Como tantísimos otros, fui forzado en nombre de la ley a invertir todo mi año 1982 (tenía 19) y un par de meses del '83 como colimba aeronáutico. Esos 14 meses incluyeron la excitación, la furia y la depresión por Malvinas, donde la suerte me impidió combatir. De lo contrario, lo más seguro es que no estaría contando el cuento.
Comparto una escena imborrable de mi conscripción en la sede porteña del Estado Mayor Conjunto...
Los milicos nos obligaron a salir del edificio vestidos de civil y casi de noche el 30 de marzo del 82, porque había paro con marcha de la Confederación General del Trabajo, represión demencial e inconveniencias obvias para andar ostentando uniforme militar por la calle.
Otra escena imborrable...
Tres días después, el 2 de abril, manifestantes enardecidos de presunto patriotismo me llevaron en andas desde Paseo Colón al 300, sede del EMC, hasta la Plaza de Mayo al grito de:
—¡Soldado, amigo, el pueblo está contigo!
Vi llorar ese día a mucha gente grande, sudorosa o de corbata o qué más da, hipnotizada frente al relato épico del dictador Leopoldo Fortunato Galtieri. ¿Cuántos de los apaleados, gaseados y detenidos de la escena precedente colmaban esa plaza con ilusión de gesta?
La continuidad del proyecto político de los militares dependía de unir a la población tras la idea mesiánica de que representaban la postergada resurrección de la argentinidad.
Delante del mismo Galtieri me cuadré días después en el octavo piso del edificio, clavando los tacos al grito pelado de:
—¡Buenos días, mi teniente general!
Con la mano en mi hombro al pasar, contestó:
—Tranquilo, pibe, que vamos a ganar.
En la Sala de Situación contigua se reunían los jefes máximos de una locura consensuada por la sociedad civil en la que moriría gran parte de la Compañía de Defensa de la VII Brigada Aérea de Morón, un montón de misioneros gringos o guaraníes que, mientras compartimos mis únicos
cuarenta y cinco días de instrucción, no se quejaban por la comida ni por las sábanas ni por nada. En cada una de dichas cumbres estratégicas del octavo piso se bajaban trago a trago una botella entera, por lo menos, de Johnny Walker etiqueta roja. Fui testigo y algo más. Mi servicio a la Patria incluía el armado de las bandejas: el whisky, el hielo, la gaseosa en jarra, los sandwichitos de miga, los vasos...
Detalle destacable: el jefe de la Compañía Mixta del Estado Mayor Conjunto era el capitán del ejército Luciano Benjamín Menéndez (h). Su padre aún decidía sobre la vida y la muerte de los cordobeses, los santiagueños y los santafesinos. Su tío, Mario Benjamín Menéndez, “gobernaba” Puerto Argentino.
En las mañanas o las tardes libres, bolso de cuerina celeste al hombro y ropa de calle, yo repartía en todas las paradas de diarios del subte A, en los andenes de ida y de vuelta,
ejemplares de la revista Retruco, editada a pulmón por dos compañeros de la Escuela de Periodismo del Instituto Grafotécnico: Jorge Fernández Díaz, hoy consagrado escritor,
secretario de redacción y columnista del diario La Nación y hoy también conductor de Radio Mitre; y Gustavo González, actual director periodístico del Grupo Perfil y autor de Noticias bajo fuego, la historia de la news magazine que, en ese orden, dirigieron ellos dos primero y
más tarde yo, hasta la fecha.
Qué tiempos aquellos. Bravos. Adrenalina pura. Miedo de veras. Temeridad. Inconsciencia.
Ideologías sobreactuadas y pensamientos mágicos.
Decidí ser periodista antes de ser soldado por la fuerza y militante de izquierda por impulso. Quizás por inercia generacional. Tal vez por mandato familiar. Dejé la Fuerza Aérez cuando me dejaron y la militancia, cuando no quise más. Conservo, machucado, el mismo sentido de justicia que en aquellos tiempos. Creo. Qué sé yo...
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