Cuando por fin se haya levantado el sitio viral, el mundo que encontraremos al salir de nuestros refugios será bastante distinto de aquel de antes. Además de acortar muchas vidas, si bien no tantas como siguen haciendo otras enfermedades con las que hemos aprendido a convivir, el coronavirus habrá dejado en ruinas una parte sustancial de la economía. Está rota la cadena global de producción; la remplazará por otra que, para reducir los riesgos de depender demasiado de China, a buen seguro será mucho más selectiva, es decir, proteccionista que la del año pasado.
Es probable que los peor golpeados por la devastadora implosión económica que han desatado las cuarentenas sean aquellos países, entre ellos la Argentina, que sufrían un sinfín de “comorbilidades” previas, aunque, por cierto tiempo, hasta los más saludables experimentarán caídas dolorosas. Con todo, es razonable prever que Estados Unidos, el norte de Europa, el Japón, Taiwán y Corea del Sur se recuperen con más rapidez que los demás; cuentan con capital humano abundante e instituciones adecuadas. ¿Y China? Según parece, el país en que todo comenzó ya está preparándose para aprovechar la gran crisis mundial que, según el presidente norteamericano Donald Trump, por omisión o comisión provocó.
Aunque los hay que atribuyen la vehemencia amenazadora con la cual Trump está denunciando el régimen chino por su papel en el drama trágico que ha arruinado muchos millones de vidas a la voluntad, típica de líderes populistas, de “construir un enemigo” verosímil y de tal modo conseguir el apoyo de los perjudicados por la pandemia, no es cuestión de una mera manía personal. Muchos demócratas, incluyendo al candidato presidencial Joe Biden, comparten la convicción del magnate extravagante de que China es un rival geopolítico aún más peligroso de lo que era la Unión Soviética porque cuenta con una población cinco veces mayor, además de los recursos intelectuales que le permitirían erigirse en una superpotencia no sólo militar sino también tecnológica y comercial. Asimismo, ya había adquirido una cuota nada despreciable de “poder blando” al reducir drásticamente el nivel de pobreza en un lapso muy breve; en las décadas últimas, se han incorporado centenares de millones de chinos a la clase media consumidora.
Mientras que el nacionalismo fervoroso de Trump, cuyo eslogan preferido es “¡Estados Unidos primero!”, hace difícil la consolidación de alianzas con los países europeos, el Japón y otros que no quieren que el mundo sea dominado por una dictadura xenófoba, los demócratas norteamericanos comprenden que, a menos que cierren filas, impedir que Xi Jinping y sus adláteres logren lo que se han propuesto será sumamente difícil. Con todo, a pesar de la hostilidad hacia Trump que sienten, los líderes de Francia, Alemania y otros países de la Unión Europea se han animado a calificar a China de “un rival sistémico que promueve modelos alternativos de gobernanza”, modelos que, huelga decirlo, son inaceptablemente autoritarios desde el punto de vista de quienes reivindican los valores democráticos.
Los que temen que el resurgimiento de China, luego de siglos de desorden interno debilitante, ponga fin a una etapa pasajera signada por la transformación de muchas tiranías en democracias tal vez imperfectas pero menos brutales que las dictaduras que las antecedieron, hacen hincapié en que, a diferencia de los dirigentes de las potencias occidentales y, a partir de 1945, del Japón, los gobernantes chinos apenas fingen respetar los derechos humanos. Hasta hace muy poco, los norteamericanos, europeos, australianos y otros propendían a pasar por alto tal deficiencia por motivos comerciales y por suponer que, andando el tiempo, los chinos harían en el terreno político lo que ya habían hecho en el económico. Sin embargo, lejos de impulsar una mayor liberalización, los éxitos materiales han brindado al régimen un grado mayor de legitimidad, lo que le ha permitido endurecerse.
Aunque hubo motivos para esperar que la torpe reacción inicial del presidente Xi frente a la aparición del coronavirus en Wuhan lo obligara a desistir de intentar frenar el flujo de información, nada así ha ocurrido. Antes bien, con la ayuda de la tecnología, el régimen identifica y, en muchos casos, castiga a los reacios a conformarse con la verdad oficial. Y, para colmo, parece decidido a sacar provecho de la confusión imperante para poner fin a las libertades a su entender anómalas de los ciudadanos de Hong Kong.
La esperanza de que, por razones netamente pragmáticas, la dictadura china terminaría adoptando formas de gobierno más liberales no se basaba sólo en lo que algunos llaman “el romanticismo” o en la adhesión de europeos y norteamericanos a sus propios principios. Les era suficiente comparar el estado actual de la economía de China continental con las de Singapur, la ciudad cada vez menos autónoma de Hong Kong y Taiwán, donde pueblos de la misma etnia y tradición cultural disfruten de un ingreso per cápita que es llamativamente superior. Mientras que el producto per cápita de China (18.000 dólares), es más bajo que el atribuido a la Argentina hace un par de años (21.500), los de Singapur, Taiwán y Hong Kong son de 98.000, 52,300 y 64.500 dólares respectivamente, frente a los 62.150 de los mismísimos Estados Unidos.
Dicho de otro modo, de haber derrotado en 1949 a los comunistas de Mao los nacionalistas de Chiang Kai-shek que acabaron atrincherados en Taiwán, en la actualidad China, merced a sus inmensas dimensiones demográficas, podría ser dueña de una economía mayor que las de América del Norte, Europa y el Japón sumados.
Así y todo, es innegable que, para muchos, el modelo chino tiene sus atractivos, sobre todo en países en que gobiernos de origen democrático han fracasado por completo en la “lucha contra la pobreza”. A los autoritarios congénitos que sueñan con el poder absoluto les gusta la noción de que lo conseguido por China se haya debido en buena medida a que sus gobernantes no han tenido que preocuparse por los molestos derechos individuales o por las maniobras antipatrióticas de políticos opositores y la prédica de disidentes. Para más señas, la manera dictatorial con la cual el régimen actuó para contener la difusión del coronavirus ha hecho escuela en otras partes del mundo.
Para sorpresa de los convencidos de que los habitantes de los países occidentales nunca se dejarían ser forzados a quedarse en casa durante semanas o meses, las medidas en tal sentido tomadas por un gobierno tras otro no motivaron mucha oposición. Por el contrario, el grueso de la ciudadanía ha colaborado con entusiasmo, denunciando a quienes a su parecer se burlaban de la reglas. No extrañaría, pues, que gobiernos enfrentados por disturbios civiles causados por la depauperación abrupta de amplios sectores sociales cayeran en la tentación de emular al chino so pretexto de que, aun cuando el coronavirus haya dejado de constituir una amenaza, la emergencia que ocasionó dista de haber llegado a su fin.
El orden internacional que diseñó Estados Unidos para después de la Segunda Guerra Mundial parece tener los días contados. ¿Se verá seguido por otro sinocéntrico? Para que ello sucediera, sería necesario que China aumentara mucho su influencia tanto económica y militar como diplomática y cultural. No le sería fácil. En el vecindario inmediato de China, la prepotencia creciente de Pekín motiva alarma; su reputación en dicha región es aún peor que la de Estados Unidos en su “patio trasero” latinoamericano. También influye la conciencia de que el poder económico de China es manufacturero y que por lo tanto plantea una amenaza a las industrias relativamente rudimentarias de todos los países emergentes, entre ellos la Argentina. En cuanto al poder cultural, dependerá mucho del idioma, pero el chino no se presta a la internacionalización. Lo sabe el régimen; en los dominios de Xi, el número de estudiantes del inglés es mayor que el de los habitantes de Estados Unidos.
Pero no sólo es cuestión de los obstáculos que tendría que superar China para crear lo que se proponen sus gobernantes; un orden internacional equiparable con el de Asia oriental hace varios siglos, cuando “el Imperio del Medio” era hegemónico en la esfera cultural. La demografía no la favorece. Gracias en parte a la política de hijo único que sólo fue relajada hasta cierto punto en 2015, hay cada vez más ancianos sin que existan recursos para cuidarlos. Otro problema grave consiste en el superávit de varones; en China hay 35 millones más hombres, la mayoría joven, que mujeres; nadie sabe muy bien cuáles serán las consecuencias del desequilibrio así supuesto, pero no hay motivos para creer que sean positivas.
Por razones muy diferentes, la situación actual de Estados Unidos no es mucho mejor. Las “grietas” que separan a los partidarios de Trump de quienes lo aborrecen, a las elites costeras de los demás, a las “minorías” raciales de la mayoría de sus compatriotas, parecen insalvables. Muchos norteamericanos enfrentan el futuro con pesimismo; es como si estuvieran tan resignados a que su país, como el Reino Unido antes, pierda para siempre el poder avasallante que por casi un siglo era suyo, que ni siquiera están dispuestos a intentar defenderlo.
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