“Es un derecho de las mujeres controlar sus propios destinos y tomar decisiones sin que el Gran Hermano del Estado les diga lo que pueden y lo que no pueden hacer”, escribió Ruth Bader Ginsburg.
Dos años después de su muerte, los mismos jueces supremos que al anular las restricciones a portar armas en lugares públicos concedieron un derecho que costará muchas vidas, días más tarde, argumentando “defender la vida”, le quitaron a las mujeres el derecho a decidir sobre sus cuerpos.
Bader Ginsburg, la jurista que amplió derechos de mujeres, homosexuales, minorías raciales y otros grupos sociales que sufrían injusticias, era una brillante exponente de las vertientes liberales del pensamiento jurídico en la Corte Suprema de los Estados Unidos, donde el progresismo y el conservadurismo deben estar equilibrados.
Donald Trump rompió ese equilibrio al nombrar a la fundamentalista evangélica Amy Coney Barrett en el asiento que quedó vacante por la muerte de Ruth Bader Ginsburg, iniciando la destrucción de la ley que legalizaba la interrupción del embarazo.
La descompensación de la máxima instancia judicial había comenzado con la designación de Samuel Alito (nominado por George W Bush en 2006) en el lugar que había dejado vacante el moderado Anthony Kennedy (propuesto por Donald Reagan).
De ese modo, el asiento desde el cual Kennedy había apoyado la legalidad del aborto y derechos de los homosexuales, quedó en manos de un admirador y émulo del juez conservador Antonin Scalia.
El desbalance se completó con Coney Barrett, nombrada además en el último año del mandato de Trump, o sea en violación de la sana tradición por la cual, a esa altura de un mandato, el nombramiento de un miembro de la Corte debe dejarse al gobierno posterior.
Ese tribunal cooptado por el conservadurismo recalcitrante, es el que dictó los fallos que dejaron expuesta la grieta más profunda que divide a los norteamericanos. Como Jano, la deidad de la mitología romana cuya efigie tiene dos rostros contrapuestos, una cara de Estados Unidos es liberal, tolerante, secular y abierta a las diversidades, mientras que el rostro opuesto es conservador, moralista, cerrado y religioso, con una fuerte tendencia a la intolerancia.
La cara liberal defiende leyes que no imponen a la otra nada que considere contrario a sus convicciones y creencias. Pero la cara aferrada al conservadurismo religioso impone leyes que avasallan los derechos de quienes piensan y sienten diferente. El ejemplo más claro y esgrimido en los debates, es que el aborto legal no obliga a ninguna mujer a interrumpir un embarazo sino quiere hacerlo, mientras que la ilegalidad del aborto sí implica una imposición.
Si interrumpir el embarazo es legal, todas las mujeres pueden decidir sobre sus cuerpos, mientras que, si no lo es, millones de mujeres pierden esa soberanía.
En este segundo caso, el Estado actúa como “ese Gran Hermano que dice lo que pueden y lo que no pueden hacer” descripto por la lúcida jueza suprema que había designado Bill Clinton.
En 1973, con el fallo que dirimió el caso Roe Vs. Wade, Estados Unidos se convirtió en un modelo inspirador de legislación liberal. La joven Norma McCorvey, con el seudónimo de Jane Roe, logró que la Corte Suprema fallara contra la posición del fiscal de Texas, Henry Wade, dictaminando que en virtud de la decimocuarta enmienda, para la Constitución existe un “derecho a la intimidad” que permite a la mujer decidir si continuar o no un embarazo.
Aquel fallo fue producto de una Corte Suprema equilibrada entre conservadores, progresistas y moderados como Anthony Kennedy que balancean las pulseadas entre las vertientes opuestas. Mientras que el fallo que acaba de anular el derecho de la mujer a decidir sobre su embarazo, es producto de la Corte desbalanceada que dejó Trump.
Los jueces supremos que pusieron la marcha atrás, lo hicieron con el lema de los antiabortistas en todo el mundo: “defender la vida”.
Los partidarios de quitarle a la mujer la decisión sobre su cuerpo se justifican en el derecho a la vida de las personas, considerando que el carácter de persona, igual que la vida, irrumpe en el momento mismo de la concepción. Que haya persona desde que el espermatozoide fecunda al óvulo, es una convicción de carácter religioso.
Lo que existe objetivamente son las personas en escuelas, universidades, centros comerciales o donde sea que un psicópata dispara a mansalva contra una multitud. Sin embargo, la vida de esas personas que caen abatidas por las balas de sujetos que de buenas a primeras entran en trace exterminador, tuvo menos valor para la Corte Suprema que el derecho a comprar y portar fusiles de asalto y otras armas que sirven para masacrar.
Los mismos magistrados de la Corte que le restan protagonismo a las armas en los exterminios que ocurren de manera habitual, poniendo toda la causa de las matanzas en el desequilibrio mental o emocional del exterminador, esgrimen el argumento de defender la vida de la persona cuando se trata del embarazo.
Es obvio que violencia y desequilibrados hay en todos los países del mundo y que, por ende, si ese tipo de violencia que son las recurrentes masacres sin razón alguna se da con semejante asiduidad en Estados Unidos, es porque allí los desequilibrados pueden acceder con facilidad a las armas de guerra.
La posibilidad de adquirir fusiles de asalto explica que en la sociedad norteamericana ocurra lo que no ocurre, en magnitudes semejantes, en ninguna otra sociedad del mundo. Entonces, obviamente, son los fusiles de asalto y otras armas con posibilidad de disparar ráfagas o de gatillar gran cantidad de balas en pocos segundos, los que con su sensualidad mortal despiertan el psicópata dormido que muchos llevan dentro y lo ponen en trance exterminador.
De tal modo, si se prohibiera el acceso a fusiles de asalto y otras armas de guerra que, por su capacidad de disparar gran cantidad de proyectiles en pocos segundos, son los que provocan masacres, ese tipo de tragedia dejarían de ocurrir o se producirían con muchas menos asiduidad. Por lo tanto, la prohibición de ese tipo de armas salvaría muchas vidas.
Pero esas vidas interrumpidas sin razón alguna valen menos, en la consideración de los jueces supremos conservadores, que las vidas producidas en los primeros meses de la gestación. Y también, al parecer, valen menos que las millonarias ganancias que obtienen los fabricantes de armas en el único país del mundo en el que hay más armas que habitantes.
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