Todos sabemos que el juego de la representación democrática (y de cualquier sistema de representación política conocido, seamos justos) se basa en la ilusión de que los políticos electos surgen de la voluntad popular. Aunque es una ilusión necesaria para que nos organicemos en sociedad de manera más o menos pacífica y sostenible en el tiempo, conviene mantener latente la conciencia de que los aparatos electorales y sus gurúes apuntan a manipular precisamente la superstición estadística de que cada voto vale oro: de ahí esa apelación a las emociones (no a la racionalidad) de las audiencias televisivas y de las redes sociales (que no es lo mismo que el viejo y desgarrado “tejido social”). La estrategia básica es hacerle creer a la masa de votantes que su vecino –Mauricio o Cristina o Margarita o Florencio o María Eugenia- dependen de “tu” decisión individual para sacar el país adelante. Para que eso funcione, muchas fantasías deben mantenerse activas e intactas, impolutas del raciocinio fáctico que cada vez pierde más terreno ante la pujante ideología de la posverdad. Repasemos en esta paradójica jornada cívica algunas de estas creencias.
La primera es la del sentido mismo de las PASO que, como la última letra de su sigla indica, se trata de una primaria “obligatoria”. Pero obligatoria ¿para quién? A juzgar por la ausencia de internas en la mayoría de las propuestas electorales en los principales distritos, es evidente que la obligatoriedad corre solamente para los votantes, que deben ir a las urnas si no quieren violar la ley. Es decir que la clase política destina milles de millones de pesos de los contribuyentes, a quienes además les ordena ir a votar en una presunta interna partidaria múltiple que, sin embargo, los principales “partidos” (sigamos llamándoles así para no romper demasiado la ilusión) decidieron no celebrar. Menos mal que los candidatos son nuestros futuros representantes...
Como no queremos que nuestros políticos se enojen si no vamos a votarlos, y nos acusen de “apatía electoral”, participamos de la pantomima comicial con buena onda, y les financiamos con nuestro tiempo y nuestros impuestos una fenomenal encuesta preelectoral, que se suma a los aportes de campaña que el Estado les otorga a los “partidos”, echando mano a más recursos públicos de esta rica nación. Para no sentirnos el pato de la boda, nos dejamos persuadir por los expertos en marketing electoral de que cada uno de nuestros votos son como preciadas cartitas que les mandamos –como lo hacíamos de chiquitos con Papá Noel, los Reyes y el Ratón Pérez- a los candidatos para mandarles mensajes aleccionadores. Y si nos portamos bien, y no aflojamos, quizá nos cumplan nuestros ingenuos deseos. Crucemos los dedos, hagamos buena letra, y coloquemos bien los sobrecitos.
Hay mandatos-fantasma para todos los gustos. Están los que votan a Carrió para que siga fiscalizando la República macrista, con el compromiso de que si los “conflictos de intereses” se pasan de castaño oscuro, Lilita se pondrá en modo mesiánico y con su crucifijo desatará un escarmiento institucional para resetear la democracia. Contra la “locura” de Carrió, se erige el votante de Lousteau, la reserva cool del macrismo crítico porteño: esta opción es una manera de castigar la falta de interna en Cambiemos y de esquivar la famosa Grieta con una pirueta canchera. Hay un salto parecido del otro lado de la General Paz: el voto a Randazzo, la opción elegante para quien quiere repudiar el verticalismo cristinista sin sentirse gorila mientras se juegan las PASO, a la espera de los resultados de esta megaencuesta. Siempre queda octubre para un voto más útil. La opción Massa para no massistas es decir que votó la boleta tigrense como un modo de darle una última oportunidad a Margarita Stolbizer para que meta presa a la ex presidenta. Puras fantasías, claro, pero de eso se trata.
Queda el gran espejismo bonaerense. Terminar con la Grieta, aunque no evitándola, sino dando una supuesta batalla final, que extermine definitivamente a uno de los bandos en pugna. Los votantes cristinistas pueden apoyar la propuesta de su jefa de votarla a Ella para ponerle un límite al modelo M, lo cual esconde sueños destituyentes que aceleren la llegada del 2019. Del otro lado, quedan muchos que, aunque no ponen las manos en el fuego ni por Macri ni por los brotes verdes ni por las convicciones de Bullrich, votan para ayudar a esa chica que pasó de ser Heidi a la encarnación bonaerense de la princesa de la cabellera de fuego que protagoniza la peli “Valiente”. Ese voto oficialista –pero también uno a Massa o a Randazzo- podría seducir a un puñado de ex kirchneristas autopercibidos como “sensatos”, que aprovechan las inclasificables PASO para enviarle un mensaje piadoso a Cristina de que se retire con dignidad: algo así como los espectadores que alguna vez participaron en un bizarro plebiscito sobre la continuidad o no del entonces veterano boxeador Nicolino Loche, a la salida de una pelea de exhibición, donde ganó la boleta del adiós, como un melancólico “fue lindo mientras duró”.
Toda esta gran fantasmagoría comicial se ordena en torno a un mito que maldice la historia nacional desde su nacimiento: civilización o barbarie, una falacia construida con un montón de verdades parciales e inconexas. Hoy se vuelve a poner en escena, como la revancha de un clásico que hace unos años sacó de la galera la siempre pícara Cristina, cuando chicaneó a los insidiosos y bastante torpes alumnos argentinos de Harvard que la incomodaron en una especie de conferencia de prensa, de esas que la presidenta solía no dar. Ahí estaban enfrentados, como ahora, el aspiracional primermundismo ciego de la Argentina ilustrada y pudiente, contra el popularismo flojo de papeles del panperonismo con doble domicilio, uno pobre para militar y otro rico para vivir. Ambos extremos y la misma maniobra de conducción del país real: un Audi derrapando en el barro.
Harvard vs. La Matanza, profetizó entonces Cristina, como si hubiese encontrado –justo en esa escena de patética zozobra que la expuso al mundo- la imagen futura de su destino final, cuando la salvación actual depende de su capacidad para seguir encarnando la cara popular de esa moneda que gira en el azaroso aire de la jornada electoral. Este día absurdo que no elige nada pero lo decide todo.
por Silvio Santamarina*
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