Luego de sufrir semanas de pálidas –cacerolazos gigantescos, el comportamiento irreverente de estudiantes latinoamericanos en universidades imperialistas, la rebelión salarial de prefectos navales y gendarmes que tienen motivos de sobra para sentirse estafados, un cambio del clima de opinión que, según los enterados, la dejó estupefacta–, por fin Cristina recibió lo que tomó por una muy buena noticia. En Venezuela, su amigo predilecto y referente ideológico Hugo Chávez consiguió la re-re-re derrotando con comodidad kirchnerista a su contrincante burgués, un reaccionario de nombre Henrique Capriles Radonski . “¡Tu victoria es la nuestra, Fuerza Hugo!”, le tuiteó eufórica.
¿Lo fue? Puede que no. Por cierto, si Cristina y su tropa realmente creen que les convendría procurar emular al comandante venezolano y la suya, apoderándose de una proporción aún mayor de los medios de comunicación para atormentar a la gente con ediciones locales de “Aló presidente” a través de la cadena nacional, amenazando a los vacilantes con los horrores de “una guerra civil” a menos que los apoyen con el fervor debido, manejando la economía con ineficiencia cada vez más asombrosa, formando milicias matonescas, supuestamente para luchar contra los odiosos marines yanquis, importando a vaya a saber cuántos asesores de seguridad cubanos, insultando groseramente a los adversarios políticos y solidarizándose con los dictadores más sanguinarios del planeta, no tardarían en verse repudiadas por una mayoría abrumadora de la población. En tal caso, lejos de ayudar a Cristina, el triunfo de Chávez le habría tendido una trampa.
Lo entiendan o no los incondicionales de la Presidenta, fuera del mundillo fantástico del “relato”, en la Argentina la imagen de Chávez es francamente mala. Con regularidad, el hombre figura entre los líderes extranjeros más despreciados. De difundirse la noción de que Cristina se haya propuesto transformarse en una versión entre porteña y patagónica del pintoresco caudillo caribeño, el índice de aprobación que todavía ostenta se derrumbaría.
Por fortuna, la Argentina no es Venezuela. No depende por completo del bien llamado “excremento del diablo”, un producto que se presta como ningún otro a los abusos de poder. Como a tantos tiranos árabes y los aún más siniestros teócratas iraníes, a Chávez le ha resultado maravillosamente fácil apropiarse de la mayor parte del dinero –en su caso, casi 700.000 millones de dólares desde fines de 1999– que, merced al petróleo, han ingresado en su país, para emplearlo como si se tratara de su propio patrimonio. De desplomarse el precio del crudo, Venezuela se hundiría enseguida en la miseria más absoluta, ya que no está en condiciones de comercializar nada más. Felizmente para los habitantes del país “hermano”, es escaso el peligro de que ello ocurra en los años próximos, aunque la posibilidad de que, gracias al aprovechamiento, el “fracking” mediante, de recursos no convencionales como el shale gas, Estados Unidos y otros países logren autoabastecerse de combustibles, debería preocupar a los interesados en el mediano plazo.
Para un mandatario tan ambicioso y tan inescrupuloso como Chávez, “ir por todo” no planteó demasiados problemas; dueño absoluto de reservas de petróleo que están entre las mayores del mundo, ya poseía más del noventa por ciento de las acciones de Venezuela SA. En cambio, un argentino (o argentina) deseoso de hacer lo mismo, tendría que arrancar dinero y pedazos de poder de las manos de decenas de miles de personas que, como nos recordaron los productores del campo cuando el gobierno de Cristina trató de intensificar la presión tributaria con aquellas retenciones móviles, no se resignarían así no más a permitirse ser despojadas por gente de instintos autoritarios y conducta a menudo estrafalaria. Por lamentable que les parezca a los cristinistas, la cultura política argentina sigue siendo mucho más sofisticada que la de Venezuela, un país que ha sido arruinado por la naturaleza que, al dotarle de cantidades inmensas de un recurso a un tiempo muy valioso y fácilmente explotable, lo liberó de la necesidad de esforzarse mucho.
No solo aquí sino también en otras partes de América latina, el ejemplo brindado por Chávez ha tenido un impacto decididamente perverso. Merced al torrente al parecer inagotable de dinero que le supone el petróleo, el comandante puede darse lujos negados a los demás. Aunque algunos aliados ideológicos en lugares como Cuba, Bolivia y Nicaragua se han visto beneficiados por su generosidad interesada –sin los subsidios que le entrega, el régimen totalitario de los hermanos Castro se vería frente a una crisis económica equiparable con la desatada por la desaparición de la Unión Soviética, el chavismo sencillamente no podría funcionar en un país pluralista, de economía relativamente diversificada, de las dimensiones de la Argentina sin provocar un desastre descomunal. Incluso si, por arte de birlibirloque, los kirchneristas consiguieran encontrar, antes de fines del 2015, en los depósitos de shale gas que se han detectado en Neuquén una fuente de riqueza comparable con la que sirve para impulsar el delirante “socialismo del siglo XXI” de Chávez, no podrían superar la resistencia de quienes preferirían conservar un orden sociopolítico que es un tanto menos rudimentario que el imaginado por los seguidores argentinos del venezolano, personajes como el piquetero oficialista Luis D’Elia.
Si el éxito electoral más reciente de Chávez demuestra algo, esto es que, en sociedades con grandes bolsones de depauperados de nivel educativo muy bajo que no están en condiciones de aportar nada a una economía moderna, la popularidad de un líder político no guarda ninguna relación con su eventual capacidad administrativa. Según las pautas del mundo desarrollado, la gestión del comandante ha sido fabulosamente inepta. Se las ha arreglado para despilfarrar muchos miles de millones de dólares que pudo haber invertido en el desarrollo y ha permitido que Caracas se convirtiera en la capital mundial del asesinato, un lugar que es aún más mortífero que los campos de batalla de México o las ciudades plagadas de fanáticos religiosos del Oriente Medio, que los apagones sean rutinarios, que los venezolanos hayan tenido que limitarse a “duchas socialistas” ya que con frecuencia escasea el agua, y que la corrupción sea tan ubicua que en opinión de los investigadores azorados de Transparencia Internacional es más virulenta que en la Argentina, lo que es mucho decir. Con todo, si bien la inoperancia extraordinaria del régimen que encabeza le costó a Chávez muchos votos, sigue gozando del respaldo, o al menos de la tolerancia, de millones de compatriotas que ven en él una especie de héroe épico en guerra contra un mundo que, por motivos insondables, se dedica a hacerles la vida difícil.
Para Cristina, los más de once meses que siguieron a su triunfo electoral han resultado ser amargos. Gastó tanto con el propósito de estimular el consumo por motivos proselitistas que, para celebrar su victoria, tuvo que poner en marcha un ajuste doloroso. Chávez también se verá constreñido a reducir drásticamente el gasto público, que aumentó mucho al acercarse la jornada electoral, frenando así el crecimiento que, luego de años de letargo, se ha reanudado últimamente. Y, como Cristina, el mandamás venezolano tendrá que enfrentar los muchos problemas ocasionados por la fuga de capitales y de inversores espantados. Si bien es poco probable que tales penurias lo priven de la hegemonía a la que se ha acostumbrado, no podrán sino perjudicarlo.
Además de verse frente a un panorama económico –y por lo tanto político– bastante complicado, Chávez tendrá que lidiar con su propia salud. Según él y sus colaboradores, se ha curado del cáncer que lo obligó a pasar semanas en una clínica cubana, y durante la campaña electoral Capriles tuvo la gentileza de no procurar aprovecharlo, pero nadie en Venezuela ignora que en cualquier momento el caudillo podría experimentar una recaída.
Tampoco ignoran los partidarios de Chávez que, sin su presencia, la “revolución socialista” que dice estar protagonizando correría el riesgo de descarrillarse. Los sistemas monárquicos populistas dependen tanto del “carisma” de un jefe irreemplazable que, huelga decirlo, se habrá rodeado de mediocridades obsecuentes que no soñarían con intentar hacerle sombra, que son intrínsecamente incapaces de perpetuarse. Si Chávez no puede completar los seis años adicionales que el electorado acaba de regalarle, el chavismo sobrevivirá, por ser cuestión de una variante política que forma parte del ADN latinoamericano, pero lo más probable sería que compartiera el destino del peronismo que, muerto el general, se dividió en una multitud de facciones que se ubicarían en distintos puntos del mapa político, a veces cerrando filas por razones oportunistas y a veces dispersándose, contaminando por igual a agrupaciones antichavistas, como las actualmente lideradas por Capriles, y a aquellas que se afirmen los herederos legítimos de su legado y luchen denodadamente contra otras que se atribuyan la misma condición.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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