Alberto Fernández terminó de recibirse de cristinista con la anunciada expropiación de la cerealera Vicentin. Fue una prueba de amor a la jefa, aunque la haya presentado como una idea propia para que nadie pusiera en duda su autoridad. Eso de que se le ocurrió a él es una verdad a medias: su ministro Matías Kulfas venía trabajando en algún tipo de salvataje estatal para la empresa santafesina, pero en paralelo el cristinismo también estaba pendiente del tema a partir de un paper que CFK le había encargado a Ricardo Echegaray, el ex titular de la AFIP. Y cuando ella y Alberto debatieron qué hacer, se impuso la opción más dura, la de expropiar. Y se aceleraron los tiempos del anuncio a pedido de CFK.
El discurso oficial hoy repite que no hay diferencias de criterio entre ambos sobre el caso Vicentin y pasa por alto aquellas horas dramáticas –tras la reacción internacional y los cacerolazos de entrecasa– en las que Alberto se asustó y pareció querer volver sobre sus pasos, además de recibir a los dueños de la empresa para bajar tensiones. Pero ya no había marcha atrás posible. La vicepresidenta, que es la dueña de los votos, no lo hubiera permitido.
Entre esos dos Albertos, el del anuncio expropiador y el que después se preocupó por la reacción de los mercados, se debate hoy el Presidente. Hubo otras iniciativas en las que también se vio esa doble personalidad que proyecta en público, como la del impuesto a las grandes fortunas que propuso Máximo Kirchner y que él acompañó con sonrisa forzada, o como la salida de presos por supuestas razones humanitarias, una movida del cristinismo que Alberto primero defendió y de la que luego tomó distancia. Nunca antes, es cierto, había llegado tan lejos como con Vicentin, acaso su bautismo como héroe revolucionario ante la militancia dura que antes lo miraba de reojo.
Está claro que, en términos políticos e ideológicos, Alberto no es lo mismo que Cristina. Pero lo disimula muy bien.
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