A raíz de una nota publicada por el sitio británico The Independent, descubrimos que los millennials –hoy todos son millennials– consideran que la serie es homofóbica, transfóbica, lesbofóbica, defensora del abuso sexual, xenófoba y violenta con la aceptación del cuerpo.
No es una cuestión de generalizar, algo que se estila en cada nota que habla de una generación. Primero, porque los jóvenes que han dicho estas cosas son los que, valga la redundancia, lo han dicho. Segundo porque ya le decimos millennials a cualquier cosa. Y tercero porque los jóvenes no son todos iguales, al igual que usted o yo.
Pero como ya he escuchado cosas similares también por estas tierras, temiendo el riesgo de que nos pongamos a hacer un ejercicio revisionista que nos haga mierda las escenas felices de nuestra juventud, voy primero.
Una chica rica deja plantado a su prometido en el altar. Enemistada con la familia, termina por aceptar un trabajo de camarera en una cafetería de barrio.
Un joven profesor judío acepta, emocionado, participar de un trío sexual con su también joven esposa y la profesora de yoga de esta, todo para descubrir que su mujer es lesbiana. Una vez divorciados, se entera que su flamante ex está embarazada de él. Ella se casa con su profesora y, junto a él, conforman una familia a su modo.
Un hijo de inmigrantes italianos, único varón entre cientos de hermanas, sueña con ser actor. Mujeriego a más no poder, las pocas veces que se enamora es el hombre más feliz del mundo. Y el que más sufre.
Una chica se va de su hogar siendo adolescente, luego de que su madre se suicidara y su padre terminara preso. Vive en la calle de la basura. De adulta descubrirá que su verdadera madre era la amiga de quien la crió y que su verdadero padre era su padre adoptivo.
Un joven hijo único de una familia absolutamente disfuncional busca su lugar en el mundo con la única defensa que tienen los perdedores: el humor ácido. Su padre dejó a su madre para luego convertirse en transexual. Su madre se convierte en gurú del sexo a través de la escritura de libros.
Una chica judía, obsesiva con el orden y la limpieza, con un pasado de sobrepeso, se convierte, de modo insólito, en chef. Enamoradiza de corto alcance, pierde la cabeza por un señor que la dobla en edad: el mejor amigo de su propio padre. Su personaje, en ese entonces, tenía 27 años. Al igual que todo el grupo de amigos, todos tienen entre veintipoquitos al comenzar la serie y flamantes treinta al finalizar.
Phoebe Buffey, la que se crió en la calle, descubre que tiene un hermano que, enamorado de una mujer mayor, no puede tener hijos. Le presta su vientre para tener trillizos. Enamorada de un científico que tiene que elegir entre su trabajo y ella, decide soltarlo para que al menos uno de los dos pueda ser feliz.
Mónica Geller, la chica que salió con el mejor amigo de su padre se siente absolutamente solitaria en la segunda boda de su hermano –el padre del hijo del matrimonio de lesbianas a quien le falta todavía un tercer paso por el altar– y accede a una noche de sexo con su mejor amigo, el hijo del travesti y la profesora de sexo que, como único antecedente probable de vida sexual, tiene una exnovia a la que no quería, pero que al menos le garantizaba no sentirse solo.
Ross Geller, el profesor judío, causaba gracia por su torpeza y por su reiteración para el matrimonio. El humor con el que se presentaban esas historias escondían la obsesión de un joven por cumplir con su deseo de formar una familia tradicional. Enamorado desde la adolescencia de la joven rica que deja todo, le blanquea su amor siendo adultos. Se enamoran, salen, se pelean, el tiene un quiebre, pasa la noche con otra chica, su amiga quiere arreglarse y, el resto de la serie, estará marcado por la disputa entre si fue una infidelidad o estaban en un impass.
Chandler Bing, el joven tímido de humor ácido y sin antecedentes amorosos, trabaja en un lugar que detesta, en un empleo que no consigue explicar a nadie. Cuando quiere renunciar, le ofrecen un mejor salario y termina aceptando. Tuvo la opción: vivir de lo que me gusta o ser infeliz. Lo que le gustaba estaba fuera del trabajo y el trabajo era eso, un trabajo. Perdidamente enamorado de la chica gordita de su adolescencia, de la hermana de su mejor amigo, se casa con ella. Fue el quiebre de la serie, ya que nada volvería a ser igual: no existiría más el departamento de las chicas y el de los chicos. Sin embargo, la serie se hizo cada vez más popular porque los chicos estaban creciendo.
Joey Tribbiani consigue cumplir su sueño a medias, al conseguir un empleo tiempo completo en una novela exitosa. Su sueño de llegar a Hollywood nunca llega, pero jamás baja los brazos y sigue probando una, y otra, y otra vez en castings de mierda, con papeles horribles. Hace cualquier cosa con tal de conseguir su sueño. Cualquier cosa. En la relación de los seis amigos, Joey es un suerte de argamasa, el que todo lo soporta, el que esconde todos los secretos, el que siempre está para ayudar hasta el extremo de proponerle matrimonio primero a una amiga y luego a otra porque pensaba que estaban embarazadas y el supuesto padre se las había tomado. Incluso renuncia a una relación amorosa cuando descubre que su mejor amigo estaba realmente enamorado de ella.
Rachel Green, la joven ex rica trabajó de camarera mientras perseguía su sueño de ser modista. Al final, termina por trabajar para Ralph Lauren. En el medio, el aprendizaje de que en el mundo real su padre no está para cumplirle todos los caprichos y que no se puede ser independiente y vivir de papá, la lleva a situaciones presentadas como hilarantes, pero en las que, si se mira bien, se puede percibir el sufrimiento de su personaje. El sufrimiento de crecer.
Y es que de eso se trata Friends: de crecer. De crecer en un mundo de mierda, de crecer en un entorno desconocido, de crecer con lo que te tocó y no con lo que elegiste, de crecer eligiendo lo que podés y aceptando o rechazando lo que no, de crecer haciendo cosas que nunca se habían hecho, de crecer con cada error, con cada pifie. De crecer.
Toda esta argumentación ocurrió entre 1994 y 2004. No ayer, no hoy. Hablar de matrimonio igualitario en 1994 no era sencillo. Que una serie lo hiciera en su primera temporada era una cuestión de valentía o imprudencia. Hablar de vientres subrogados es incómodo en 2018. Piensen por un segundo lo que era hace 20 años.
Entiendo que puede chocar que no haya un negro en el grupo, o un homosexual, pero la serie trata de un grupo de amigos cualquiera. Y como cualquier grupo de amigos puede tener un puto, o no, puede tener un negro, o no, puede tener un discapacitado, o no. Salvo que se pretenda sacar una ley que obligue a que todos tengamos un cupo de amigos. No está mal, sería una forma de blanquear el "tengo un amigo judío", que dicho sea de paso, en la serie eran dos.
Modern Family era el modelo de serie que correspondía a los tiempos que corrieron los años pasados. Un hombre casado en segundas nupcias con una inmigrante madre soltera, también es padre de una chica casada con una familia "normal" y un hijo gay, también casado. Con otro gay, claro. En un par de años la analizarán y cuestionarán que el personaje gay era demasiado estereotipado, del mismo modo que ya se quejan de que la latina no cumple con el estereotipo de la latina. Inchoerencia, imagen homogénea. Corrección.
También he leído que, de Friends, resultaba chocante que Mónica se riera de su pasado de sobrepeso o que Rachel lo hiciera con su antigua nariz –algo que era un guiño a la historia de la propia Jennifer Aniston– pero no siempre la única opción es "aceptar tu cuerpo tal cómo es". Algunos eligen bajar de peso, del mismo modo que algunos eligen cambiar de sexo. No se puede criticar uno y apoyar al otro sin reventar de incoherencia. En la serie no se ríen del diferente. Se ríen de todo lo que les pasa. De todo.
Que en una serie se cuenten seis historias de vida de mierda y, en vez de prestar atención al ejercicio de autosuperación personal y aprendizaje de jóvenes que dejaron todo para perseguir su sueño sin saber, en un par de casos, siquiera cuál era ese sueño, no habla mal de la serie. Habla mucho del que la critica por pelotudeces.
Dice que, para ser amigos, pareciera que primero miran la orientación sexual o el color de piel de una persona antes que su forma de ser. Dice que creen tenerla tan clara que todos podrían aceptar sin ningún problema que su padre sea travesti y que ello no les generaría ningún tipo de incomodidad al compartir espacio en público, pidiendo que todos sean iguales con lo que a ellos no les pasó. Dice, también, que no les importa si una mujer superó un suicidio materno, un padre preso, un abandono de sus padres biológicos, vivir en la calle, elegir estar sola y poner su cuerpo para tres hijos ajenos, sino que lo importante son los chistes que hace.
Pero por sobre todas las cosas, dice que vivimos tiempos complicados, en los que lo importante es la postura frente a los demás, la actuación en la vida cotidiana, y no la esencia de las personas. La esencia, esa llama interna que lleva a que chicos de veintipocos se vayan de la casa de sus padres a vivir con lo que tienen, dejen la comodidad del hogar familiar para irse a un barrio peligroso, con vecinos exhibicionistas y porteros chantas, a compartir departamento y gastos, a trabajar de cualquier cosa y ponerle toda la garra a lo que hacen, aunque no les guste, porque de algo hay que vivir. A enamorarse una y otra vez, a pesar de verlos sufrir como locos cada vez que no funciona. Porque la vida es eso: una concatenación de incomodidades que buscamos acomodar para que incomoden lo menos posible. Y porque cualquier fracaso, por peor que sea, es mejor que no haberlo intentado.
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