Tuesday 30 de December, 2025

MUNDO | Hoy 09:45

El ego descomunal de Trump

Iniciando oficialmente su culto personalista, el jefe de la Casa Blanca se hizo un regalo de navidad y fin de año: rebautizar con su propio nombre un tradicional centro cultural de Washington.

La democracia norteamericana sigue oscureciéndose a la sombra del ego de Donald Trump. El magnate neoyorquino está convirtiendo el sistema con el que nació Estados Unidos, en una “egocracia”: el sistema donde el cratos (poder) se concentra en la egolatría delirante de un líder autocrático, sino abiertamente tiránico.

Es el primer presidente que reclama un Nobel de la Paz porque se auto-considera merecedor de esa distinción nórdica. Sin embargo, no puede exhibir pacificaciones logradas, sino injerencias con amenazas y presiones para que se firmen treguas improvisadas que no se convierten en verdaderos acuerdos de paz.

Mostró como un trofeo el acuerdo que firmaron Camboya y Tailandia, pero los ejércitos de ambos países no tardaron en volver a enfrentarse en la larga frontera que trazaron los franceses y resultan difusas en el área que rodea el templo Preah Vihear y el Triángulo Esmeralda, que también linda con Laos.

Después anunció como un logro propio un acuerdo que hizo firmar a la guerrilla M-23 y los gobiernos de Ruanda y Congo, pero las armas volvieron a rugir ni bien se fueron de la provincia de Kivu Nord las cámaras de los medios occidentales que habían ido a cubrir “la paz lograda por Trump”. Logró una tregua violada permanente en Gaza, mientras permite al gobierno de Netanyahu impulsar nuevos asentamientos en Cisjordania y alentar actos violentos de colonos israelíes contra habitantes ese territorio palestino.

Atacó con misiles desde buques estacionados en el Golfo de Guinea supuestas bases de Boko Haram en Nigeria, acusando a esa organización yihadista de estar masacrando cristianos en el país africano. Pero nada dice ni hace sobre los ríos de sangre que hace correr en Sudán la guerra entre el ejército del general Abdelfattah al-Burham y sus ex aliadas Fuerzas de Apoyo Rápido, comandadas por el general Mohamed Dagalo. Trump se auto-percibe pacificador mundial mientras ignora la más sangrienta de las guerras en marcha y premia el expansionismo belicista de Vladimir Putin entregándole Ucrania y dejando a Europa bajo la sombra de Rusia.

Mientras tanto, inicia otra práctica que muestra la dimensión de su ego. Debería generar un repudio generalizado que haya empujado el nombre de John F. Kennedy para hacerle un lugar al suyo, en la denominación del centro cultural creado hace 60 años en Washington en homenaje al presidente asesinado un año antes.

Sobre las pocas voces indignadas que se escucharon, los aduladores que merodean Mar-a-Lago, además de millones de seguidores del presidente, señalan que es barullo de “los comunistas del Partido Demócrata”. En definitiva, dicen los justificadores ¿a quién perjudica que Trump haya corrido el nombre de John F. Kennedy para hacerle un lugar a su propio nombre en la puerta de un histórico centro cultural? La respuesta es: a la democracia norteamericana.

El culto personalista empieza por goteo en la sociedad abierta, donde impera el Estado de Derecho. Si encuentra una población adormecida, avanza. Lo hace lentamente en las sociedades con culturas democráticas sólidas, y velozmente gravitan culturas políticas autoritarias.

Resulta grotesco que, imitando a las súper-bandas de rock, haya inscripto el apellido TRUMP en el fuselaje de su avión privado. Más grotesco aún es que el célebre espacio cultural que siempre se llamó Kennedy Center, ahora luzca con letras gigantes su nueva denominación: Donald J. Trump and John F. Kennedy Center.

Es la única forma en la que pueden acercarse los nombres de dos líderes que están en las antípodas. Kennedy fue el apoyo a Martin Luther King en la lucha por los derechos civiles de la población afroamericana y también el reforzamiento del estado de bienestar, entre otras cosas, mientras que Trump es un conservador con impulsos racistas, además de un autócrata en gestación que horada la democracia norteamericana para convertirla en un régimen personalista.

Que el nombre de Trump se haya incorporado al de un histórico centro cultural de Washington por decisión del presidente, quien para lograrlo nombro fanáticos suyos en la junta que lo administra y violó la ley que el Congreso dictó en 1964 creando esa entidad y llamándola de ese modo, es una señal más de la deriva híper-personalista que empuja a Estados Unidos hacia una “egocracia”.

Trump empieza a parecerse a déspotas centroasiáticos como el turkmeno Saparmyrat Niyasov, quien imperó durante casi medio siglo con poderes desmesurados, plagó el país de estatuas suyas y se hizo denominar “Turkmenbashi”: padre de los turkmenos.

Casi dos décadas completas gobernó Kazajistán el despótico Nursultán Nazarbayev, quien trasladó la capital de Almaty a Astaná,  a la que le quitó su nombre histórico para ponerle su propio nombre. Y recién cuando dejó el poder y sus sucesores decidieron despegarse de su herencia de personalismo delirante, la capital dejó de llamarse Nursultán y volvió a ser Astaná. El mayor ejemplo de totalitarismo personalista está en el régimen que creó Kim Il Sung en Corea del Norte, donde impuso la doctrina Juche como una religión que lo glorifica.

La versión árabe de personalismo estrafalario incluye al sirio Hafez el Asad, su hijo Bashar, el iraquí Saddam Hussein y el egipcio Hosni Mubarak, entre otros. Los ejemplos latinoamericanos vienen del siglo 20 y se destacan el paraguayo Alfredo Stroessner, quien rebautizó Ciudad del Este llamándola Puerto Stroessner, y el dominicano Rafael Trujillo, quien rebautizó como Ciudad Trujillo la histórica capital dominicana: Santo Domingo.

Esa tiniebla política que se había mostrado como un pecado de época con los primeros gobiernos de Perón, se insinuó nuevamente en la Argentina cuando, recién fallecido Néstor Kirchner, muchas plazas, hospitales, centros culturales, represas hidroeléctricas, gasoductos y otras cosas pasaron a llamarse como el ex presidente cuya esposa estaba gobernando.

En los Estados Unidos, desde George Washington hasta Joe Biden, los jefes de Estado al concluir el mandato creaban con su nombre una fundación o una biblioteca. Ninguno bautizaba nada con su propio nombre mientras ocupara la presidencia. Esa cultura política predominó en la historia norteamericana, hasta que Donald John Trump y su descomunal ego se aposentaron en el Despacho Oval.

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Claudio Fantini

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