El Ejército Popular de Liberación de China (EPL) se presenta hoy como una de las fuerzas armadas más numerosas y mejor financiadas del mundo. Sin embargo, el análisis de su verdadera capacidad militar exige una mirada más profunda, que no se quede en las cifras ni en los desfiles, sino que considere su estructura, su historia, su doctrina y, sobre todo, su comparación más razonable: la del ejército soviético. Porque si bien muchos analistas insisten en comparar a China con Estados Unidos, esa simetría no tiene sentido. El ejército chino, al igual que el soviético en su momento, no demostró eficacia en combate real a gran escala, y esa falta de experiencia marca un límite insalvable.
Ambos ejércitos comparten un rasgo esencial: no son organizaciones militares puras, sino brazos armados de partidos comunistas. El Partido Comunista Chino y el Partido Comunista de la Unión Soviética estructuraron sus fuerzas bajo el principio de supremacía ideológica. Eso significa que el criterio militar nunca es el único ni el principal. La lealtad al partido se impone sobre la meritocracia, la eficiencia o la autonomía profesional. En ambos casos, la política domina la estrategia, la promoción y la organización interna. Esta subordinación ideológica genera efectos estructurales: jerarquías paralelas, temor a la iniciativa táctica, rigidez doctrinaria y, sobre todo, una cultura donde el castigo político pesa más que el error técnico.

La corrupción es otro punto de contacto. El ejército soviético se descompuso desde adentro, especialmente en los años finales, carcomido por el clientelismo, la venta de cargos y la desvinculación entre la cúpula y la tropa. El EPL pasó por un proceso similar, con escándalos multimillonarios, venta de ascensos, y estructuras infladas que sobrevivían gracias a la obediencia política. Las purgas ordenadas por Xi Jinping, muchas veces presentadas como campañas contra la corrupción, cumplen también la función de disciplinar a los generales y consolidar el control personal del líder. Esa limpieza, sin embargo, no siempre mejora la eficacia, porque reemplaza a cuadros corruptos por cuadros obedientes, pero no necesariamente competentes.
La falta de experiencia de combate real es una debilidad central. El ejército soviético, pese a su tamaño y tecnología, fracasó estrepitosamente en la guerra de Afganistán, donde una fuerza irregular desgastó y desmoralizó a la maquinaria militar más grande del mundo en ese momento. Del mismo modo, el EPL mostró sus limitaciones en 1979 al invadir Vietnam, una operación que pretendía ser un castigo ejemplar y terminó en una retirada con miles de bajas. Estos dos eventos muestran que el tamaño no compensa la ineficacia, que la doctrina no reemplaza la práctica, y que los ejércitos autoritarios suelen ser sorprendidos por su propia debilidad cuando se enfrentan a una guerra real.

China intentó una reforma de su ejército. Xi Jinping promovió una reestructuración profunda, dividiendo el EPL en cinco teatros de operaciones para adaptarlo a los desafíos geográficos: Taiwán, el Mar de China Meridional, el Himalaya, Corea y la defensa interna. También reorganizó la cúpula de mando, consolidó su propio control y elevó ramas como la Fuerza de Cohetes a un lugar preponderante. Pero esas reformas reproducen, más que corrigen, los vicios estructurales del modelo soviético. Los cambios centralizaron el poder, sin delegar decisiones tácticas y tampoco profesionalizó la conducción.
La diferencia más significativa hoy, sin embargo, está en el acceso a la tecnología. En la era de la inteligencia artificial (IA), la guerra se redefine por algoritmos, sensores, drones autónomos, sistemas de predicción, reconocimiento facial, fusión de datos y toma de decisiones en tiempo real. Y es precisamente en ese campo donde China tropieza con un límite estructural: su dependencia de semiconductores avanzados y su exclusión de las cadenas de suministro más sofisticadas del mundo. Sin acceso a los chips más poderosos, no hay IA militar efectiva. Sin IA, no hay defensa moderna.

La guerra entre Israel e Irán mostró la nueva asimetría. Un país pequeño, con menos soldados y sin profundidad territorial, anticipó, interceptó, contrarrestó y respondió a una ofensiva masiva gracias a su dominio tecnológico. Lo mismo ocurre con Estados Unidos y sus aliados, cuyas fuerzas armadas ya funcionan en parte como redes de sensores inteligentes conectados a plataformas automáticas de ataque y defensa. Frente a eso, el ejército chino, con su volumen gigantesco, empieza a parecer una maquinaria obsoleta, una estructura del siglo XX tratando de operar en un campo de batalla del siglo XXI.
China puede tener millones de soldados, cientos de barcos, miles de tanques. Pero sin acceso libre, soberano y autónomo a la IA de última generación, esos números se convierten en una ilusión. El verdadero poder militar ya no está en la cantidad de divisiones, sino en la calidad de los sistemas autónomos, en la velocidad del análisis de datos, en la coordinación simultánea de múltiples frentes. En ese sentido, el EPL se parece cada vez más a su antecesor soviético: grande, ideologizado, intimidante en apariencia, pero torpe, rígido y, llegado el momento, ineficaz.
No estamos frente a un ejército en expansión, sino frente a una estructura que, a pesar de los uniformes nuevos, arrastra los mismos errores de siempre. Y en un mundo donde las guerras futuras no se van a ganar con soldados, sino con procesadores, China pierde la batalla más importante sin siquiera entrar al campo.
Las cosas como son
* Mookie Tenembaum aborda temas internacionales como este todas las semanas junto a Horacio Cabak en su podcast El Observador Internacional, disponible en Spotify, Apple, YouTube y todas las plataformas.















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