A seis años de su llegada al máximo lugar jerárquico de la Iglesia Católica a nivel planetario, Francisco todavía está definiendo cuánto le conviene seguir siendo el papa argentino o, para muchos, el papa peronista.
Hay un viejo chiste -de cuño machirulo aunque apto para la deconstrucción feminista- que puede ilustrar el síndrome argento de la gestión franciscana en Roma hasta la fecha. Es aquel del tipo común que, en una isla desierta, se encuentra con una sex symbol mundial (los nombres varían según la época), y luego de tener sexo con ella, le pide una fantasía, que consiste en disfrazarla de varón. Entonces el afortunado hombre común fanfarronea ante su nuevo amigo: “¿A que no sabés a quién me estoy comiendo?”
Quitándole la temática sexual, el chiste ilustra la paradoja personal de la llegada de Jorge Bergoglio al Vaticano: desde el principio dio la impresión de que no estaba tan fascinado por el reconocimiento y el poder global que su nuevo cargo significaba, sino más bien que su goce del poder (humano al fin, como es natural) pasaba en realidad por la resurrección de su capacidad de lobby en la interna política argentina, don que había perdido bastante, pero que su sorpresivo nombramiento al frente de la Iglesia en todo el mundo potenció a niveles impensables.
(Leer también: El Vaticano y el sexo)
Esta observación resiste la comprobación objetiva matemática. Si todos los países católicos hubieran enviado a Roma tantos dirigentes políticos y sociales como argentinos recibió Francisco, no hubieran alcanzado estos seis años de papado siquiera para cumplir con las audiencias pontificias. La reticencia del papa argentino a visitar su país no contradice esta mirada, solo demuestra su clara intención de no quedar atrapado como objeto de intereses políticos mezquinos. Siempre ha luchado Bergoglio por ser el sujeto del poder que le ha tocado ostentar, cuidándose de no ser agente pasivo del tráfico de influencias en torno a su figura. No le ha sido fácil. Aunque el papa es criticado por cierta prensa cada vez que recibe a un kirchnerista, la cosa cambia cuando los ungidos por la gracia pontificia son afines al macrismo. Atento a que tantas relaciones públicas entre Roma y Buenos Aires no afecten su credibilidad y que su palabra santa sea desacralizada por tanto vocero oportunista que prolifera por las viñas del señor, Francisco manda mensajes cada vez más contundentes para limitar tanta charla con influencers de la rosca argentina. Especialmente en un año electoral tan sediento de certezas.
Quizá ya sea demasiado tarde. Aunque Bergoglio tuvo muy claro desde que asumió su rol de limpiador de la putrefacta imagen institucional del Vaticano, acaso falló en el diagnóstico, un poco por su sesgo generacional, otro tanto por su adicción a la “vieja política” argentina. Bergoglio pensó que el lavado de cara que necesitaba de modo urgente la Iglesia tenía que ver con la bochornosa corrupción financiera que venía denunciando la prensa internacional, con derivaciones preocupantes en los tribunales y entre los fieles aportantes. De ahí sus famosos y viralizantes “gestos” de despojamiento material, que lo recortaron rápidamente de sus antecesores, más hedonistas a la hora de gastar en ornato eclesiástico. Bergoglio decidió ser el papa de los zapatones gastados. Tan humilde tenía que ser el nuevo jefe de una Iglesia corrupta que se llamaría Francisco, símbolo inequívoco de la pobreza militante.
Pero la corrupción era otra. La plaga que amenaza hoy la supervivencia de la Iglesia tal como la conocemos no es la corrupción económica sino la moral. A tono con el #MeToo que recorre el mundo y sus derivados, las fuerzas disruptivas contra el statu quo no son ya los viejos movimientos sociales y políticos que cuestionaban radicalmente el orden material capitalista cuando Bergoglio era joven. Hoy la revolución -o al menos su sueño eterno- viene del lado de la intimidad sexual, de las reivindicaciones de género y del derecho universal de niños y adultos a no ser explotados sexualmente por nadie que ostente los atributos del poder. Ahí la Iglesia está más débil y cuestionada que nunca.
A pesar de varios gestos con intención reparatoria sin precedentes históricos en la institución, Francisco -o Bergoglio- no puede evitar correr desde atrás el devenir imparable de las denuncias y condenas mediáticas y judiciales por abuso sexual contra altos mandos de la Iglesia, muchos de ellos con cercanía reciente al propio papa. Para recuperar la iniciativa -consejo que el ex cardenal primado argentino le daría a cualquier compatriota poderoso-, no parecen bastarle esos gestos mágicos con los que conquistó a la platea global en su luna de miel pontificia. La cosa se puso áspera.
(Leer también: Abusos en la iglesia: la sombra vaticana)
La crisis estructural que debería desmontar Francisco para dar vuelta el incierto destino actual del Vaticano tiene cuatro traumas internos, tan delicados para la historia eclesiástica como polémicos para el resto del mundo, que exige un mea culpa contundente: el celibato obligatorio, la homosexualidad encubierta y condenada, el abuso pederasta y la discriminación contra la mujer. Hay dos enfoques extremos sobre estos items. Está la postura “políticamente correcta”, que prefiere no buscar ningún vínculo entre estas cuatro áreas de discusión. También está, en el extremo opuesto, la mirada prejuiciosa anticlerical que mezcla todo en un cóctel conspirativo para condenar al infierno irredimible a la institución. Un líder sagaz con pretensiones de salvar a la Iglesia debería estar dispuesto éticamente y preparado políticamente para encarar la casi imposible misión de desmontar esa bomba de relojería formada por esos cuatro traumas, a los que hay que ir neutralizando con la pericia y la sangre fría con la que un experto en explosivos decide cortar cada cable del mecanismo detonador.
Francisco podría ser, incluso con el historial de sus propias limitantes ideológicas y acaso morales, la persona indicada para semejante tarea histórica de alcance global. Hay que ver si Bergoglio no se distrae, en plena tarea, con la discusión por el armado de listas electorales en un remoto distrito del conurbano bonaerense.
*Editor ejecutivo de NOTICIAS.
por Silvio Santamarina*
Comentarios