Una frenética danza de estropicios arrastró a Perú hacia un abismo institucional. La decadencia y la corrupción se adueñaban del escenario político. Pero en ese paisaje de catástrofe moral ocurrió algo enaltecedor: el estallido de multitudinarias protestas.
En sí mismas, las protestas no tienen nada de particular. El rasgo que distingue a las que ganaron las calles peruanas, es que estallaron contra la destitución de un presidente, pero no por pertenecer al partido de ese presidente. Las encuestas demuestran que ni siquiera simpatizaban con Martín Vizcarra los miles de jóvenes que se manifestaron en Lima. Protestaban porque la destitución fue un estropicio político, una acción truculenta de partidos manchados de corrupción.
Los jóvenes se indignaron por el juego sucio y derribaron a la pandilla que, aprovechando el caos institucional, intentó imponer un gobierno derechista y represor. Con unos pocos miles de votos en la última elección, Manuel Merino actuó como si hubiese sido votado para ese cargo que asumió por ser el que seguía en el orden de sucesión. Peor aún, armó un gabinete ultraconservador y ordenó la feroz represión para sofocar las protestas.
Con dos muertos y más de cien heridos, Merino cayó al quinto día de haber pasado de le presidencia del Congreso a la del país. Las protestas lo obligaron a renunciar y también obligaron a los parlamentarios a dar un paso que implica la admisión del estropicio cometido con la destitución de Vizcarra.
Fuera de esas protestas, todo fue deplorable. Las calles presionaron al Congreso y, cuando el Tribunal Constitucional se aprestaba a analizar incluso la posibilidad de restituir a Vizcarra, no sólo por la turbia legalidad de su derribo sino también por la acefalia causada, los legisladores se vieron obligados a dar marcha atrás y designaron a Francisco Sagasti.
El hecho de que el moderado legislador elegido como mandatario interino es uno de los pocos que no había cometido la insensatez de votar la “vacancia” de Vizcarra, muestra la admisión implícita de la mayoría de los parlamentarios de la tropelía cometida al destituirlo.
Lo esperable es que, si Sagasti encabeza un gobierno de técnicos y actúa con la sensatez que no tuvo su efímero antecesor, Perú puede recuperar la calma y salir del agujero negro en el que cayó arrastrado por una grave crisis de representatividad y el salvajismo que los partidos que controlan el Parlamento llevaron a niveles de suicidio institucional.
La crisis de representatividad engendra anti-sistemas y debilita clases dirigentes en muchas democracias del mundo. En Estados Unidos engendró a Trump, quien protagoniza un inédito y patético capítulo de la historia, resistiéndose a aceptar su derrota y procurando tomar como rehén al sistema político.
Perú fue uno de los países donde primero irrumpió el anti-sistema. Ante el fracaso de la izquierda aprista y el desgaste de Acción Popular, el partido conservador que había liderado Belaunde Terry, desde afuera de la política llegó la postulación de Mario Vargas Llosa. No obstante, como había elites de centro y centroderecha detrás de la candidatura del prolífico escritor, al triunfo se lo llevó Alberto Fujimori, el ignoto ingeniero agrónomo que logró hacer más convincente su carácter de outsider y, una vez en el poder, impuso un régimen oscuro y brutal.
Con la democracia recuperada, las presidencias de Alejandro Toledo, Alán García, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kucszynski pusieron el país en la senda del crecimiento económico, pero la política se fue carcomiendo de corrupción y todos los presidentes terminaron presos, procesados, fugados o suicidados cuando estaban por encarcelarlos.
Pero ni Odrebrecht fue la única empresa corruptora ni esos presidentes los únicos sobornados. Keiko Fujimori y su partido recibieron 1,2 millones de dólares y la mayoría de las otras fuerzas políticas también recibieron dinero a cambio de favores. Además de muchos jueces y fiscales, el Congreso unicameral fue pervertido por la corrupción, que lo convirtió en una guarida donde resistir embates judiciales.
El Congreso que jaqueó hasta derribar a Kucszynski, luego intentó paralizar a su sucesor, porque impulsó una serie de reformas anticorrupción. Vizcarra se defendió atacando, disolvió el Congreso y convocó a elecciones legislativas. Pero la nueva legislatura también estaba controlada por políticos acusados de corrupción y, en defensa propia, le impuso un “juicio de vacancia”.
El vicepresidente que llegó a la presidencia por la caída de quien había sido elegido para el cargo, sobrevivió al primer impeachment. Pero sólo dos meses después, le impusieron otro juicio político y esta vez lo derribaron.
La caída de Vizcarra tuvo rasgos que la asemejan a la de Dilma Rousseff. La verdadera razón por la que una mayoría de legisladores brasileños se conjuró para destituirla, es que la sucesora de Lula no hacía nada desde la presidencia para impedir la ofensiva judicial contra la corrupción. Por eso la sometieron a impeachment y, debilitada por errores que cometió y agravaron la recesión, terminó perdiendo la presidencia.
Sea o no cierto que Vizcarra cobró sobornos cuando gobernaba el departamento de Moquegua, como argumentó la acusación, el procedimiento para destituirlo fue un estropicio institucional como el que derrocó a Rousseff. La sociedad peruana lo percibió de ese modo y estalló en masivas protestas.
Las multitudes no ganaron la calle por simpatizar con Vizcarra, sino por indignación ante un contubernio truculento. Pero Manuel Merino mostró su pavorosa incapacidad para la función ni bien asumió el cargo.
Tras su renuncia, en lugar de actuar con sensatez ante el vacío de poder creado por su cadena de negligencias, el Congreso agravó la crisis al impedir la designación inmediata de un presidente. Los jefes de las bancadas habían acordado nombrar a Rocío Silva Santisteban, del Frente Amplio, pero el acuerdo naufragó porque, en la votación, los diputados no respondieron a sus jefes de bancada. Un caos tan peligroso que lo más sensato que podía hacer el Tribunal Constitucional era restituir a Vizcarra.
Quizá por eso, ya al filo de la anarquía, los partidos acordaron colocar en la presidencia a un dirigente moderado, sin salpicaduras de corrupción y con el mérito de haber votado en contra de la destitución.
Comentarios