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OPINIóN | 18-02-2021 15:13

La invención de Carlos Menem

Una leyenda popular asegura que después de dejar el poder Menem respondió que si contaba lo que iba a hacer no lo hubieran votado. Si no lo dijo es lo de menos.

En 1988 la Argentina asistía al inevitable pasaje de la recesión a la hiperinflación, las consignas románticas por el regreso de la democracia se habían debilitado y el alfonsinismo sonaba a causa perdida. Se esperaba un Mesías.

En julio de ese año, las elecciones primarias peronistas dieron una pista sobre hacia dónde dirigir esa ilusión: un riojano de discurso tan setentista como sus patillas, campechano y bromista cuando parecía que ya no había ánimo de risa, se impuso al candidato cantado con aval bonaerense Antonio Cafiero. El movimiento renovador peronista, contra la ortodoxia del PJ derrotada en el ’83, quedaba en sus manos y el país empezaba a hablar del “fenómeno Menem”. Un tapado. El último caudillo. Un “outsider” bajado de los cerros que juntaba bajo el poncho adeptos sin miramientos dogmáticos: podían provenir del gremialismo ortodoxo, el Comando de Organización peronista (la derecha nacionalista) o la Gloriosa Jotapé. Todos eran bienvenidos al ecléctico universo del candidato a devolver el peronismo al poder. Una feligresía militante tan anómala que empezó a hablarse del “entorno” de Menem como sinónimo de lo insondable.

Las sobremesas en el comedor del diario La Razón, donde trabajaba entonces a mis 23 años, se nutrían de anécdotas, rumores y controversias, así que con mi compañera “de banco” en la redacción, Laura Haimovichi, nos propusimos hacer un libro con reportajes a los personajes prominentes que acompañaban al riojano. Como sólo se hace a esa edad, a los pocos días y antes de haber acordado ninguna entrevista, estábamos firmando contrato con la editorial Puntosur (ya desaparecida) para escribir “Menem y su entorno”.

Pudimos hacerlo. Logramos incluso colarnos en el avión en el que viajó la comitiva a La Rioja en octubre para proclamar la fórmula presidencial, entrevistamos a Menem en la casa quinta de la gobernación y viajamos en un colectivo desvencijado hasta Anillaco, un pueblito de la costa del Velazco con 800 habitantes, una hostería del  ACA, y donde Amado Menem (el medio hermano mayor de Carlos) se hacía cargo de una pequeña bodega heredada del patriarca, don Saúl, en la que trabajaban 6 personas. Vivía en una casita antigua y venida a menos, en sintonía con las demás que se alzaban en aquellas calles de tierra cuando “La Rosadita”, el futuro refugio presidencial que hasta tendría el lujo de una pista de aterrizaje, era inimaginable. Amado fue el único de los hermanos que decidió quedarse en el pueblo cuando Carlos, Munir y Eduardo emigraron. Nada hacía presagiar que la bodeguita que le dejaba a Amado tiempo para cultivar rosales escalaría su producción y que en el 98 todos los hermanos, excepto el Presidente, se desprenderían de la empresa.

Pero una década antes en Anillaco todo era sorpresa y orgullo por el hijo pródigo. “Cuando estuvo preso en Magdalena lo fuimos a visitar con mi mujer –contaba Amado- y nos dijo unas palabras que nos quedaron muy grabadas. ‘Alguna vez, acuérdense, Videla va a estar acá y yo voy a estar donde está Videla´”.

Releer hoy las páginas amarillas del libro que llevó en la portada una hermosa ilustración de Carlos Nine es un viaje a la gestación in vitro del menemismo y también al origen de una traición. Las palabras de los 22 entrevistados, además de las de Eduardo Duhalde y el propio Menem, discurrían en las antípodas del neoliberalismo noventista de la pizza con champán. Prometían revolución productiva, salariazo y agitaban la consigna “liberación o dependencia”.

Referentes juveniles como Alberto Conca y Claudia Bello describían a Menem como quien venía a romper el molde del político tradicional para alzarse contra el enemigo del pueblo, “el liberalismo vernáculo asociado con el imperialismo”. Jorge Asís interpretaba su surgimiento en que “el alfonsinismo y la izquierda se agotó en las capas medias. Menem –decía- recupera toda una clase social de desheredados y desprotegidos que no tenían representación política. Menem irrumpe y le da representación real al sector de los oprimidos, lúmpenes y desclasados”.

Igual de fascinado se mostraba el compañero de fórmula, Eduardo Duhalde: “Recuerdo que cuando el Justicialismo hizo el cierre de campaña del ´83, Ítalo Luder nombró a todos los candidatos a gobernadores y al mencionar a Carlos Menem, que no estaba en el palco, se produjo una ovación espontánea que fue sorprendente. El pueblo se siente querido por él y por eso lo quiere. Es un seductor que ejerce gran atracción en la gente”.

Bajo el paraguas del pacto social y la unidad partidaria, Menem acuñó su mitología electoral. Se contaba entonces que una tarde de agosto del ’88, convocó en sus oficinas de la avenida Callao a los que fueron conocidos como sus “Doce apóstoles”. Julio Mera Figueroa (orientado hacia Menem por el legendario Vicente Saadi) y Juan Carlos Rousselot (que resignó la vicepresidencia en favor del más amplio espectro Duhalde) fueron sus laderos de aquella primera hora. Después estaban los “prehistóricos”: Eduardo Menem, el gran hermano, cuyo rol era la defensa ante las embestidas del radicalismo; el diputado comprovinciano Julio Corzo y el empresario Eduardo Bauzá. El apostolado incluía a dos sindicalistas: Luis Barrionuevo y Rubén Cardozo. Y completaban la nómina Augusto “Choclo” Alasino, Alberto Pierri, Antonio Vanrell, el entonces apoderado del PJ César Arias y el empresario Alberto Kohan.

La mística asomaba también en la contraseña de quienes empezaban a acompañar al candidato en sus giras de campaña: se llamaban el “Grupo Merlín” en honor al nombre del avión en que se movían. Eran los empresarios Luis Santos Casale, Miguel Ángel Vicco y Armando Gostañián, su secretario privado Ramón Hernández y el vocero Juan Bautista “Tata” Yofre.

Yofre hacía malabares con un candidato improvisador e inmanejable para su equipo de comunicación liderado por Hugo Heguy. El “gordo” Heguy, ajeno del todo a la política y cuya carrera había despuntado como jefe de prensa de los espectáculos teatrales de Alejandro Romay, la tenía fácil para instalar la imagen del candidato de “las bases” contra la flojera del radicalismo.

En la primera de las dos largas charlas que tuvimos con Menem, después de esperar que termine una entrevista para la BBC que lo tenía fascinado, repitió los latiguillos de campaña. Su improvisación y simpatía desaparecían al hablar de política. En eso no difería de –como se decía entonces- los políticos “con casette”: “El proyecto de Alfonsín fracasó. Ganaron los que se dedicaron a especular y no los que se dedicaron a trabajar”. “Debemos liberarnos de quienes nos tienen totalmente sometidos en el campo de lo económico a partir de una unión de toda Latinoamérica.” “Hay que refundar el Estado sobre bases éticas para terminar con esta corrupción generalizada”. “Angeloz y Alsogaray son similares”. “No habrá indulto porque es de competencia pura y exclusiva del Presidente de la Nación y es un perdón que no está entre nuestros propósitos”. Fue algo de lo que nos dijo.

Una leyenda popular asegura que después de dejar el poder Menem respondió que si contaba lo que iba a hacer no lo hubieran votado. Si no lo dijo es lo de menos.

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Alejandra Daiha

Alejandra Daiha

Jefa de Redacción y columnista de Radio Perfil.

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