Para los convencidos de que América latina había dejado atrás para siempre la era de las dictaduras militares, lo que acaba de suceder en Brasil fue un balde de agua gélida. El que un personaje como Jair Bolsonaro que, lejos de ocultar su deseo de hacer una reedición –una mucho más feroz, por si hubiera dudas–, de los regímenes castrenses que entre 1964 y 1985 gobernaban a su país, haya conseguido más del 46 por ciento de los votos en la primera vuelta electoral, hace temer que en la región la democracia, imperfecta pero así y todo auténtica que se difundió en las décadas últimas, podría tener los días contados.
Aunque en Chile todavía abundan los que recuerdan con cariño a Augusto Pinochet y en todas partes hay izquierdistas que siguen endiosando a comandantes uniformados como los hermanos Castro y Hugo Chávez, uno suponía que una mayoría sustancial de los latinoamericanos se resistiría a caer nuevamente en la tentación de entregar el poder a los amantes de la disciplina cuartelaria. Desde el domingo pasado, tanto optimismo parece decididamente ingenuo.
En comparación con Bolsonaro, Donald Trump es un moderado sensiblero, si bien un tanto bocón, y los derechistas europeos que están sembrando pánico en las filas progresistas del Viejo Continente son niños de pecho. El hombre que ya tiene un pie en el Planalto dice creer que para “solucionar” los problemas del Brasil habría que “matar a 30 mil” personas, comenzando con el sumamente respetable ex presidente Fernando Henrique Cardoso, aclarando así que no pensaba sólo en liquidar a tal cantidad de los delincuentes comunes que están proliferando en su país. Para más señas, Bolsonaro no ha vacilado en pronunciarse a favor de la tortura.
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¿Es lo que quieren los más de 49 millones de brasileños que lo votaron? Puede que no, que haya algunos que serían reacios a dejarlo violar los derechos humanos de sus compatriotas de manera tan salvaje, pero a juzgar por los resultados electorales, es tan fuerte la sed de venganza de por lo menos la mitad de la población de nuestro vecino gigantesco que no le importa en absoluto el destino de quienes se encuentran al otro lado del abismo sociopolítico que se ha abierto, una grieta que es mucho más profunda que aquella que aquí motiva tanta angustia.
Así pues, aun cuando, para asombro de los muchos que dan por descontado que Bolsonaro ya ha ganado, Fernando Haddad, el reemplazante del encarcelado ex presidente Luiz Inácio “Lula” da Silva lograra ensamblar una coalición amplísima que le permitiera derrotarlo en el balotaje fechado para el 28 de octubre, seguiría habiendo dos Brasiles que tanto se odian que no habrá forma de impedir que haya estallidos de violencia política. Los extremos se alimentan mutuamente al brindar cada uno al enemigo pretextos para adoptar posturas más radicales.
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Como Trump, Bolsonaro pronto se dio cuenta de que escandalizar a los defensores de la llamada “corrección política”, en especial a los guardianes mediáticos de la agenda progresista, le traería un sinfín de beneficios electorales al permitirle llamar la atención a la brecha que lo separa de las elites culturales y académicas. No sólo en Estados Unidos y Brasil, sino también en Europa, muchísimas personas se sienten traicionadas por la clase gobernante y aquellos que, sin proponérselo y por lo común sin enterarse de ello, le sirven de voceros informales al reivindicar los valores progresistas que, a menudo con hipocresía flagrante, sus integrantes juran compartir.
Al ensombrecerse las perspectivas económicas frente a la mayoría, personajes que se afirman resueltos a demoler el sistema vigente no tardan en conseguir el apoyo de quienes están buscando una alternativa a un statu quo que les parece insoportable y que, por razones antojadizas, relacionan las deficiencias económicas de la sociedad en que viven con el activismo reciente de quienes sueñan con una revolución sexual que consignaría a la historia actitudes que creen irremediablemente anticuadas.
A su parecer, son síntomas del mismo mal. Por cierto, Bolsonaro no se vio perjudicado por su voluntad de hablar pestes de los homosexuales o del feminismo; antes bien, lo ayudó mucho al asegurarle el apoyo de millones de evangélicos, católicos conservadores y una multitud de jóvenes que, como ha ocurrido una y otra vez a través de los milenios, repudian las convicciones de sus mayores.
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De más está decir que la carta de triunfo de Bolsonaro no es el machismo rabioso que lo caracteriza. Es el odio que sin tapujos manifiesta hacia el Partido de los Trabajadores de Lula y, por extensión, hacia la clase política brasileña en su conjunto. Se presenta como el verdugo de “la vieja política”, que según él y muchísimos otros, es corrupta, hipócrita y, lo que es peor aún, inútil, ya que sólo ha servido para enriquecer a una casta de parásitos venales. En otras palabras, el ex militar aprovecha el mismo sentimiento que aquí hizo surgir el movimiento “que se vayan todos”, pero mientras que aquel fenómeno resultó ser tan pasajero que no cambió nada, en Brasil podría instalar un gobierno que sea mucho más destructivo y vengativo que el encabezado por Trump.
El éxito, todavía parcial, de Bolsonaro nos ayuda a entender las razones por las cuales durante décadas casi todos los países de América latina caían esporádicamente en manos de militares. Al iniciar sus respectivas gestiones, aquellos regímenes no carecían de apoyo popular. De haberse animado Jorge Videla y los demás comandantes a celebrar un referéndum en marzo de 1976, pudieron haberlo ganado. Por fortuna, eran contrarios por principio a elecciones de cualquier especie, lo que facilitaría enormemente la tarea de quienes querían hacer pensar que la dictadura había sido una aberración en un país de cultura netamente democrática.
En Brasil, es evidente, la fobia contra las dictaduras militares carece del poder persuasivo que tiene en la Argentina, de suerte que los vínculos personales y emotivos de Bolsonaro con los regímenes de hace más de treinta años no le han costado votos. Sucede que en la memoria colectiva brasileña, los años en que los generales Castelo Branco, Costa e Silva, Garrastazu Médici, Geisel y Figueiredo figuraban como presidentes de facto, distaban de ser tan funestos como los del Proceso aquí. Muchos que respaldan a Bolsonaro creen que en aquel entonces había más seguridad y menos corrupción que en los años siguientes. ¿Y los abusos perpetrados por los militares? Habrá sido cuestión de un detalle menor, anecdótico.
Que esta sea la actitud de casi la mitad del electorado brasileño puede considerarse alarmante por tratarse de un país de dimensiones continentales, con más de 200 millones de habitantes, que es, por mucho, el mayor de América latina. De consolidar su triunfo Bolsonaro, en otras partes de la región los autoritarios festejarían lo que tomarían por el resurgimiento de una alternativa que otros creían totalmente desprestigiada. Por lo demás, en el caso de que el gobierno resultante comenzara a pisotear los derechos humanos, cumpliendo así las promesas de campaña más truculentas del jefe, sus enemigos sentirían que sería legítimo que reaccionaran de la misma manera. No extrañaría, pues, que Brasil se transformara nuevamente en un campo de batalla en que bandas de guerrilleros urbanos, además de enjambres de delincuentes comunes, se entregaran a la lucha armada con la excusa, nada arbitraria, de que un régimen brutal no les dejaba otra opción.
En las zonas relativamente desarrolladas de Brasil, Bolsonaro arrasó: en San Pablo, Santa Catarina y Rio de Janeiro, superó cómodamente el 50 por ciento. En cambio, perdió ante Haddad en los estados pobres del Nordeste, la cuna de Lula, que dependen más de la largueza federal y, para industrializarse, necesitan muchas concesiones fiscales. ¿Estaría dispuesto un eventual gobierno del enemigo número uno de Lula y todo cuanto representa a gastar más dinero en un esfuerzo tal vez quijotesco por “modernizar” el equivalente brasileño del Mezzogiorno italiano, ya que el atraso que sufre puede achacarse a sus rasgos culturales? Es poco probable.
Se prevé que Bolsonaro –el que para alivio de los mercados confiesa no entender nada de economía–, nombre como ministro de Hacienda a Pablo Guedes, un “Chicago boy” que querrá reducir drásticamente el tamaño del Estado y poner en marcha un programa de privatizaciones afín al emprendido aquí por Carlos Menem, y que dará prioridad a los sectores económicos más avanzados, sin preocuparse por los rezagados.
Así lo entendieron quienes operan en la bolsa de San Pablo, la mayor de América latina; el resultado de la primera ronda electoral los hizo saltar de alegría en anticipación de un saludable choque capitalista. Con todo, muchos que se sienten terriblemente frustrados por la situación socioeconómica de su país y votaron a Bolsonaro porque creen que le será dado mejorarla eliminando de golpe la maleza burocrática que ha crecido por doquier y castigando a los malhechores más notorios tendrían que esperar lo que podría ser un largo rato antes de que les lleguen los beneficios previstos por los empresarios. ¿Aguardarán con paciencia los cambios positivos que tanto añoran, o se sentirán tan decepcionados que dentro de poco Bolsonaro tome el lugar ocupado por Lula como el máximo símbolo del mal?
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