Hay algo de Zelig en él. Como aquel personaje de Woody Allen que se mimetizaba con los personajes que lo rodearan, Donald Trump cambia sus posiciones de acuerdo a la dirigencia con la que se encuentre.
En la entrañable película de los años ’80, a Leonard Zelig le caían rulos en tirabuzón desde sus sienes si estaba con judíos ortodoxos, la piel se le volvía negra si estaba con afroamericanos y así con los grupos étnicos, sociales o culturales con los que ocasionalmente se mezclara. La diferencia es que el camaleón humano que creó Allen buscaba de ese modo pasar inadvertido, mientras que Trump intenta siempre resaltar, ser protagónico.
Por eso tras la cumbre en Alaska, Zelesnki y los líderes europeos reclamaron de inmediato una reunión en la Casa Blanca. Y esta vez el presidente ucraniano no iría solo, corriendo el riesgo de sufrir otra emboscada como la que le tendieron en el despacho Oval el 28 de febrero. Esta vez, llegó a la mansión presidencial de la Avenida Pensilvania acompañado por varios líderes europeos que lo ayudarían a resistir las embestidas de Trump.
Todos cruzaron el Atlántico sin demasiadas expectativas. Al fin de cuentas, está claro que el presidente norteamericano detesta a los líderes europeos y, en particular, a Volodimir Zelenski; mientras que siente por Vladimir Putin una fuerte atracción.

Trump se identifica con el ultranacionalismo conservador del presidente ruso y con su concepción geopolítica basada en el expansionismo territorial. Putin lo convenció de que Rusia está destinada a liderar Europa del mismo modo que Estados Unidos debe imperar desde el istmo centroamericano hasta el Ártico Canadiense y Groenlandia.
Fue el jefe del Kremlin quien lo alentó a reclamar el Canal de Panamá y la anexión de Canadá y de la inmensa y helada isla vinculada al Reino de Dinamarca.
Los líderes europeos tienen en claro que Ucrania no figura entre las prioridades de la agenda de Trump. En lo que respecta a Rusia, las prioridades del magnate neoyorquino son, por un lado, los grandes negocios que los empresarios de Estados Unidos pueden hacer en el gigante euroasiático y los acuerdos comerciales que pueden alcanzar Washington y Moscú, mientras que, por otro lado, está lo que tanto lo obsesiona: sumar puntos para obtener el Premio Nobel de la Paz.
Despreciando a Zelenski y sintiendo por la dirigencia europea lo mismo que siente por periodistas, ambientalistas, globalistas y líderes demócratas como Obama, Biden, Hillary Clinton y Kamala Harris, cuando piensa el conflicto ruso-ucraniano lo que prioriza Trump es usar la ventaja estratégica de gobernar la potencia que más armamentos y municiones suministró y podría volver a suministrar a Ucrania. Usarla para lograr que el presidente de Rusia abra posibilidades de suculentos negocios y acuerdos comerciales, además de influir sobre gobernantes allegados al Kremlin como el húngaro Viktor Orban, el eslovaco Robert Fico y el serbio Aleksandar Vucic, entre otros, para que lo postulen para el Nobel.

Probablemente, también pretende que el ex jefe del KGB que encabeza la autocracia rusa destruya o al menos desista de utilizar cualquier documento, filmación u otro tipo de pruebas que haya obtenido su aparato de espionaje de todo lo comprometedor que se haya encontrado sobre sus negocios y eventos privados en Rusia.
Como si fuera poco contar con instrumentos de chantaje como pruebas de supuestas fiestas orgiásticas, turbios negocios en Moscú y contactos del Kremlin con su comité de campaña para ayudarlo a ganar la elección presidencial, según lo investigado por el ex espía británico Christopher Steele, el líder ruso voló hacia Alaska rodeado de empresarios rusos archimillonarios para tentarlo con negocios y acuerdos comerciales, además de ideas y promesas para acumular puntos que lo acerquen al Nobel de la Paz.
Que al concluir el encuentro ambos mandatarios hayan calificado de exitosa la reunión aunque sobre la guerra en Ucrania no hayan acordado nada, prueba que, como dijo el ex consejero de seguridad John Bolton, en el mejor de los casos “Trump no perdió, pero Putin fue el claro ganador”.
Logró salir del aislamiento internacional teniendo como escenario nada menos que a Estados Unidos. También que quedara en la nada la promesa que había hecho su anfitrión a Europa y a Ucrania, sobre “consecuencias gravísimas” para Rusia si en Alaska no se acordaba un alto el fuego.

El líder ruso no aceptó siquiera hablar de un alto el fuego y logró que Trump repita lo que lleva tiempo planteando Moscú: mejor que acordar un alto el fuego es avanzar hacia un acuerdo de paz.
Además, el presidente de Rusia eludió hablar de reintegrar tierras ucranianas ocupadas por su ejército y, por el contrario, condicionó un posible acuerdo de paz a que Ucrania retire sus fuerzas de las tierras que aún controla en Luhansk, Donetsk, Zaporiyia y Jerson. O sea, como los sindicalistas que parten de pedir una cifra superior a la que están dispuestos a aceptar en la negociación paritaria, Putin comenzó reclamando más territorio del que han logrado ocupar sus tropas, para tener margen de negociación sin arriesgar un centímetro de lo que ya ha sido conquistado.
Al decir que habían avanzado mucho, aunque no en el tema Ucrania (nada menos), lo que dejó a la vista Trump es que aceptó los espejitos que le llevó el líder ruso, igual que los conquistadores españoles con los nativos americanos.
Ni bien escuchó el grito en el cielo que pusieron los europeos ante semejante ventaja obtenida por la potencia que inició esta guerra invadiendo al país vecino, o sea violando el principio de que las fronteras internacionales no se modifican por la fuerza, Trump cayó en cuenta de que no cumplió con lo que había prometido sólo dos días antes en la reunión virtual con Zelenski y los líderes de la UE. Entonces trató de equilibrar los tantos, anunciando que a cualquier acuerdo para poner fin a la guerra debe aprobarlo Ucrania.
Lo que no dijo el magnate neoyorquino es que él puede torcerle el brazo a la voluntad ucraniana de perder lo mínimo indispensable de su territorio. ¿Cómo?: manteniendo las restricciones en el suministro de armas y municiones a Kiev. Sin ese apoyo militar de Washington, a Ucrania le sería imposible lograr su aspiración en el campo de batalla.
















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