De todos los presidentes de las décadas últimas, Mauricio Macri es el menos conservador. Antes bien, es un revolucionario que sueña con un país que haya dejado atrás para siempre un pasado atiborrado de fracasos y frustraciones. Para más señas, a diferencia de quienes lo antecedieron en la Casa Rosada, el ingeniero no parece sentir respeto alguno por la rencorosa cultura política nacional que, en su opinión, sólo ha servido para institucionalizar la decadencia. Quisiera verla remplazada por otra, a su juicio mucho más moderna, en que las mejoras concretas, como la supuesta por la extensión de las líneas de metrobus y las obras de infraestructura, pesen muchísimo más que bibliotecas llenas de divagaciones ideológicas o arengas doctrinarias pronunciadas por defensores del viejo orden contra el cual se ha propuesto luchar.
Si bien se ha acostumbrado a desempeñarse como presidente de la República, aún se creerá líder de la oposición al statu quo corporativista que, para buena parte de la ciudadanía y el grueso de los politizados, representa la normalidad.
De acuerdo común, Cambiemos, la coalición dominada por Macri, se anotó un triunfo espectacular en las elecciones legislativas del domingo pasado, pero el éxito así conseguido se debió en gran medida a la fragmentación del resto del arco político, en especial de los sectores ocupados por distintas formas del peronismo. Aunque Cambiemos es la primera minoría, tendría que crecer más, tal vez mucho más, para superar antes de que sea demasiado tarde los obstáculos que los comprometidos con el disfuncional modelo tradicional pondrán en el camino.
En algunos países, como Estados Unidos, un mandatario cuyo partido acababa de recibir el 42 por ciento de los votos en una elección a medio término estaría lamentando un revés inapelable del que no le sería nada fácil recuperarse. Asimismo, no hay ninguna seguridad de que el crecimiento de los bloques de Cambiemos en el Congreso le permita llevar a cabo las temidas reformas estructurales que Macri cree necesarias para que por fin el país levante cabeza. Otros presidentes, entre ellos Raúl Alfonsín y Cristina Kirchner, disfrutaron de niveles parecidos o superiores de apoyo al alcanzado por Macri, sin por eso resultar capaces de producir los cambios, los que en el caso del radical eran mucho menos ambiciosos, que tenían en mente.
Lo mismo que tales antecesores luego de verse fortalecidos merced a una buena elección, Macri espera aprovechar al máximo la sensación de que la agrupación que encabeza está por erigirse en una fuerza hegemónica, de ahí la decisión de convocar a dirigentes sectoriales para negociar acerca de lo que sería la enésima versión del gran acuerdo nacional con el cual tantos políticos, sindicalistas, empresarios e intelectuales han soñado. Macri sabe que se trata de una iniciativa arriesgada ya que, a menos que tenga mucha suerte, fortalecería la cultura corporativista, de raíz hispana, que siempre ha reinado en el país, pero parece creer que en esta oportunidad podría brindarle resultados satisfactorios.
Puede que el presidente haya pecado de optimismo. Sorprendiera que las sesiones que pronto comenzarán a organizarse sirvieran para algo útil. Como es natural, todos los participantes privilegiarán sus propios intereses y se resistirán a convalidar todas aquellas reformas que podrían perjudicarlos, además de las rechazadas por sus aliados coyunturales.
Son muchos los empresarios de mentalidad proteccionista que quieren mantener bien cerrada la economía nacional para que no entre ni un clavo foráneo, sindicalistas que protestarán horrorizados contra cualquier intento de modificar una comilla de la legislación laboral vigente y, desde luego, abundarán los políticos que estarán más interesados en debilitar a Macri que en ayudarlo a “modernizar” el país. La mayoría se negará a permitir que la provincia de Buenos Aires obtenga más fondos federales; a los gobernadores provinciales no les parece nada malo que el conurbano actúe como una esponja gigantesca que absorbe una multitud de pobres e indigentes que de otro modo permanecerían en sus propias jurisdicciones.
En teoría, virtualmente todos los convocados a las reuniones previstas por Macri estarán a favor del “cambio” porque les es evidente que, sin muchas reformas profundas y por lo tanto dolorosas, el futuro de la Argentina sería muy pero muy triste, pero con escasas excepciones quienes piensan así se las han arreglado para persuadirse de que les corresponde a otros hacer los sacrificios.
Para avanzar con la transformación cultural que tanto lo entusiasma y que, según algunos, ya está en marcha, Macri tendría que contar con el respaldo decidido de la mayoría de los habitantes del país. Para conseguirlo, le sería preciso convencer a franjas sustanciales de los menos favorecidos de la población de que han sido víctimas de un sistema perverso que beneficia sólo a una minoría cada vez más reducida, una que incluye a los profesionales de la política, a los sindicalistas más notorios, empresarios contratistas y otros que, según parece, se creen paladines de la justicia social pero que ello no obstante defienden con fervor los esquemas que han creado la situación que dicen deplorar.
Cambiemos ya cuenta con el apoyo de amplios sectores medios que, a pesar de todo, han logrado mantenerse a flote, pero, como los resultados electorales le recordaron, aún no ha logrado conseguir la adhesión de millones que, en buena lógica, deberían estar entre los más deseosos de ver hundirse el orden tradicional imperante. Aunque gracias a la prédica vigorosa de María Eugenia Vidal, el evangelio macrista está comenzando a penetrar en las zonas más ruinosas del conurbano bonaerense que siguen siendo territorio kirchnerista, todavía es incierto el resultado de la batalla cultural por el alma del país que está librándose en tales lugares. Parecería que lo entiende Macri, razón por la que sigue hablando de “pobreza cero”, o sea, del rescate del treinta por ciento o más de la población que ha sido traicionado por el populismo de generaciones de políticos facilistas.
¿Cuánto poder tiene Macri? Por ser la Argentina un país habituado al caciquismo, con un sistema político aún más presidencialista que el original norteamericano, el consenso es que por un rato contará con más poder que cualquier combinación de adversarios. Será por tal motivo que los hay que hablan de la aparición de un “Súper-Macri” que vuela por encima de los demás. El apodo hace recordar el dado a Harold Macmillan, un hombre de estilo aristocrático que a inicios de los años sesenta del siglo pasado fuera el primer ministro británico. Con una mezcla de humor y respeto, los periodistas lo bautizaron “Supermac” por su capacidad para dominar sin esfuerzo aparente el mundillo político de su época.
A Macri le convendría tomar en serio lo que dijo “Supermac” cuando alguien le preguntó por lo que más temía de su trabajo; con una sonrisa, el ya ex primer ministro contestó: “Los acontecimientos, muchacho, los acontecimientos”, o sea, lo que hoy en día se ha dado en calificar de “cisnes negros” porque nadie los habían previsto.
Pues bien, al aproximarse la campaña electoral a su culminación, un cisne negro, con la cara, apropiada para un icono religioso, de Santiago Maldonado, se acercó peligrosamente a la gente de Cambiemos. Aunque parecería que la especulación febril en torno a la forma en que aquel joven desafortunado encontró la muerte en un río patagónico gélido no incidió mucho en los resultados, puede que algunos comentarios fuera de lugar le hayan costado a Elisa Carrió una cantidad notable de votos.
Por portación de apellido, por no contar con una guardia pretoriana ideológica dispuesta a pasar por alto sus eventuales deslices financieros o represivos y porque en la Argentina la reputación del empresariado en su conjunto es peor que en cualquier país desarrollado, Macri es mucho más vulnerable que el resto de sus congéneres políticos a denuncias formuladas por sus detractores. Lo mismo que la mujer de César, no basta que sea honesto, también tiene que parecerlo. Tampoco puede darse el lujo de brindar la impresión de reaccionar con frialdad frente al dolor ajeno; parecería que hoy en día todos los políticos, periodistas, artistas e intelectuales del país son seres extraordinariamente sensibles.
He aquí un motivo para que a Macri y sus colaboradores les sea necesario tomar muy en serio los problemas de comunicación que les atribuyen tanto sus adversarios como comentaristas presuntamente neutrales. No es que los voceros de Cambiemos sean más torpes en tal ámbito que sus equivalentes peronistas o izquierdistas; es que, a diferencia de ellos, su autoridad se basa en la esperanza de que realmente sean lo que dicen ser. Aunque es legítimo argüir que en última instancia importa poco que un político sea un dechado de autenticidad, es innegable que en los tiempos que corren quienes aspiran a encabezar cambios tan drásticos como los propuestos por Macri para que la Argentina resulte “imparable” tendrán que forjar fuertes vínculos personales con decenas de millones de hombres y mujeres. Si no logran hacerlo, en cuanto el camino empiece a ponerse empinado, quienes los habían acompañado hasta toparse con las primeras dificultades no tardarán en abandonarlos a su suerte.
por James Neilson
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