Friday 29 de March, 2024

COSTUMBRES | 08-07-2017 00:00

"Olivos", la Quinta secreta con misterios y mitos de la casa presidencial

Recién publicado, el libro de Soledad Vallejos narra las experiencias vividas desde Perón a Macri. Fragmentos del texto y detalles de la investigación.

¿Quién no fantaseó alguna vez, al pasar frente la Quinta presidencial, con conocer los secretos escondidos tras los muros rojos que circundan la propiedad? En su libro “Olivos” (Aguilar), la periodista Soledad Vallejos cumple con esa fantasía. Los dos subtítulos de la obra señalan claramente su contenido: “Historia secreta de la Quinta presidencial” y “La intimidad jamás contada de la política argentina”. A continuación, reproducimos un fragmento del texto que devela detalles de la vida cotidiana de los presidentes.

La cocina del poder

“A Menem le gustaba usar la mesada como mesa. En la cocina podía hablar sin problemas de cosas de hombres: la campaña de River, las menudencias cotidianas de los empleados de la Quinta, la desconfianza hacia el novio del momento de su hija. Tanta confianza sentía en esa cocina que fue ante esa mesada donde una mañana rezongó porque, al alba, Zulemita había llamado para rogarle que no comiera nada en la Quinta, porque había soñado que lo envenenaban en el desayuno. Ante el silencio de los cocineros del turno, que no sabían qué reacción esperaba de ellos el presidente, o si se trataba de una acusación velada, agregó en riojano puro: —¿Quién me va a querer matar a mí? A veces veía con ellos algo de televisión. Los trabajadores de ese sector de la Residencia eran parte de su intimidad, su familia de todos los días en cierta forma. Menem también procuraba que cada visitante famoso que pasaba por el chalet llegara a la cocina. Es más: procuraba que con él llegara además un fotógrafo, que solía inmortalizar el momento en instantáneas que los empleados todavía hoy conservan como quien atesora medallas ganadas en batalla. Diego Maradona, los Rolling Stones, Gabriela Sabatini y Stefi Graf, Xuxa, Charly García –que llegó a registrar un disco en el chalet, con el presidente y su hija como público privilegiado–.

Uno por uno, llevados de la mano carismática del presidente, pasaron para saludar a los trabajadores de la casa. Hubo una excepción: la princesa Diana de Gales. No fue una cuestión de mala voluntad, sencillamente el protocolo lo impedía. En esa época, el mundo de los fogones y las ollas estaba al mando de tres guardias distintas, organizadas por franjas horarias y días. Entre todas se turnaban para tener las despensas siempre provistas de pan casero, tostadas, bizcochitos de grasa, masa de pizza que al presidente le gustaba tener a mano como tentempié, para aderezar con alguna salsa picante e ir abriendo el apetito hasta la hora de comer, o bien para picar, porque sí, en medio de una reunión. Menem era un riojano de costumbres campechanas. No tenía grandes pretensiones; la comida era importante como compañía de los eventos sociales y para sobrevivir, nada más; cuanto más criollo el plato, mejor. ¿Para qué necesitaba un chef cordon bleu?

Gourmet

La comida del chalet no goza de prestigio. Esa es su única tradición, más por casualidad que por decisión, porque la Residencia no cuenta con un libro de recetas históricas que preserve su identidad gastronómica, como sí sucede en hogares presidenciales célebres de otros países, como la Casa Blanca o el Palacio del Eliseo. No importa de qué época provenga el testimonio, quién diga las palabras, si fue íntimo del chalet, visitante ocasional, funcionario, amigo o enemigo: nadie menciona platos memorables. O por lo menos no memorables en el buen sentido. El periodista Chiche Gelblung recuerda haber probado ahí, durante un almuerzo con el presidente de facto Roberto Marcelo Levingston, “los peores capeletis del mundo, increíblemente feos; me acuerdo que pensé ‘¿tanta gente trabajando para esto?’”. “La comida era casi protestante, muy austera, nada tenía sabor”, dice un ex ministro cuando recuerda su paso cotidiano por la mesa presidencial de la Alianza. Curiosamente, en ese momento el lugar contaba con la supervisión de un chef experimentado y con credenciales de paladar del Primer Mundo para los platos de todos los días, alguien que fue contratado –cuenta quien lo convocó– “justamente después de haber probado las primeras comidas que hacían los cocineros del lugar”. Quienes conocieron el chalet menemista recuerdan que la sencillez gastronómica no estaba reñida con la desmesura. Había picadas, pizzas, asados, sí. Los platos eran simples pero nunca escasos. Sin embargo, algunos, como el ex ministro Carlos Vladimiro Corach, niega rotundamente los ríos de champagne que según la leyenda nacida con el libro clásico de Sylvina Walger acompañaban esas pizzas. Es terminante: “eso nunca pasó, por lo menos en lo que era el ciclo diurno de la Quinta”. (En esa época, en particular luego de que el presidente se separara de la primera dama Zulema Yoma, la casa tenía dos vidas completamente diferentes, una regida por la luz del sol, y otra, por el brillo velado de las estrellas.) Del alfonsinismo sólo se recuerdan las comidas familiares, nada sofisticadas, y cierto desinterés gastronómico de la Primera Familia, para la cual la cocina y sus derivados era todo menos un gran tema para considerar.

Desde afuera, la vida cotidiana del poder alimenta imágenes, rumores, anécdotas y presunciones que no siempre se corresponden con la realidad. Tal vez por eso viejos cocineros que tuvieron la responsabilidad de alimentar a los presidentes sufrieron en carne propia, cotidianamente, el peso de las fantasías. “Siempre te dicen ‘ah, porque ustedes deben estar todo el tiempo preparando caviar, salmón, lomo, todo lo mejor’. Y nada que ver: es la comida de una casa de familia. Salvo cuando hay recepciones, ¿no?”, explica uno de ellos. La de la cocina presidencial es una historia itinerante. Literalmente: es un lugar que va y viene de acuerdo con las necesidades de la Primera Familia. Originalmente, estaba dentro de lo que en los planos y documentos de los escribanos se llamaba “casa-habitación”. Era apenas un rincón sin ventanas con una cocina de hierro que se alimentaba a carbón, porque la casa, claro, fue construida en épocas en que el gas corriente no estaba en los planes de la vida urbana, y mucho menos en los de la rural. Cuando el Estado tomó posesión del legado de Villate Olaguer, el Ministerio de Obras Públicas registró el lugar fotográficamente palmo a palmo: había azulejos blancos y pisos rústicos de calcáreo; la cocina a leña estaba a la derecha, encajonada, contra una pared bastante reñida con la limpieza; había una mesada con muy poco espacio de trabajo, una pileta profunda, cuadrada, como de lavadero de patio, una suerte de termotanque encastrado en una pared, un portalámparas vacío colgando de un cable de tela. Era un ambiente rústico, como correspondía a una chacra, en tiempos, además, en los que la cocina no era un espacio privilegiado en las casas de las familias conocidas. (...)

Lugar

Durante casi dos décadas, la cocina, físicamente hablando, padeció un exilio. Desde siempre, había estado ubicada dentro de la casa. Separada de los salones, del escritorio y de los espacios de circulación, pero unida secretamente al primer piso por un pequeño montacargas, que históricamente había servido para alcanzar los platos hasta la planta reservada a la intimidad familiar, cuando la Primera Familia optaba por usar la sala de estar privada. En la cocina siempre había gente, sin importar la hora, porque en la Quinta algunos puestos se cubren con guardias de 24 horas (a las que siguen dos días de descanso, casi como si de servicios médicos se tratasen). No era extraño que cocineros y ayudantes mantuvieran encendida una radio para hacerse compañía. El ruido subía por el hueco del montacargas y se escuchaba lo suficiente como para que, a poco de haberse instalado en el chalet, Carlos Menem impartiera una solución salomónica. Mudar la cocina le daría el silencio que quería, y a la vez permitiría que los trabajadores de ese espacio siguieran tranquilamente con sus rutinas. Entonces la cocina fue expulsada del chalet. La mudaron con todos sus petates a un pequeño pabellón, a unos metros de la casa, donde solía haber una parrilla discreta; con un par de modificaciones, unos fuegos, una mesada, unas alacenas, algunas banquetas y un televisor estuvo lista. El lugar estaba lleno de ventanas. Se conectaba con la casa a través de un pasillo techado, que atravesaba el patio de adoquines, para que los mozos pudieran servir, llevar y traer los platos cualquiera fuera el clima, cualquiera fuera la hora. Pero durante el menemismo y aún durante el gobierno de la Alianza el pasillo sintió los pasos de los presidentes y sus familiares, que de tanto en tanto osaban aventurarse en el territorio de los cocineros. Atravesar el pasillo era entrar al espacio de una cotidianidad distinta. Cuando era una chiquita que recién orillaba los cuatro años, la nieta presidencial Sol de la Rúa pasaba largos ratos dibujando sobre la mesada, mientras los cocineros iban y venían; en los ratos muertos, cuando no había partido ni reuniones de amigos o funcionarios, Menem pasaba un rato por ahí; De la Rúa lo hacía cada tanto. De los Kirchner, allí, no hay recuerdos.

—Ahí, en La Rioja, a los tucumanos les dicen “gato”… —dejaba caer de repente el presidente Menem.

—¿Por qué, señor? —respondía el cocinero de turno, siempre atento a que la confianza no se confundiera con falta de respeto, mientras su ayudante y el mozo esperaban también la respuesta. —Porque cuando aparecen tucumanos siempre alguien grita “¡todos contra la pared!”. Son chorizos todos los tucumanos.

Hubo un silencio y una risa cómplice apenas asordinada. Uno de los presentes era oriundo de Tucumán.

—Mire que Miguelito es tucumano, señor.

—Ah, no, pero él no roba porque es mormón —aclaraba el presidente, perfectamente advertido de que en realidad el tucumano en cuestión era evangelista, no mormón.

Así pasaban los días.

Con la llegada de Mauricio Macri a la presidencia, la cocina volvió a cambiar de destino. Aunque estuviera físicamente separada de la casa, aunque entre ese mundo y el del chalet hubiera un pasillo de por medio, para la nueva familia presidencial tener gente trabajando allí todo el día era una manera de perder intimidad. Por eso, entre los trabajos para acondicionar el lugar a sus nuevos habitantes, fue programada también la mudanza de esa cocina: desde principios de 2016 está nuevamente dentro de la casa, a pedido de la primera dama –que es aficionada a cocinar y, según sus allegados, lo hace bien–, aunque sin los cocineros, para resguardar la privacidad familiar. Hoy, en la Quinta, todos los cocineros trabajan en la misma cocina, la del personal, ubicada lejos del chalet, en la zona de las oficinas, la Jefatura, el microcine. Sin embargo, los empleados de la Quinta no se resintieron por ese pedido de distancia, porque la instancia previa al blindaje de esa intimidad había sido, curiosamente, de contacto directo y fluido con la familia presidencial. Apenas llegaron a la Residencia, mientras el chalet estaba en obras, los Macri se refugiaron en la casa de huéspedes (la misma en la que se realizó la cena del programa televisivo de Mirtha Legrand con Macri y la primera dama, en 2017). Fueron sólo algunas semanas, pero de esa época los empleados atesoraron como señales pequeños hechos cotidianos: poder entrar al lugar para reparar algo, aun cuando la casa no estuviera vacía, y saludar a la familia del Presidente sin recibir silencio a cambio. Entre los que mantienen en funcionamiento la Quinta desde hace años, hay quienes aseguran que con la familia Kirchner no pasaba lo mismo”.

Extracto del libro "Olivos" de Soledad Vallejos (Sudamericana)

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