está clara, para mí: el mundo occidental, sin cultura, sin la médula espinal de la cultura, no es nada. Nosotros somos lo que somos porque tenemos derechos humanos, tenemos Platón, Virgilio, Arístoteles, Dante. Pero ese mundo está sentenciado a muerte. Platón está muerto, Virgilio está muerto, Cervantes está muerto, Borges está muerto. El mundo actual no tiene herramientas defensivas. Todo el sistema educativo, argentino, español, occidental actual está encaminado a destruir la inteligencia, no a potenciarla. Antes, la élite se consideraba necesaria para tirar del carro. Élites culturales, científicas, políticas, de todo tipo. Antes, la educación era una vía adecuada para localizar y destacar aquellos brillantes que podían ser útiles a la sociedad en distintos aspectos. Ahora es al revés: la mediocridad. En un colegio un niño de siete años brillante será machacado por el sistema para no dejar atrás al torpe de la clase. Esa inversión de valores, esa falta de respeto por la ciencia y la élite como mecanismo motor de la sociedad, es propia de los finales de época: cuando todos los mediocres creen ser iguales que los que no lo son. ¿Qué es Twitter? Todos los mediocres intentando hacerse oír para callar la voz de los que realmente sí son brillantes. No hay salvación. No hay solución, es un problema de cultura. La cultura que crea occidente, la que nos nutrió, está desapareciendo.

La conversación vira hacia Falcó (Alfaguara, 2016), su última novela que ha convertido en apasionante un triste período del siglo XX, y a lo que rodea a la obra en sí. Cada lector habrá tenido su percepción, pero bueno, la tiranía del entrevistador lleva a preguntar por las propias.

–¿Qué es lo que hace que nos resulte agradable consumir tragedias viejas y nos resulten insoportables las tragedias de hoy?

–La pregunta es muy inteligente, pero no estoy de acuerdo. Nos llevaría a un debate ajeno a la entrevista, pero creo que no es así. La historia, la memoria, nos permite soportar cosas que en el presente nos serían insoportable. Es sencillo: la película que yo vi recientemente de Ricardo Darín, Capitán Kóblic, es una película insoportablemente sórdida porque está muy cerca en el tiempo. La historia contando como tiraban a la gente del castillo a los fosos a los prisioneros sarracenos de las cruzadaas es soportable. Al tenerlo tan cerca nos sentimos afectados. Cuando al horror lo sentimos cerca, nos hace reaccionar. Pero cuando lo sentimos distante, lo podemos soportar. Por eso el ser humano prefiere olvidar que el horror pertenece al ahora. Y es el error grave que comete. No es que el libro sea romántico. Al hablar de otra época hace que sean soportables cosas que hoy son insoportables. Hay una escena de tortura en el libro. Si esa escena la contáramos aquí en la ESMA, sería completamente inaceptable que un protagonista torture de esa manera. Pero al haber pasado un siglo, es más tolerable. El ser humano es así de estúpido.

–Las mujeres que he consultado sobre la percepción que tienen de Lorenzo Falcó, han respondido que es “adorable”.

–(Sonríe) Es que las mujeres son unas cabronas. Todas lo son. Está clarísimo: Falcó es un hijo de una gran puta. Si ese hijo de una gran puta hubiera sido un tipo sucio, feo, vulgar, mediocre, habría sido intolerable por todos. Pero no. Ahí está la habilidad técnica del autor, que no es tonto y conoce su oficio. Decidí dotarlo de otras cosas: inteligencia, simpatía, gracia, pero sobre todo el descaro del sinvergüenza simpático. Y eso con las mujeres no falla jamás. Las mujeres se casan con los caballeros pero se enamoran de los canallas. Es una constante histórica, no es una expresión mía. No es que yo diga “yo pienso qué”. Está probado históricamente y cualquier persona con canas en la barba sabe muy bien a qué me refiero.

Yo cuando iba al colegio y tenía amigas, tenía 14 años y era un chico bien educado. Iba a ser un caballero. Me di cuenta que a las chicas el que las besaba era el malote, el sinvergüenza de la clase. Ahí empecé a entender eso. Una novela es un artefacto narrativo que debe funcionar con eficacia.Yo recurrí a todo aquellos que yo sé de la vida para que mi héroe fuese aceptado por lectores hombres y lectores mujeres. Debo haberlo hecho bien.

–¿A los hombres nos pasa lo mismo?

–No exactamente. Los hombres somos muy elementales, somos de piñón fijo. La mujer es diferente, es mucho más inteligente que nosotros, tiene unas percepciones de la vida mucho más reales que las nuestras. La mujer sabe que está en el Titanic, el hombre lo ignora. Por razones históricas, genéticas, la mujer tiene una lucidez de la que el hombre carece.

–¿Qué satisfacciones le trajo Falcó?

–Yo detesto escribir. Lo que me gusta es imaginar. Hay algo que para mí es muy importante: un escritor tiene una fecha de caducidad, como los yogures. Depende de su talento, se agota. Es un escritor muy lindo pero está muerto. Y el que ha muerto y no lo sabe, es tristísimo, porque va por la vida sin saberlo. Hay escritores que mantienen el vínculo y siguen vivos. Al escribir Falcó descubrí una cosa: yo no estoy muerto porque sigo siendo lector. Y cuando un escritor pierde de vista al lector que fue, muere. Me puse a leer libros antiguos, ver Hitchcok, leer revistas de la época. Me he dado cuenta que sigo teniendo el impulso inocente, candoroso del lector que descubre cosas. Por eso sé que aún no estoy muerto. Paradójicamente es más sencillo que los otros, más escueto, más lacónico, más canónico, más adelgazado, pero justamente por eso, al obligarme a hacer un ejercicio de literatura intelectualmente mucho más sobrio, me ha puesto en un lugar de lector. Y he descubierto que todavía soy lector, lo he confirmado y eso me hace muy feliz.

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