En el mismo puñado de horas, un hombre asesinó a un líder conservador-nacionalista en un país insular del Pacífico, un grupo de hombres derribó del liderazgo partidario a un primer ministro conservador-nacionalista en un país insular del Atlántico y una multitud de hombres invadió el palacio presidencial para echar a un presidente nacional-populista en un país insular del Indico.
Tres islas, tres océanos y tres naufragios. En Gran Bretaña, el primer ministro era derribado del liderazgo partidario por sus propios camaradas quedando obligado a dejar el cargo, mientras en Japón un ex primer ministro caía abatido por las balas que le disparó un lunático. Poco después, una protesta masiva invadía el palacio presidencial en Sri Lanka, poniendo en fuga al presidente repudiado por el desastre económico.
Lo que tienen en común Boris Johnson, Gotabhaya Rajapaksa y Shinzo Abe es que los tres representaron giros nacionalistas en sus partidos centroderechistas. Todo lo demás los diferencia. El inglés y el cingalés son responsables por sus naufragios, pero el ex premier japonés habría sido víctima del desequilibrio mental o emocional de su victimario.
En Sri Lanka el nacional-populismo militarista había eliminado a la guerrilla tamil que llevaba décadas luchando por la secesión de la península de Jafna. El presidente que huyó despavorido cuando la masa invadió el palacio había sido ministro de Defensa del anterior presidente, su hermano Mahinda Rajapaksa.
Pero la ineptitud pavorosa en el manejo de la economía, complicada por la pandemia, la deuda contraída con China y el bloqueo de alimentos por la guerra en Ucrania hundieron en el hambre al país que flota al sur de la India. Más dramáticas aún fueron las imágenes del magnicidio. Baleado en un mitin, murió el hombre que impulsaba la re-militarización de Japón. El giro había comenzado con su antecesor, Junichiro Koizumi, el primer gobernante japonés en visitar Yasukuni desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
En ese templo sintoísta se veneran las almas de los combatientes muertos en campos de batalla desde 1869, de los cuales miles fueron criminales de guerra. En el sintoísmo, el crimen queda en el ser humano, no en el “kami” (alma), que permanece en estado de pureza. Pero para las naciones ocupadas por Japón en la primera mitad del siglo 20, visitar ese templo implica la agresiva señal del ultranacionalismo que invadió Corea, Filipinas, Birmania y la Manchuria china, a la que llamó Manchukuo.
En esos territorios cometió crímenes brutales. Por eso cuando un primer ministro visita Yasukuni, hay quejas diplomáticas y protestas frente a las embajadas niponas en Seúl, Pekín, Manila y Rangún. Koizumi y Abe no eran ultranacionalistas. Visitaron Yasukuni porque impulsaban rearmar Japón ante un entorno hostil. Abe impulsó la reforma constitucional para que el país pueda dotarse de fuerzas armadas que le garanticen seguridad frente a los diferendos con China por las islas Senkaku; con Rusia por el archipiélago Kuriles y con el régimen norcoreano por las pruebas de misiles lanzados sobre aguas japonesas.
El asesinato de Shinzo Abe es, junto a otro magnicidio que fue perpetrado en 1960 y junto al atentado de la secta Aun Shinrikýo en 1995, el acto violento más schockeante ocurrido en Japón. Hubo otros. En 1990 murió apuñalado un ex ministro de Trabajo. Ese mismo año sobrevivió a un atentado el entonces alcalde de Nagasaki, ciudad en la que décadas más tarde fue asesinado otro alcalde. Pero ninguno de esos crímenes impactó como el de Inejiro Asanuma, presidente del Partido Socialista apuñalado ante las cámaras en un estudio de televisión durante la transmisión de un debate en 1960.
Entre aquel magnicidio y el de Shinzo Abe ocurrió el atentado de la secta apocalíptica Aum Shinrikýo lanzando gas sarín en el subterráneo de Tokio en marzo de 1995. El número de atentados da la sensación de una sociedad violenta, sin embargo, la violencia criminal es tan esporádica y estadísticamente insignificante en Japón, que en actos políticos hay escasas medidas de seguridad. Los ataques con armas de fuego son muy pocos y normalmente los perpetra la Yakuza, porque ese tipo de armas están prohibidas y la poderosa mafia las obtiene mediante el contrabando.
Aunque implicó un cambio en la política japonesa, Shinzo Abe tenía los modales de un político convencional. En cambio Boris Johnson era un dirigente disruptivo que, en el circunspecto Partido Conservador, resultaba lisa y llanamente un personaje estrafalario.
A los japoneses los sacudió una muerte violenta en un país con baja criminalidad, mientras a los británicos los sorprendía un derrumbe político por razones que resultan insólitas en ese escenario político.
Su vida siempre fue tan caótica como su pelo. Pero los desórdenes y estropicios no le impidieron el asenso en la estructura partidaria. El trayecto hacia las cumbres está plagado de mentiras y falsedades. Por falsificar declaraciones en los artículos que escribía como periodista de The Times, fue echado de ese diario. Años más tarde fue desplazado en la cúpula partidaria por mentir sobre una relación extramatrimonial. Y volvió a mentir al propalar certezas que no tenía sobre supuestos beneficios inmediatos del Brexit.
Parecía inmune a los escándalos que producían sus mentiras. Con esos antecedentes, llegó a ser alcalde de Londres, cargo que ejerció con resultados en general mediocres, pero con un logro notable: la estupenda realización de los Juegos Olímpicos del 2012.
También fue caótica su gestión de la pandemia, pero la salvó el eficaz plan de vacunación. Cuando embistió, primero contra David Cameron, el primer ministro que convocó el referéndum en el que se impuso la opción Brexit, y después contra Theresa May, la premier que intentó una salida ordenada y responsable de la UE, ya era conocido su poco apego a la ética y la verdad.
Por eso no debió sorprender que mintiera sobre sus inconductas como primer ministro cuando violó las normas de distanciamiento social con fiestas en el 10 de Downing Street. La falta era de por si gravísima, pero Boris Johnson la agravó aún más al mentir públicamente negando esas reuniones clandestinas. Intentó ignorar el claro mensaje de una votación partidaria como las que, en su momento, habían hecho renunciar a Margaret Thatcher y a Theresa May. Pero el partido volvió a decirle basta y una ola de renuncias en su gabinete lo hizo caer en cuenta del naufragio.
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