El silencio era inquietante. Mientras las calles de muchas ciudades se colmaban de gente celebrando, Donald Trump jugaba al golfo sin hablar siquiera con su caddie. Y mientras Joe Biden y Kamala Harris hablaban en Wilmington de reconciliación nacional, de sanar la democracia y de gobernar para todos los norteamericanos en lugar de hacerlo para una facción, la Casa Blanca estaba en silencio.
Muchos gobiernos del mundo felicitaban al ganador, pero la administración Trump no decía ni mú. El aparatoso presidente que normalmente habla hasta por los codos, y usa todos los escenarios para mostrarse omnipresente, se había vuelto invisible y mudo.
Cambio de capitán. Biden supo siempre que tomar el timón sería una tarea difícil. Cuando se lanzó a buscar la presidencia, el ex vicepresidente de Barack Obama tenía claro que la gestión a la que aspiraba no serían cuatro años de paseo, sino una travesía por mares tempestuosos. Nada se parece al paisaje social y político que deberá gestionar el veterano demócrata.
Joseph Robinette Biden creía haberlo visto todo en los 36 años que pasó en el Capitolio como senador por Delawere. Pero en estos días electrizantes empezó a ver algo jamás visto: un atrincheramiento en la Casa Blanca que parece apuntado a convertirla en epicentro de una insurrección.
Ante un Partido Republicano titubeante, el silencio y la ausencia inicial de Trump empezaba a mutar en balbuceo amenazante.
La mitad mas uno de los norteamericanos (en realidad, la mitad más cinco millones de los votantes) vivió el silencio inicial como un alivio reconfortante. Pero había una pregunta inevitable: ¿qué significaba ese paso repentino de la omnipresencia a la invisibilidad? ¿Se había recluido para digerir su fracaso? ¿Se ensimismó a buscar la mejor versión de sí mismo para afrontar con entereza y responsabilidad la admisión de la derrota, felicitar al ganador y organizar el traspaso pacífico y ordenado del mando?
Esperar eso de Trump parecía ingenuo. Más lógico era sospechar que estaba tramando algo. Y no tardó en quedar a la vista. Dos cosas comenzó a urdir mientras se despabilaba del sopapo electoral recibido. La primera es evidente y de corto plazo. La segunda es deducible y se verificará en el mediano o largo plazo.
En lo inmediato, el plan de Trump apunta a ganar en foros judiciales lo que perdió en las urnas y el colegio electoral. O por lo menos sumar argumentos para victimizarse, desconocer el resultado y negarle legitimidad al próximo presidente. Con esos objetivos en mente, Rudolph Giuliani reclutó escuadrones de abogados para lanzarlos a litigar ante tribunales estaduales procurando la mayor cantidad posible de revisiones, recuentos y anulaciones de votos y escrutinios.
Ego hundido. Todos coinciden en que los comicios fueron, a grandes rasgos, impecables. Pero Trump espera al menos que la operación haga más creíble su teoría de que hubo fraude y le robaron la elección. Ningún líder ególatra y personalista soporta una derrota. La perturbación que les provoca es tan grande que se paralizan a la hora de llamar al vencedor para felicitarlo y estar en los actos de traspaso de poder. Cristina Fernández no soportó ni la idea de estar en la ceremonia en la que debía pasar los atributos de mando a Macri. Y Hugo Chávez hizo repetir el referéndum y llamó voto “de mierda” al que derrotó su reforma constitucional en el 2007.
Del mismo modo, para Trump la sola idea de hablar a Biden para felicitarlo y anunciar de manera pública y oficial el resultado del comicio y el comienzo de la transición, resulta tan revulsiva que lo pone al borde de la depresión. El magnate neoyorquino no está sicológicamente preparado para nada que no sea llevarse todo por delante, recibir adulaciones, burlarse de los perdedores y posar como cazador con el pie sobre su presa.
Nada que no calce en su ego descomunal le resulta fácil. Por eso el plan de opacar el resultado para deslegitimar al ganador apunta a tres posibilidades: La primera y más peligrosa es imponer por la fuerza, amedrentando a jueces y valiéndose de los magistrados ultraconservadores que hizo nombrar, lo que no consiguió en las urnas ni en el Colegio Electoral.
Como esa meta parece imposible de alcanzar, quedan otras dos metas posibles. La primera es usar el mar de votos obtenidos para someter al Partido Republicano y presentarse a las elecciones del 2025. La Constitución no lo prohíbe, pero es una tradición política. Y en Estados Unidos las tradiciones políticas se respetan a rajatabla y sólo pueden ser dejadas de lado cuando un acontecimiento excepcional lo recomienda.
La revancha. Desde que George Washington rechazo postularse para un tercer mandato, diciendo que el tercero “es monarquía”, todos los presidentes se presentaron a la reelección y después nunca más. Esa tradición se alteró con Franklin Delano Roosevelt, quien murió durante su cuarto mandato. Pero la excepcionalidad era evidente para el mundo entero: la crisis financiera iniciada en 1929 a la que revirtió el presidente de la New Deal, y la Segunda Guerra Mundial, en la que venció a Hitler, a Mussolini y al imperio nipón.
Después de Roosevelt, lo que había sido tradición se convirtió en enmienda constitucional y ya no pudo haber más de dos mandatos para los presidentes. Esa limitación estableció una nueva tradición: los presidentes se presentan para su reelección y, si la pierden, no vuelven a presentarse más, aunque la constitución no lo prohíba.
Con 70 millones de votos, más propios que del Partido Republicano, Trump puede tentarse con romper también esa costumbre política que todos respetaron desde el siglo 20. La mejor forma de digerir una derrota es imaginando una victoria a modo de revancha.
Para alcanzar ese objetivo o para retener la mayor parte de poder posible, es que Trump tiene otro plan; ese que empezó a rondar por su cabeza cuando dirigía The Apprentice, el reality show en el que las personas competían por un contrato de 250 mil dólares para dirigir una de sus empresas.
Posiblemente, lo incomodaba ser sólo dueño de ese espacio y no del canal que lo transmitía: la cadena NBC. Si tanto lo satisfacía poder humillar a los participantes y alcanzar el éxtasis al gritarle “you’re fired” (estás despedido) cuánto más podría satisfacerlo tener su propia cadena de televisión. Sería como un templo de adoración a su ego. Sus filias y fobias serían la línea editorial. Una programación entera a su disposición, atacando a los enemigos que él ponga en la mira, burlándose de la elite política ilustrada y de los intelectuales y artistas que detesta. Una programación dedicada a adularlo y a defenestrar a quienes se interpongan en su camino.
Nuevo buque. Eso tenía en mente cuando saltó a la política. Ni soñaba con llegar a presidente cuando decidió ser precandidato en el viejo partido de los conservadores. Lo que buscaba era escenarios. Quería promocionar el discurso anti-sistema que sería la línea editorial de su propia cadena de televisión.
Entró a las primarias republicanas y pasó a la elección presidencial, buscando escenarios para visibilizar su aborrecimiento a las elites intelectuales y políticas, a la América ilustrada y a la institucionalidad.
El discurso anti-político con que enfrentó a los precandidatos que representaban a la dirigencia tradicional, no estaba diseñado para ganar la postulación presidencial, sino para llamar la atención de un vasto sector que abarca desde obreros hasta empleados y comerciantes de clase media y media baja, que no pasaron por la universidad y detestan a las elites políticas y culturales.
Las encuestas no detectaron el “fenómeno Trump” porque nunca sondearon esas franjas de la sociedad. Los encuestadores no ponían la lupa en los sectores que normalmente no votan, pero resulta que ahí estaba la veta que Trump se propuso explotar, aunque no para extraer votantes, sino televidentes.
Por eso no cambió el discurso cuando, tras ganar las primarias, compitió por la presidencia. Las encuestas volvieron a fallar por no auscultar la zona donde irrumpía el voto anti-elites política y cultural.
Los asesores de campaña le recomendaban moderar el discurso, para ganar el voto de centro, pero sus votantes estaban en otra parte. Y sin cambiar el discurso, terminó en la Casa Blanca, el mejor escenario para que su agresivo histrionismo cautivara a los ultraconservadores. Por eso no gobernó con un presidente de todos los norteamericanos, sino como un activista que actúa sólo para el sector que se identifica con él.
Ahora podrá retomar aquel proyecto. Trump TV: el canal de televisión que haga ver a Fox News como exponente de una moderación pusilánime.
Por asalto. Con ese instrumento, espera mantener encendida la llama del trumpismo. Y espera que en ese fuego arda velozmente la administración demócrata.
Él, sus hijos, Rudolph Giuliani y los restantes miembros de ese grupo que ya se parece a una secta fanatizada, calculan que Biden y Kamala Harris se derretirán en el incendio institucional, político y social. También calculan que ni el clan Bush ni la dirigencia republicana moderada podrán recuperar el control del partido y que, en el 2025, podrá quedarse con la candidatura para recuperar la Casa Blanca.
Pero mientras sacan todos esos cálculos, la secta y su líder no descartan patear ahora mismo el tablero de la institucionalidad, impidiendo que asuman quienes ganaron la elección. Por eso la superpotencia occidental camina por el borde de un abismo.
Como vicepresidente de Obama, Joe Biden piloteo negociaciones difíciles con los republicanos y logró acordar con ellos la aprobación del gasto en infraestructura para revertir la recesión. También leyes como la de Control Presupuestario y la de Alivio Impositivo. Pero aquellos republicanos, aunque duros conservadores, pertenecían a un partido que no estaba en manos de un poderoso líder sectario.
Biden espera que Trump reconozca su derrota, pero el presidente atrincherado en la Casa Blanca no ha formado siquiera el grupo de funcionarios que pilotee la transición con el equipo del gobierno entrante, y su equipo económico avanzó con la elaboración del próximo presupuesto, como si hubiese ganado la elección.
Biden siempre confió en entenderse con los republicanos, porque él es un centrista. Casi un centroderechista. Pero está empezando a ver que esos lunáticos que lo llaman comunista y dicen algo tan descabellado como que los demócratas se proponen convertir a Estados Unidos en Venezuela, parecen dispuestos a todo. Incluso a patear un tablero más, el de la elección presidencial.
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