Corría el año 1993, el primero de la administración Clinton. Bill y su esposa, Hillary Rodham, pasaron en auto por el suburbio de Illinois donde se crió la Primera Dama. Cuando pararon a cargar nafta, ella reconoció sorprendida a su primer novio, que era el encargado de la estación de servicio. Clinton reaccionó canchereando: “Pensar que, si te hubieras casado con él, hoy estarías vendiendo combustible acá.” Pero Hillary le retrucó: “Si me hubiese casado con ese hombre, hoy él sería presidente de los Estados Unidos.”
Todo es incomprobable, tanto la veracidad de la anécdota como la certeza de quien, esta semana, acaba de convertirse en la primera mujer en la historia que representará a uno de los dos grandes partidos norteamericanos encabezando la boleta presidencial. Lo cierto es que aquella pícara escena fue un símbolo del debate de género que abría Hillary en la política de los '90. También es claro que, si tenía un plan personal, la señora Rodham de Clinton está observando gozosa cómo se cierra el círculo de su legítima ambición, casi un cuarto de siglo después de haber pasado por la mítica asolinera de Illinois.
Aunque bien pensado, el verdadero fin de ciclo es para Bill, que incluso está a punto de perder simbólicamente la propiedad de su propio apellido, especialmente si su esposa llega a la Casa Blanca y, por lo visto, no está en sus planes ser llamada “Presidenta Rodham”, por más feminista que eso pudiera sonar. Tanto está en juego la identidad del señor Clinton, que el principal debate mediático donde él es protagonista en estos días es cómo bautizará el futuro gobierno el rol de marido de la presidenta. Dado que sería una novedad sin precedentes en la historia de las presidencias estadounidenses, no hay jurisprudencia acerca de qué cartel poner en lugar del actual en la Casa Blanca, que dice: “Oficina de la Primera Dama”.
Por lo pronto, ya hay un obstáculo semántico en el caso de Clinton que, como todos los ex mandatarios en los Estados Unidos, sigue siendo llamado “Señor Presidente” en cualquier ceremonia o situación pública, protocolar o no.
por Silvio Santamarina*
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