Hoy no es un día peronista, con la jefa en Comodoro Py y uno de los operadores más cercanos al presidente por encargo, Eduardo Valdés, enchastrado en los medios por sus maquiavélicas charlas carcelarias. No, hoy es un día radical: amaneció nublado, húmedo, plomizo, somnoliento. Toda la jornada caminará lentamente al ritmo de los oradores, las mociones y los cuartos intermedios de la Convención Nacional de la UCR reunida en Parque Norte. Aunque no suene divertido, conviene prestarle atención a un ritual que le aporta miga al desinflado bizcochuelo de la república.
Todo indica que la cumbre de Parque Norte no significará un volantazo de 180 grados respecto de la cita previa de 2015 en Gualeguaychú, cuando el radicalismo debatió y finalmente aprobó atar su suerte electoral a la del PRO, gesto que dio nacimiento a Cambiemos. Como aquella vez, hoy habrá peleas, gritos, recriminaciones, algunas traiciones y documentos firmados para, de un modo u otro, renovar la permanencia en la coalición oficialista.
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También quedarán asentados los reclamos radicales de generar mutaciones en el aspecto y la dinámica de la coalición de gobierno. Y puede haber alguna ruptura partidaria de sectores demasiado alérgicos al macrismo. Pero lo importante no se espera tanto en las decisiones concretas de la Convención, sino en las ideas electorales que podrían aparecer durante el debate de más de 300 convencionales. Allí reside la gran oportunidad para el radicalismo y para el PRO, que necesitan repensar sus condiciones de supervivencia con tanta o más creatividad de la que viene mostrando Cristina Fernández de Kirchner.
Por ahora, el Ejecutivo PRO sigue mostrando su desdén habitual por el peso de las movidas y del aparato que suma su aliado radical, a quien trata más bien como un proveedor que como un socio propiamente dicho. Y esa actitud no parece haberse moderado lo suficiente a pesar de la emergencia electoral y de gestión económica que transita el Gobierno. De hecho, ni siquiera se ha abierto seriamente la conversación sobre un posible y lógico lugar para el radicalismo en la fórmula presidencial 2019.
La UCR tiene sus culpas compartidas en la vigencia de este techo de cristal: por ejemplo, la falta de una figura femenina ampliamente reconocida en sus filas para aportarle una vice que pudiera ocupar el lugar de Gabriela Michetti, sin hacer retrodecer el cupo de género en la cima de la oferta electoral de Cambiemos. El dato no es menor, en un contexto electoral dominado por la impronta de Cristina en la oposición, y de María Eugenia Vidal en el oficialismo. Una cuestión más para la deliberación de Parque Norte.
El otro tema de reflexión sobre la identidad radical es cómo restablecer, de una vez por todas, la autoestima partidaria, lastimada por varios tropiezos electorales y de gestión en el poder a lo largo de esta era democrática. “El radicalismo se sacó el complejo de inferioridad para no volver a dejarse ningunear”, opinó este fin de semana -en CNN Radio- Facundo Suárez Lastra, uno de los radicales más amigos de la opción de seguir asociados al macrismo. Más allá de su optimismo, la cuestión de la autoestima está sobre la mesa. Y ese autoanálisis debe hacerse con lápiz fino, aunque los de afuera ataquen con trazo grueso.
La “rosca” de comité con la que se caricaturiza a la UCR y su declamatorio principismo republicano son dos características que, aunque precisen cierto aggiornamiento para la nueva democracia digital, no le vienen nada mal a los grandes players de la política nacional. Quedó claro que al PRO le faltó discusión política interna para pensar maneras alternativas de esquivar a tiempo la tormenta que hoy lo amenaza.
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Y al peronismo le fallaron sus débiles mecanismo institucionales como para encontrar, en estos cuatro años de despoder, una dirigencia superadora del tóxico pero resiliente liderazgo cristinista. Ni el macrismo ni el peronismo funcionan como partidos: el radicalismo todavía lo es, aunque su convicción al respecto se haya devaluado. El sistema democrático argentino todavía se estructura reglamentariamente en torno a la figura de los partidos, y aunque las PASO hayan desvirtuado y banalizado esa lógica, esa norma fue aprobada para salir al rescate de una partidocracia que hacía agua frente al desencanto social con su dirigencia, la desmovilización militante tradicional y la atomización de los liderazgos al ritmo del rating histérico de la ciberciudadanía.
No es casual que macrismo y cristinismo hayan nutrido -muy coordinados- la cultura de la grieta, polarizando burdamente la opinión pública para reordenar a su favor un mapa político astillado desde el 2001. A pesar del ninguneo que ambos le infligieron al radicalismo en todos estos años, es evidente que algo de esa matriz partidaria tradicional necesitaron ambos para consolidar sus respectivas condiciones de gobernabilidad. Y la fueron a buscar a la vieja y achacosa UCR. El alto rechazo social que Cristina y Macri suman en esta inusual carrera electoral representa una oportunidad histórica única para que el radicalismo se anime a reinventarse. Quizá no para romper la polarización (es posible que sea demasiado tarde a esta altura del calendario electoral), pero sí al menos para cuestionarla claramente, con toda la Argentina de testigo. La manera de lograrlo no es evidente ni será sencilla. Pero para estos casos justamente se inventó la máxima de que la política es el arte de lo posible. Amén.
*Editor ejecutivo de NOTICIAS.
por Silvio Santamarina*
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